La reescritura de la historia de la humanidad: The Dawn of Everything: A New History of Humanity de David Graeber y David Wengrow.

William Deresiewicz[1]

Traducción de  Javier Sainz

Hace muchos años, cuando era profesor junior en Yale, llamé a un colega del departamento de antropología para que me ayudara con un proyecto en el que estaba trabajando. Yo no sabía nada sobre de él; sólo lo elegí porque era joven, y por tanto, pensé, sería más probable que coincidiéramos.

Cinco minutos después de nuestro almuerzo, me di cuenta de que estaba en presencia de un genio. No una persona extremadamente inteligente, sino un genio.

Hay una diferencia cualitativa. El individuo al otro lado de la mesa parecía pertenecer a una especie distinta, un visitante de una dimensión superior. Nunca había experimentado nada igual. Rápidamente pasé de intentar seguirle el ritmo, a aferrarme a la vida, a simplemente sentarme y maravillarme.

Esa persona era David Graeber. Veinte años después de nuestro almuerzo, publicó dos libros; fue despedido de Yale a pesar de un registro estelar (un movimiento universalmente atribuido a su política radical); publicó dos libros más; consiguió un trabajo en Goldsmiths, en la University of London; publicó cuatro libros más, incluido En Deuda: una historia de la economía, una historia revisionista magistral de la sociedad humana desde Sumeria hasta el presente; consiguió un trabajo en la London School of Economics; publicó dos libros más y coescribió un tercero; asimismo, se estableció no sólo como uno de los principales pensadores sociales de nuestro tiempo, descaradamente original, increíblemente amplio, increíblemente bien leído, sino también como un organizador y líder intelectual de la izquierda activista en ambos lados del Atlántico, acreditado, entre otras cosas, por ayudar a lanzar el movimiento Occupay y acuñar su lema, «Somos el 99 por ciento.»

El 2 de septiembre de 2020, a la edad de 59 años, David Graeber murió de pancreatitis necrosante mientras estaba de vacaciones en Venecia. La noticia me golpeó fuerte ¿Cuántos libros hemos perdido, pensé, que nunca se escribirán ahora? ¿Cuántas ideas, cuánta sabiduría permanecerá para siempre inexpresada? La aparición de The Dawn of Everything: A New History of Humanity es agridulce: un regalo final e inesperado y un recordatorio de lo que podría haber sido. En su prólogo, el coautor de Graeber, David Wengrow, arqueólogo del University College of London, menciona que los dos habían planeado no menos de tres secuelas.

Qué gran regalo no menos ambicioso que el proyecto que se enuncia en el subtítulo del libro. The Dawn of Everything va en contra del relato convencional de la historia social humana desarrollado por primera vez por Hobbes y Rousseau, elaborado por pensadores posteriores, popularizado hoy por Jared Diamond, Yuval Noah Harari, y Steven Pinker, y aceptado más o menos universalmente. La historia es así: erase una vez, los seres humanos vivían en pequeñas bandas igualitarias de cazadores-recolectores (el llamado estado natural); luego vino la invención de la agricultura, que condujo a la producción excedente y por lo tanto al crecimiento de la población, así como la propiedad privada. Las bandas aumentaban a tribus, y la escala creciente requería una organización creciente: estratificación, especialización; jefes, guerreros y hombres santos.

Eventualmente, las ciudades emergieron, y con ellas, la civilización–alfabetización, la filosofía, la astronomía; las jerarquías de riqueza, el estatus y el poder; los primeros reinos e imperios. Adelantamos unos pocos miles de años, y con la ciencia, el capitalismo y la Revolución Industrial, fuimos testigos de la creación del Estado burocrático moderno. Una historia lineal (las etapas se siguen en orden, sin retroceder), uniforme (se siguen de la misma manera en todas partes), progresiva (las etapas son «etapas» en primer lugar, que conduce de más abajo a más alto, más primitivo a más sofisticado), determinista (el desarrollo es impulsado por la tecnología, no por la elección humana), y teleológico (el proceso culmina en nosotros).

