La defensa de la revolución es la defensa de la democracia. Entrevista con Julio César Guanche

Oleg Yanisky[1]

En el trópico el día se apaga rápido y casi no da tiempo para los juegos de imaginación entre las luces y sombras del crepúsculo. Cuando hace unos años pisé por vez primera la tierra cubana, en La Habana ya había oscurecido. Los escasos focos del alumbrado público, entre carteles revolucionarios y flamantes letreros de negocios particulares, me trajeron a la memoria los primeros años de Perestroika, y las dudas, ilusiones y contradicciones que vivimos en la entonces Unión Soviética. 

Aún sabiendo que el sistema cubano resistió varias pruebas de las mismas que llegaron a derrumbar los socialismos europeos, y conociendo varios análisis críticos hechos desde Cuba sobre las causas de la caída de la URSS —creo que muchos más que dentro de la misma ex Unión Soviética, y algunos sin duda bastante más serios— nunca dejé de pensar en los riesgos, tentaciones, trampas y esperanzas que se encuentran, cohabitan y se enfrentan en una Isla que sigue lanzando al mundo infinitas interrogantes y que, siendo un nudo principal de las luchas, sueños y pesadillas de la historia reciente, se niega a ser una caricatura del siglo pasado.

Esta conversación con Julio César Guanche —abogado, historiador y analista cubano— surge después de un acuerdo entre amigos de Rusia, Ucrania y Chile. Desde hace tiempo conversamos de modo informal sobre Cuba con los directores de tres medios de la izquierda independiente —la revista ucraniana Liva (prohibida en su país), la revista rusa Skepsis y la agencia de noticias internacional Pressenza— y decidimos trasmitir nuestras preguntas a alguien de Cuba con quien podríamos coincidir en la inquietud y sobre todo en la sensibilidad.

Agradecemos a Julio César Guanche por esta conversación, porque además de la confianza que nos genera, creemos que es uno de los mejores conocedores de estos temas. Con esta entrevista que por su extensión dividiremos en dos partes, esperamos abrir un espacio de intercambio y reflexión, que será nuestro humilde aporte a la solidaridad con el querido pueblo cubano.

Entendemos que el periodo de mayor desarrollo del proceso cubano estuvo enmarcado por la relación con su principal aliado político, la URSS. Pero también entendemos que siempre existió, por lo menos en la cultura, un grado importante de autonomía respecto al modelo soviético….

La influencia soviética en Cuba no es reducible al realismo socialista. El cine, la literatura, la música de concierto, el ballet, la enseñanza artística, el trabajo de traducción, provenientes de la URSS, fueron aprovechados por la cultura cubana. Sin tomar en cuenta esa positiva influencia, la explicación sobre la cultura cubana de los 1960 pierde calado.

Los cruces y las influencias siempre son procesos complejos. Obras del realismo socialista (La carretera de Volokolamsk, Un hombre de verdad) influyeron en una corriente de narrativa cubana, conocida como “de la violencia” (Jesús Díaz, Norberto Fuentes, Eduardo Heras), que a su vez no respondía al realismo socialista. El debate sobre la arquitectura de la Escuela Nacional de Arte, o polémicas en torno a películas como Una pelea cubana contra los demonios y Un día de noviembre, no se reducen a posturas “a favor o en contra” del realismo socialista, pues intervenían en ellas diversos referentes.

En los 1960, la vanguardia artística cubana, en artes plásticas, música de concierto, teatro, danza, literatura, fotografía, mostró gran capacidad crítica. En una gran parte de los casos, no se expresaba como cuestionamiento frente a la política revolucionaria, sino que partía de ella, siendo a la vez crítica. En contraste con el arte socialista de otras geografías, tuvo respaldo institucional a la vez que contó con espacio para la experimentación y para el diálogo con lo mejor del arte occidental.

Por otra parte, el realismo socialista no existió en Cuba como doctrina estética oficial, en tanto referente obligatorio para todo. Por supuesto, caló e hizo muchísimo daño. Instituciones como el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de la Habana, la Casa de las Américas, el Ballet Nacional de Cuba o la Casa del Caribe de Santiago de Cuba, fueron baluartes contra el realismo socialista, pero no se puede menospreciar el nivel y la escala que alcanzó y cómo marcó el devenir de la cultura cubana, sus modos de expresión, la vida de los creadores y la formación del público.

¿Y tiene, hoy, el realismo socialista alguna influencia?

Contenidos fuertes de la cultura del realismo socialista existen en el país, visibles en discursos antintelectualistas —afianzados por el estalinismo, pero con fuentes más amplias y previas a él en Cuba—, en la vocación pedagógica que algunos le exigen al arte, en el difícil lugar que tiene la circulación de la crítica propia de los discursos intelectuales, o en la separación marcada que existe entre universidad, educación general, mundo intelectual y circuitos de acceso al público.

