La guerra, el mecanicismo y la izquierda

Julio Muñoz Rubio

Hablar de la guerra de Ucrania es hablar de un conflicto que, además de otras características geopolíticas más o menos conocidas (reestructuración y nueva repartición de territorios, de mercados, de zonas de poder e influencia; subordinación de países coloniales, semicoloniales a los imperialismos, reforzamiento de las opresiones capitalistas de clase) tiene la posibilidad de destruir a la humanidad y a gran cantidad de las especies vivientes en unas cuantas horas, más si la ubicamos combinada con el cambio climático y pandemias actuales o futuras. Es decir, una guerra cualitativamente distinta, con un poder aniquilador mucho mayor que cualquiera de sus precedentes.

Ante una tragedia como la que ya se vive y más tragedia con la que puede ocurrir, muchos de los análisis que se hacen, especialmente entre la izquierda (la derecha siempre ha sido especialmente torpe y limitada en su comprensión del mundo) no parecen tomar en cuenta este nuevo nivel cualitativo, esa característica de destructividad, o no al menos ponerla en el centro de la atención. En cambio, se hacen análisis que, pueden ser muy acertados en un nivel ortodoxo, pero que suenan superficiales y hasta banales si se consideran dentro de la problemática planetaria actual, si se considera el peligro enorme que hay de un aniquilamiento de la civilización y de mucha de la vida de este mundo.

Si pudiéramos resumir en unas cuantas palabras una caracterización de estos análisis, diríamos que se trata de maneras mecánicas y diríamos “geométricas” de observar los acontecimientos de este conflicto y la realidad humana dentro de éste.

Todo es planteado a través del concepto de fuerza. Todo es percibido y explicado como impulsos, empujes, presiones, trabajos, rendimientos, magnitudes, y como esquemas y recetas derivados de esta visión “cinemática.” La física newtoniana trasladada a los escenarios bélicos, el análisis político como extensión de estas concepciones.

Los seres humanos y la naturaleza ingresan en esos análisis sólo en la medida y como parte de esas fuerzas, es decir, considerados como meros desplazamientos mecánicos; como engranajes, válvulas de escape y de despresurización; como presiones y vacíos, como disposiciones espaciales. Los ejércitos invaden, ocupan territorios, si encuentran resistencia les cuesta trabajo seguir adelante y este esfuerzo va en proporción directa a la magnitud de la resistencia, pero quizás no la haya y entonces la presión se reduce y se avanza cómodamente. Los ejércitos pueden salir de esos territorios, retirarse, dejando espacios vacantes o permanecer llenándolos; pueden, así, alzar sus banderas en señal de victoria y reír y brincar de gusto o bajarlas y rendirse llorando como símbolo de derrota.

El movimiento de los refugiados es como el de las moléculas de un fluido a lo largo de un ducto por el que se canaliza parte de la presión ejercida, son partículas que deben encontrar una línea de menor resistencia para escapar antes de que ocurra un estallido causado por un exceso de presión, tal y como el gas saliendo de un tanque.

Las estimaciones del curso de la guerra se hacen en función del numero de efectivos de los bandos en pugna, del armamento que poseen unos y otros: Las capacidades, tamaños y alcances de pistolas, ametralladoras, tanques, bazookas, lanzallamas, aviones, barcos, misiles nucleares, gérmenes patógenos, cantidades de explosivos, dimensiones de balas o de bombas, número de disparos por unidad de tiempo. En su totalidad, medidas de eficiencia del matar.

 

Las fuerzas políticas que comandan las guerras y sus instituciones son otras cantidades y fuerzas que inexorablemente se mueven hacia uno u otro lado, dirigiendo a las militares o bien siendo dirigidas por ellas. Fuerzas que se presentan como existentes por sí solas, preexistiendo a los conflictos. Eternas, inmutables, inalterables. El fetichismo político-militar en su extremo.