Esta visión de la historia, para Graeber y Wengrow, está completamente equivocada. Aprovechando una gran cantidad de descubrimientos arqueológicos recientes de todo el mundo, así como la lectura profunda en fuentes históricas a menudo descuidadas (su bibliografía se extiende a 63 páginas), los dos desmantelan no sólo todos los elementos de este relato de la humanidad, sino también los supuestos en los que se basa. Sí, hemos tenido bandas, tribus, ciudades y estados; agricultura, desigualdad y burocracia, pero ¿qué fue cada uno de ellos, cómo se desarrollaron, y cómo pasamos de uno a otro? todo esto y más, los autores lo reescriben de manera integral. Más importante aún, destruyen la idea de que los seres humanos son objetos pasivos de las fuerzas materiales, moviéndose indefensos a lo largo de una cinta transportadora tecnológica que nos lleva del Serengeti al DMV. Como muestran los autores, hemos tenido opciones y las hemos hecho. Graeber y Wengrow ofrecen una historia de los últimos 30.000 años que no sólo es muy diferente de todo lo que estamos acostumbrados, sino también mucho más interesante: texturizado, sorprendente, paradójico e inspirador.

La mayor parte del libro (que consta de más de 500 páginas) nos lleva desde la Edad de Hielo hasta los primeros estados (Egipto, China, México, Perú). De hecho, comienza mirando hacia atrás, antes de la Edad de Hielo y del amanecer de la especie. El homo sapiens se desarrolló en África, pero no sólo en las sabanas orientales, también lo hizo en todo el continente, desde Marruecos hasta el Cabo y en una gran variedad de formas regionales que más tarde dieron pie a la humanidad moderna. No hubo un Jardín antropológico del Edén, en otras palabras, ninguna llanura de Tanzania habitada por la «Eva mitocondrial» y su descendencia. En cuanto al aparente retraso entre nuestra emergencia biológica, y por lo tanto la emergencia de nuestra capacidad cognitiva para la cultura, y el desarrollo real de la cultura –una brecha de muchas decenas de miles de años– eso, nos dicen los autores, es una ilusión. Cuanto más miramos, especialmente en África (en lugar de principalmente en Europa, donde los humanos aparecieron relativamente tarde), más antigua es la evidencia que encontramos de un comportamiento simbólico complejo.

Según Graeber y Wengrow, esa evidencia –desde la Edad de Hielo, de grupos más tardíos eurasiáticos y nativos norteamericanos– demuestra que las sociedades de cazadores-recolectores eran mucho más complejas y variadas de lo que habíamos imaginado. Los autores nos conducen por suntuosos entierros de la Edad de Hielo (se cree que el trabajo de abalorios en un solo sitio requirió 10.000 horas de trabajo), así como por sitios arquitectónicos monumentales como Göbekli Tepe, en la Turquía moderna, que data de alrededor de 9000 a. C. (al menos 6.000 años antes de Stonehenge) y cuenta con un intrincado tallado de bestias salvajes. Nos hablan de Poverty Point, un conjunto de enormes y simétricos terraplenes erigidos en Luisiana alrededor del 1600 a. C., una «metrópolis cazadora-recolectora del tamaño de una ciudad-estado mesopotámica.» Describen una sociedad indígena del amazonas que cambió estacionalmente entre dos formas completamente diferentes de organización social (pequeñas bandas nómadas autoritarias durante los meses secos; grandes asentamientos organizados alrededor de la hortícultura durante la temporada de lluvias). Hablan del reino de Calusa, una monarquía de cazadores-recolectores que los españoles encontraron cuando llegaron a Florida. Todos estos escenarios son impensables dentro de la narrativa convencional.

El punto primordial es que los cazadores-recolectores tomaron decisiones –conscientes, deliberadas, colectivas– sobre las formas en que querían organizar sus sociedades: repartir el trabajo, disponer de la riqueza, distribuir el poder. En otras palabras, practicaban la política. Algunos de ellos experimentaron con la agricultura y decidieron que no valía la pena el costo. Otros miraron a sus vecinos y decidieron vivir de la manera más diferente posible, un proceso que Graeber y Wengrow describen en detalle con respecto a los pueblos indígenas del norte de California, «puritanos» que idealizaron el ahorro, la simplicidad, el dinero y el trabajo, en contraste con los ostentosos jefes esclavistas del noroeste del Pacífico. Ninguno de estos grupos, hasta donde tenemos razones para creer, se parecía a los salvajes de la imaginación popular, inocentes desinteresados que vivían dentro de un presente eterno o tiempo de sueño cíclico, esperando que la mano occidental los despierte y los lance a la historia.