Con todo, hace ya mucho tiempo que las expresiones culturales de vanguardia, cuenten con apoyo institucional o carezcan de él, muestran fuerte carga crítica respecto a los problemas de la sociedad cubana y de sus instituciones, y no tienen que ver con los dogmas del realismo socialista.

En ese horizonte, las “recuperaciones” de intelectuales antes marginados, que han tenido lugar desde los años 1990 para acá, se han multiplicado. En contraste, han pasado al olvido, incluso, los intelectuales que produjeron las nociones más sofisticadas del realismo socialista, como Mirta Aguirre.

Intentos de “rehabilitación” de funcionarios comprometidos con la política del realismo socialista, como Luis Pavón Tamayo y Armando Quesada, concitaron una enorme ola de repudio en 2007. Los ideólogos de lo que se llamó “quinquenio gris” —un concepto que califica el peor período de influencia soviética en Cuba (1971-1976)[2] — no dicen nada al presente cubano. Sus continuadores se cuidan de citarlos.

Por otra parte, existen visiones que reducen la cultura a los artistas y literatos, tratan a la “ciudad letrada” como la sede privilegiada de la conciencia crítica sobre la sociedad, o defienden “esencias” de la nacionalidad que deben ser protegidas por los “creadores”. Son visiones simplificadas, con escasa comprensión social de cómo se produce la cultura, y que desconocen cómo parte de los discursos intelectuales cubanos no se conectan con agendas sociales de perentoria importancia, o cómo, en contraste, discursos críticos rehacen las bases de lo que iremos entendiendo por cultura cubana.

¿Se aprecia esa influencia soviética todavía en los debates políticos de las izquierdas en Cuba?

El “marxismo-leninismo” —la fórmula estalinista del marxismo—, hace tiempo es repudiado por muchos. El marxismo crítico; corrientes contemporáneas de pensamiento crítico que se nutren del marxismo pero no se limitan a él; feminismos, antirracismos y ecologismos, el enfoque decolonial, el republicanismo de izquierdas, entre otros, son referentes del debate cubano sobre la democracia dentro de las izquierdas cubanas. La identidad de esas izquierdas no se reduce a su posición respecto al Estado, pues tienen también diferencias entre sí. Por su parte, el Estado cubano no reconoce ni dialoga con buena parte de ellas.

Existen intentos ortodoxos, oficiales o paraoficiales, de descalificar zonas de esas izquierdas, pero nadan contra la corriente: cuentan con pocos y bastos referentes para sostenerse y se ven obligados a una enorme cantidad de peripecias “teóricas”, de las cuales no son ajenas el antiguo recurso, de ascendencia estalinista, de “condenar” como “enemigos”, con vocación de “restaurar el capitalismo”, a un amplio número de actores que siguen tales referentes críticos sobre el socialismo y la democracia.

 ¿Cuál crees que fue la influencia del stalinismo en el liderazgo revolucionario cubano?

Tu pregunta se refiere, entiendo, a personas dentro del liderazgo. Tengo que obviar aquí contextos y discusiones que encuadraron estructuralmente las posiciones de ese liderazgo frente a la URSS, como fueron las discusiones en torno a la Yugoslavia de Tito, el Movimiento de Países No Alineados, el conflicto chino-soviético o la geopolítica de la Guerra Fría. También necesito, por espacio, obviar la discusión teórica sobre qué entender por estalinismo. Por ello, respondo con un foco quizás amplio sobre lo que considero esa presencia e influencia en el liderazgo cubano.

Si tratamos de personas, esta es una descripción de algunas de esas posiciones. Blas Roca lideró por décadas el primer Partido Comunista de Cuba (durante tres décadas llamado Partido Socialista Popular —PSP—) y luego fue un alto dirigente del Partido Comunista de Cuba (actual) y presidió la Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP).

 Antes de 1959, el partido de Roca prodigaba declaraciones a favor del estalinismo. Raúl Roa García, un socialista sin partido antes de 1959, fue muy crítico del “padrecito rojo”. Luego, fue un brillante ministro de Relaciones Exteriores de la Revolución y más tarde vicepresidente de la ANPP, justo al lado de Roca.

Para los 1960, el término “estalinismo” no era muy común en el discurso oficial cubano, pero existía una fuerte discusión entre los “prosoviéticos” y los críticos del “socialismo real”. Con otras palabras, significaba tomar partido frente al legado estalinista. Dentro de altos líderes, o intelectuales representativos del proceso revolucionario, como Carlos Rafael Rodríguez y Juan Marinello, existía un apoyo abierto a la URSS, al tiempo que gran nivel de análisis político e intelectual.