Todo en un lenguaje que recuerda los sistemas newtonianos de fuerzas, el teorema de Pitágoras, el principio de Arquímedes, las coordenadas cartesianas de un cuadrante, las leyes de los gases, tablas de logaritmos, principios de termodinámica. Cantidades, magnitudes, cálculos. También recuerdan el socialdarwinismo mas rastrero: el ser humano determinado genéticamente como violento, territorial y belicoso y con una teoría de inversiones que lo explica en términos de costo-beneficio.

Cada quien construye su modelo, juega con él, coloca las variables: dependientes e independientes donde mejor les parece según el esquema mental que previamente se elaboró. Siempre auto-asumiéndose como una parte de toda esa maquinaria.

¿Y el ser humano?

¿Y su estructura psíquica interna?

¿Y el conjunto de los animales, plantas y seres vivientes?

¿Y la cultura?

¿Y la sensibilidad?

¿La subjetividad?

¿La existencia?

¿La percepción cualitativa?

¿Y el afecto, el amor, la sexualidad?

¿Y la belleza humana y del mundo?

¿Qué es todo eso? ¿De qué se habla?

…aquí no cuenta nada de eso.

El ser humano, de acuerdo con esas interpretaciones, queda desgarrado de sí mismo, apartado de su propia condición, desvinculado de sus deseos profundos, de sus necesidades, de su libertad, de su racionalidad. En fin, sustraído a su totalidad, a su integridad. Pero la guerra, entendida como política, y la política como técnica, es producto de los humanos y se desarrolla sujeta a sus leyes propias.

El soldado que obedece órdenes y mata y destroza y vive sólo por y para eso, el oficial que las da, ambos careciendo de una voluntad y pensamiento propio, en el grado más extremo de enajenación, ambos enorgulleciéndose de cuanto destruyen, y se avergüenzan cuando son destruidos. Valientes y osados si matan, hieren o torturan, cobardes e ineptos si no lo hacen o si se los hacen. Héroes contra villanos, buenos contra malos. Son la extensión de sus armamentos, de todos sus artefactos, a ellos les sirven, a ellos se deben, sin ellos la “vida” pierde sentido. Así de simple y grotesco.

¿Y los pueblos del mundo? Algunos, o partes de los mismos, apoyan a uno u otro bando en pugna, como si tuvieran obligación que hacerlo. Otros permanecen indiferentes, metidos en su casa en, trabajo, o coche, como si nada ocurriera.

Una conciencia sin conciencia, sin raíces, sin identidad, sin voluntad propias.

¿Y los animales? ¿Las plantas? ¿La naturaleza toda? Nunca ha merecido la menor atención por parte de los “amos de la guerra” (como los llama Bob Dylan). Al respecto deben recomendarse un par de cuentos del escritor soviético Vasili Grossman: “Tiergarten” y “El Camino” (Grossman, V, 2013: Eterno Reposo y Otras Narraciones, Barcelona Galaxia Gutenberg). El primero describiendo el sufrimiento de los animales del zoológico de Berlín, ubicado en el parque más grande de esa ciudad durante el asedio y cañoneo del ejército soviético en abril de 1945; el segundo, relatando el viacrucis de un caballo que es llevado, en medio de esa guerra, desde Italia hasta la URSS, sufriendo lo indecible, hasta que estando en ese país algo inesperado sucede cuando encuentra una yegua, el único ser que lo comprende y que es comprendida por él…

Vale la pena preguntar. ¿Quién en realidad y desde un punto de vista humano y humanista, gana una guerra? La respuesta es: nadie. La guerra, a largo plazo sólo genera el rencor, el resentimiento, una enorme tristeza. La “ganan” gobiernos, estados, jefes que derrotan a otros. Todos ellos se arrogan para sí la representación de sus pueblos y la superioridad de cada uno de ellos frente a los demás. Pero los pueblos y los individuos a los que aluden, solo conocerán muerte, sangre, destrucción, y claro, muchos de ellos, ensartados en la lógica de sus jefes, haciendo suyas las ideologías ajenas, se sentirán henchidos de orgullo por pertenecer al lado vencedor, a la “patria elegida” para ganar.