Los autores llevan esta perspectiva hacia las edades que vieron el surgimiento de la agricultura, de las ciudades y de los reyes. En los lugares donde se desarrolló por primera vez, hace unos 10.000 años, la agricultura no se hizo cargo de todo de una vez, de manera uniforme e inexorable. (Tampoco empezó sólo en un puñado de centros: Mesopotamia, Egipto, China, Mesoamérica, Perú; los mismos lugares donde aparecerían los imperios por primera vez-pero más como 15 o 20.) La agricultura temprana, que aprovechaba el repliegue de inundaciones y era llevada a cabo estacionalmente en valles fluviales y humedales, era un proceso que requirió de una mano de obra no tan intensa que el de tipo familiar, y no conducía al desarrollo de la propiedad privada. De esta manera, lo que los autores llaman «jugar a la agricultura», muestra a esta actividad como un elemento más dentro de una mezcla de actividades de producción de alimentos que podrían incluir la caza, el pastoreo, el forraje y la horticultura.

En otras palabras, los asentamientos precedieron a la agricultura, y no al revés como hemos pensado. Además, para las civilizaciones la Media Luna de las tierras fértiles tardó unos 3.000 años en pasar del primer cultivo de granos silvestres a la finalización del proceso de domesticación –casi 10 veces más de tiempo, como investigaciones recientes han mostrado, considerando solamente los factores biológicos. Así, la agricultura primitiva encarnaba lo que Graeber y Wengrow llaman «la ecología de la libertad»: la libertad de entrar y salir de la agricultura, para evitar quedar atrapados por sus demandas o en peligro por la fragilidad ecológica que conlleva.

Los autores escriben sus capítulos acerca de las ciudades, en contra de la idea de que las grandes poblaciones necesitan capas de burocracia para gobernarlas; esa escala conduce inevitablemente a la desigualdad política. Muchas ciudades tempranas, lugares con miles de personas, no muestran signos de administración centralizada: no hay palacios, no hay instalaciones de almacenamiento comunales, no hay distinciones evidentes de rango o riqueza. Este es el caso de lo que pueden ser las primeras ciudades de todos, sitios ucranianos como Taljanky, que se descubrieron sólo en la década de 1970 y que datan de aproximadamente del 4100 a. C, cientos de años antes de Uruk, la ciudad más antigua conocida en Mesopotamia. Incluso en esa «tierra de reyes», el urbanismo anticipó la monarquía por siglos. E incluso después de que surgieron los reyes, «consejos populares y asambleas ciudadanas», escriben Graeber y Wengrow, «eran características estables del gobierno», con poder y autonomía reales. A pesar de lo que nos gusta creer, las instituciones democráticas no empezaron, milenios después, en Atenas.

En todo caso, la aristocracia surgió en asentamientos más pequeños, como sociedades guerreras que florecieron en las tierras altas del Levante y en otros lugares, y que conocemos a través de la poesía épica, –como una forma que permaneció en tensión con los estados agrícolas a lo largo de la historia de Eurasia, desde Homero hasta los mongoles y más allá. Pero el ejemplo más convincente de igualitarismo urbano de los autores es sin duda Teotihuacán, una ciudad mesoamericana que rivalizó con la Roma imperial, su contemporánea, por tamaño y magnificencia. Después de deslizarse hacia el autoritarismo, su gente cambió abruptamente de rumbo, abandonando la construcción de monumentos y el sacrificio humano por la construcción de viviendas públicas de alta calidad. «Muchos ciudadanos», escriben los autores, «disfrutaron de un nivel de vida que rara vez se logra en un sector tan amplio de la sociedad urbana en cualquier período de la historia urbana, incluido el nuestro.»