A la vez, otros líderes del proceso, como Armando Hart, Alfredo Guevara o Ricardo Alarcón no se caracterizaron nunca por loar el estalinismo. En algunos casos, fueron incluso críticos públicos, como es el caso señalado de Alfredo Guevara.

Dentro de lo que ha sido la más alta dirección revolucionaria, hay diferencias.

En 1957, Ernesto Che Guevara sostuvo una polémica —muestra de la diversidad ideológica del movimiento insurreccional cubano— con el también revolucionario René Ramos Latour en la que este colocaba al Che “detrás de la cortina de hierro”, esto es, adscrito al mundo de lo que luego sería llamado “socialismo real”.

En los primeros 1960, Che Guevara defendía ante K.S. Karol la necesidad del uso de los manuales soviéticos. Sin embargo, pronto tomaría distancias respecto a la política y la ideología de la URSS. El Che fue de los escasos dirigentes socialistas que en la segunda mitad del siglo XX mencionó juntos a Trotski y a Stalin, para defender la necesidad de estudiarlos a ambos.

La figura de Fidel Castro seguramente requiere más espacio en esta descripción que estás haciendo…

Fidel Castro, antes de 1959, por su militancia, primero, en el Partido del Pueblo Cubano (“Ortodoxo”), que tenía un ala de izquierda, con algunos marxistas, pero que en general era bastante crítico de la URSS; por sus lecturas de amplio espectro; y por sus declaraciones a lo largo de la lucha revolucionaria de los 1950, era un nacionalista democrático. En esa fecha, ello significaba tener compromisos con el socialismo y la democracia, un conjunto que colisionaba con la imaginación política de la URSS.

A lo largo de los 1960, esa postura se especificó en nociones como la de “revolución sin ideología”, “revolución verde como las palmas”, o en consignas del tipo queremos “libertad con pan y pan sin terror”. El apoyo de Fidel Castro a la invasión soviética a Checoslovaquia (1968) estuvo condicionado, no era una rendición acrítica ante la URSS: demandaba a esa potencia defender otros proyectos socialistas en guerra con EEUU, como Vietnam y Cuba, y calificaba esa invasión de ser contraria al derecho internacional.

El “caso Padilla” (1971) puso el concepto “estalinismo” en un primer plano para Cuba[3]. La célebre primera carta de intelectuales extranjeros crítica sobre ese caso se posicionaba en contra de lo que entendían como actos propios del stalinismo en Cuba.

El ingreso de Cuba al CAME y el estrechamiento de las relaciones con la URSS trajo otros contenidos. En lo adelante, Fidel Castro haría celebraciones más abiertas de la experiencia del “socialismo real”, pero no del estalinismo, cosa que, por demás, tampoco ocurría de esa manera en la URSS después de 1956, fuese por la “desestalinización”, o por la pervivencia del “Stalinismo sin Stalin”.

El “Diccionario de pensamientos de Fidel Castro” (2008), no menciona el término stalinismo como parte de su pensamiento. En los últimos años de su vida pública, Fidel Castro le comentó a Ignacio Ramonet (2006): “El fenómeno del estalinismo no se dio aquí; no se conoció nunca en nuestro país un fenómeno de esa naturaleza de abuso de poder, de autoridad, de culto a la personalidad, de estatuas, etcétera.” En una reflexión sobre Lula da Silva, Fidel listó críticamente hechos cometidos por Stalin.

¿Y Raúl Castro? ¿Y el liderazgo actual más joven?

El pensamiento de Raúl Castro ha sido mucho menos estudiado que el de Fidel y el del Che. No tiene como contenido la crítica al stalinismo ni a la URSS. Usualmente, se le reconocen vínculos con el PSP y continua aceptación y apoyo a la política de aquel país. Nikolái Leonov escribió una biografía (2015) sobre su amigo Raúl —lo son desde 1953—, en la que Leonov no cuestiona varios de los supuestos del stalinismo para la relación con América latina en aquella etapa. Brian Latell (2005) ha asegurado que Jruschov creía “que Raúl había sido su hombre en La Habana”, mientras que Hal Klepak (2012) asegura que Raúl “sigue la tradición cubana, más estrechamente basada en el pensamiento de José Martí que en el de Marx, Lenin, o Stalin”.

Las generaciones actuales que vienen sucediendo al “liderazgo histórico” de la Revolución, como el presidente Miguel M. Díaz-Canel Bermúdez, no tienen el stalinismo, ni la reflexión sobre él, dentro de su vocabulario. Un nuevo capítulo en la interpretación de las relaciones históricas de Cuba con la URSS está por reelaborarse, ahora a través del prisma de las relaciones con Rusia. Una metáfora sobre ello puede encontrarse en el apoyo ruso a la reconstrucción de la cúpula del Capitolio Nacional.