Hay que hacer un breve paréntesis. De esta crítica están exentos (siguiendo el caso de la II Guerra Mundial), los partisanos, verdaderos héroes de ese conflicto, gente valiente, operando -al menos en parte- con independencia de los mandos castrenses; individuos que mostraron actitudes heroicas, en muchas ocasiones al límite de la resistencia humana en Stalingrado, Leningrado, Varsovia, Grecia, Checoslovaquia, Alemania o Italia, entre otros.  También exentos están los combatientes de la república española, y ¡claro!, las brigadas internacionales de esa guerra. Más recientemente, tenemos que reivindicar a los ejércitos populares en conflictos de liberación nacional, de los años 50 a los 80 como los de Argelia, Cuba, Nicaragua, Vietnam, El Salvador o Angola, entre otros. En estos últimos casos se trata de guerras de clase contra clase, de naturaleza y perspectivas revolucionarias, no de guerras entre ejércitos profesionales. Por la misma razón están exentos de esta crítica las organizaciones guerrilleras que operaron en casi todo Latinoamérica en las décadas de los 60 y 70 del siglo pasado.

Ahora bien, retornando al punto principal, hay una famosa fotografía (reproducida aquí abajo) tomada en Berlín, en mayo de 1945, en la cual se muestra a un soldado del ejército soviético encaramado sobre el techo de Reichstag, colocando en uno de sus bordes una bandera de la Unión Soviética. La fotografía exhibe no sólo el final de aquella guerra sino la derrota total del nazismo. Con ella se ha presumido a los cuatro vientos a la “patria del socialismo” como la indiscutible vencedora, la que trajo la paz y la concordia el mundo venciendo al fascismo.

Pero si uno es más observador, notará que en el segundo plano de la foto no hay ninguna celebración de masas, felices por el fin de la guerra, ni expresión alguna de júbilo y alegría, ni manifestación de euforia por la llegada de esas fuerzas “socialistas”, dizque liberadoras de la humanidad. No, en esa imagen aparece con realismo sobrecogedor lo único que podía aparecer: vehículos militares, carros de combate y soldados rodeados por los edificios de Berlín cercanos al Reichstag, totalmente destrozados, devastados, en ruinas, incendiándose, así como lo estaba toda Alemania en esos días…. Como lo estaba la Unión Soviética misma, como estaba Polonia, como en 3 meses más estarían Hirohsima y Nagasaky.

Y ante esta imagen y miles más que se generaron en esa ocasión uno se pregunta, ¿Esa bandera, sí la de la hoz y el martillo sobre fondo rojo, originalmente el símbolo de la unidad revolucionaria de obreros y campesinos, qué es lo que ahí está simbolizando?: La exaltación de la destrucción y el aniquilamiento. el derecho de la Unión Soviética a devastar a otros países; el derecho de arrasar con la población civil, casas, monumentos históricos, animales y plantas. Todo en nombre de Stalin, el auto-proclamado el líder del socialismo mundial.

A los stalinistas de viejo y nuevo cuño y a otros no tan stalinistas, se les ha llenado la boca, aun hasta el presente, diciendo que Stalin merece gloria eterna porque, a pesar de sus errores “ganó la guerra.” Esta mayúscula vulgaridad ignora que esa guerra fue producida por Stalin mismo gracias a sus infinitas traiciones a la revolución en su país y en el mundo, y el sometimiento de los explotados de todo el globo a su criminal régimen. Stalin, el “gran organizador de derrotas”, el “sepulturero de la revolución” (León Trotsky dixit). En cambio, logró borrar de la faz de su régimen a los seres humanos críticos para sustituirlos por obedientes robots sin identidad ni pensamiento propios, que celebraron las capacidades destructivas de ese sistema como si fueran elementos liberadores de la humanidad.  Semejante trastocamiento de valores y principios da nausea, como lo da el régimen, el líder, el guía supremo.