Y así llegamos al Estado, con sus estructuras de autoridad central, ejemplificadas de diversas maneras por reinos a gran escala, por imperios, por repúblicas modernas –supuestamente la forma culminante, para tomar prestado un término de la ecología, de la organización social humana. ¿Qué es el estado? preguntan los autores. No una forma fija que ha persistido desde el faraónico Egipto hasta hoy, sino una combinación cambiante de, como los enumeran, las tres formas elementales de dominación: control de la violencia (soberanía), control de la información (burocracia), y carisma personal (manifestado, por ejemplo, en la política electoral). Algunos estados han mostrado sólo dos, algunos sólo uno, lo que significa que la unión de los tres, como en el estado moderno, no es inevitable (y de hecho, puede, con el aumento de las burocracias planetarias como la Organización Mundial del Comercio, ya se está descomponiendo). Más concretamente, el propio Estado puede no ser inevitable. Durante la mayor parte de los últimos 5.000 años, como los autores apuntan, reinos e imperios fueron «islas excepcionales de jerarquía política, rodeados de territorios mucho más grandes cuyos habitantes sistemáticamente evitaron los sistemas de autoridad fijos y globales.»

Los autores se preguntan: ¿Vale la pena la civilización, si ésta –desde el antiguo Egipto, los aztecas, la Roma imperial, el régimen moderno del capitalismo burocrático impuesto por la violencia del Estado– significa la pérdida de nuestras tres libertades básicas: la libertad de desobedecer, la libertad de ir a otro lugar, y la libertad de crear nuevos arreglos sociales? ¿O la civilización significa más bien «ayuda mutua, cooperación social, activismo cívico, hospitalidad [y] simplemente cuidar de los demás»?

Estas son preguntas que Graeber, un anarquista comprometido –un exponente no de la anarquía sino del anarquismo y de la idea de que la gente puede llevarse perfectamente bien sin gobiernos– planteó a lo largo de su carrera. The Dawn of Everything está enmarcado en el relato de lo que los autores llaman la «crítica indígena.» En un notable capítulo, describen el encuentro entre los primeros franceses llegados a América del Norte, principalmente misioneros jesuitas, y una serie de intelectuales nativos-individuos que habían heredado una larga tradición de conflicto político y debate y que habían pensado profundamente y hablado incisivamente sobre temas como «generosidad, sociabilidad, riqueza material, crimen, castigo y libertad.»

La crítica indígena, tal como la articularon estas figuras en conversación con sus interlocutores franceses, equivalía a una condena total de la sociedad francesa —y, por extensión, europea—: su competencia incesante, su escasez de bondad y cuidado mutuo, su dogmatismo e irracionalismo religiosos y, sobre todo, su terrible desigualdad y falta de libertad. Los autores argumentan de manera persuasiva que las ideas indígenas, transmitidas y publicitadas en Europa, inspiraron la Ilustración (los ideales de libertad, igualdad y democracia –señalan– habían estado, hasta entonces, casi ausentes de la tradición filosófica occidental). Incluso van más allá, argumentando que el relato convencional de la historia humana, como una saga de progreso material, se desarrolló como reacción a la crítica indígena para salvar el honor de Occidente. Somos más ricos, decía la lógica, así que somos mejores. Los autores nos piden que reconsideremos lo que realmente ello podría significar.

The Dawn of Everything no es un breve tratado anarquista, aunque los valores anarquistas –antiautoritarismo, democracia participativa, y el comunismo con “c” minúscula– están implícitos en todas partes. Sobre todo, es una breve posibilidad, que fue, para Graeber, quizás el valor más alto de todos. El libro es una especie de desastre glorioso, lleno de digresiones fascinantes, preguntas abiertas y piezas que faltan. Su objetivo es reemplazar la gran narrativa dominante de la historia, no con otra de su propia concepción, sino con el esbozo de un cuadro, que acaba de hacerse visible, de un pasado humano repleto de experimentación y creatividad políticas.

«¿Cómo nos quedamos atascados?» preguntan los autores, es decir, en un mundo de «guerra, codicia, explotación [y] indiferencia sistemática al sufrimiento de los demás»? Es una buena pregunta. «Si, algo salió terriblemente mal en la historia humana», escriben, «entonces tal vez comenzó a salir mal precisamente cuando la gente comenzó a perder esa libertad para imaginar y promulgar otras formas de existencia social.» No me queda claro cuántas posibilidades nos quedan ahora, en un mundo de políticas cuyas poblaciones suman decenas o cientos de millones. Pero ciertamente nos hemos quedado atascados.

[1] Publicado en The Atlantic el 18 de octubre de 2021 [https://www.theatlantic.com/magazine/archive/2021/11/graeber-wengrow-dawn-of-everything-history-humanity/620177/