Se trataba de someter la revolución a un régimen, hacerla régimen, de la misma manera que las diferentes facciones y versiones de la burguesía hacen con los suyos propios. De la misma manera que los Churchill, Roosevelt, o de Gaulle lo hicieron. La vida ya no se entiende como producida por seres humanos sino por regímenes de dominación, instituciones. Ellos van solos, se auto-reproducen, y auto-perpetúan, movidos por sus misteriosas e insondables naturalezas, explicadas como impersonales fuerzas físicas. La guerra es uno de sus resultados. El individuo humano sólo debe ir a pelear, a matar o morir en nombre de esos sistemas, de esas maquinarias, en nombre de banderas, himnos, escudos; en nombre de “valores” como la gloria, el honor, el orgullo, la patria y desde luego en nombre del líder y la admiración ciega al mismo. En el pasado adoptaron nombres como Führer, Duce, Caudillo, Gran Sol Rojo, Padrecito de los Pueblos o Gran Timonel, o bien el de los jefes de las “democracias”: De Gaulle, Churchill, Roosevelt. En el presente con Putin, Trump-Biden, Macron, Meloni, Johnson-Truss-Sunak, Bolsonaro… larga es la lista. Seres que deciden sobre la construcción de las maquinarias de muerte y de apropiación de los espacios ante la adoración ciega de millones de personas.

A la izquierda de todos los colores se llenó la boca durante décadas proclamando el derecho de la Unión Soviética, de China y Corea del Norte a fabricar armas nucleares y de destrucción masiva sólo porque Estados Unidos los había fabricado antes y había que defenderse. De nuevo la metáfora mecanicista: Si el imperialismo yanqui fabrica armas nucleares y con ello genera una fuerza F1 que se dirige en una dirección que amenaza a los regímenes “socialistas”, entonces lo más justificable para neutralizar esa fuerza es generar otra fuerza F2 en sentido contrario, fabricando y mostrando armas nucleares, incluso más destructivas. El fin, como en tantos otros casos, justifica los medios.

Esta lógica, de un mecanicismo más que vulgar se mantiene en la actualidad, a pesar de la desaparición de los estados burocráticos stalinistas, en las mentalidades neo-campistas, justificadoras de cualquier trapacería de Putin. Se mantiene en quienes claman por una retirada de Rusia de los territorios ucranianos sin considerar el papel criminal de la OTAN y dejando de lado que una retirada automática de Ucrania, dejaría intactos los arsenales de todos los países involucrados. Se mantiene la concepción de la guerra y la política como interacción de fuerzas, por encima de los seres humanos y de la naturaleza.

¿Y cuál, cuál es el valor de uso de los armamentos, especialmente las armas nucleares? ¿Cuál es la justificación moral, ética de su fabricación? ¿Cuál es el papel de los individuos humanos en esta demencial carrera que hoy en día adquiere su rostro más arrasador?

Es el momento impostergable, para restaurar el discurso y la práctica de todo pensamiento crítico, una visión humana y humanista del mundo, de la sociedad, de la naturaleza; una visión que comprenda claramente los significados profundos de la enajenación, del fetichismo y de la ideología para combatirlos de raíz, desde el fondo de la psique. Es quizás la última llamada para que, en especial la poca izquierda aun consecuente que queda, se deshaga de sus concepciones mecanicistas de las sociedades y de las guerras y restaure para sí y para el mundo una praxis totalizante, en la que el ser humano sea contemplado en su dimensión existencial, sensible, y en donde los sistemas de dominación sean comprendidos no sólo en la dimensión economicista y politicista ortodoxas, sino como estructuras psíquicas productoras de relaciones sado-masoquistas, psicóticas y de pulsiones libidinales tóxicas y destructivas.

Basta de mecanicismo y de metáforas de sistemas de fuerza. 

Ciudad de México, 25 de noviembre de 2022.