¿Cuál sería un balance, mínimo, de las relaciones entre la URSS y Cuba?

Las discusiones sobre cómo tratar la experiencia soviética y el stalinismo son conocidas como hitos del pensamiento marxista cubano tras 1959. Por ejemplo, los debates del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana contra el uso de los manuales soviéticos, o los intercambios de Alfredo Guevara con Blas Roca en torno al realismo socialista, ambos en los 1960.

Otro tipo de pensamiento de aquella fecha, como los enfoques de Lunes de Revolución, y libros como Los Siervos, de Virgilio Piñera, o Fuera del Juego, de Heberto Padilla, eran claramente antiestalinistas. Luego, el stalinismo tuvo influencia en Cuba, pero un balance reconocería también las resistencias frente a él y el peso de la tradición cultural cubana, y de sus hacedores, en tal resistencia.

La relación con la URSS arrojó ventajas importantes: soporte crucial a la economía nacional, contribución decisiva a la construcción del primer Estado de bienestar en América latina (como ha documentado Hans-Jürgen Burchardt) —por el acceso a derechos sociales, infraestructura cultural y de servicios, etc, — y el apuntalamiento, aún con contradicciones— de la política exterior revolucionaria cubana.

También trajo grandes problemas: seguimiento de un criterio de economía dirigida, sin planificación democrática ni control de los trabajadores sobre el proceso productivo, con grandes niveles de ineficiencia y despilfarro de recursos, y la burocratización de los procesos económicos.

Desde el punto de vista político, apuntaló la noción de “Estado de todo el pueblo”, término que no se asumió en Cuba, pero sí su contenido: limitación del control popular y de las posibilidades de contestación de las decisiones estatales, la sinonimia entre Estado y Revolución, la traducción de nociones como la de “enemigo interno” (por ejemplo, por “contrarrevolucionarios”), la desautorización de la crítica y la autoorganización política y la penalización de toda oposición, junto a la celebración del partido único como exclusiva posibilidad del socialismo.

La fórmula “marxismo-leninismo” —así, con guion— salió del texto constitucional en 2019. La Constitución de 1976 la había empleado como ideología de estado, pero también había incorporado rasgos al sistema del “Poder Popular” ajenos a la experiencia soviética. Lo hecho en 2019 con ese concepto de origen estalinista es un buen camino, pero es sintomático de la larga marcha que ha experimentado la cultura del socialismo soviético en Cuba y de los ritmos que han seguido sus refutaciones.

El gobierno cubano suele acusar a la prensa independiente en la isla de ser “mercenaria del imperio”. Más allá de las visiones simplistas y caricaturescas, la existencia de los planes desestabilizadores de Cuba, con grandes financiamientos estadunidenses para la lucha por “la democracia” y “los derechos humanos”, es un hecho. También conocemos los graves problemas que plantea el capitalismo a la democracia y sus grandes capacidades mediáticas para la exportación de sus ideas. Con el proceso de la “perestroika” en la Unión Soviética fuimos víctimas de una gran manipulación que terminó instaurando el capitalismo más salvaje. Si se piensa en mejorar y democratizar el socialismo cubano, ¿cómo evadir esta trampa?

La política oficial de los Estados Unidos maneja un concepto de democracia que naturaliza el capitalismo como su única posibilidad. Sin embargo, la democracia redistribuye poder, mientras el capitalismo lo concentra. Así vistos, son incompatibles.

La incompatibilidad entre democracia y capitalismo ha sido argumentada no solo por marxistas, sino por un amplio campo de enfoques feministas, antirracistas, ecologistas y decoloniales. Estos encuentran en el patriarcado, la jerarquización racial y la expulsión de costos de producción hacia el ambiente, dinámicas estructurales de reproducción del capitalismo, incompatibles con prácticas de reproducción de la vida humana en condiciones de igual libertad para todos. Para esa lógica, el opuesto del capitalismo no sería alguna clase de socialismo “colectivista”, sino la democracia.

Esto es un ejemplo: si las cadenas capitalistas globales de producción de bienes respetasen en todos sus eslabones los derechos políticos, sociales, laborales y ambientales ya reconocidos a nivel internacional, el resultado sería un crack económico de proporciones inimaginables.

Tal “ineficiencia”, generada por el acceso a derechos, encuentra un enemigo en la democracia concebida incluso en términos tan aceptados como “el derecho a tener derechos”. El historial de los gobiernos estadunidenses contra experiencias democráticas en el mundo, y en específico, en América latina (la Guatemala de Arbenz, la Nicaragua del primer sandinismo, o el Chile de Allende) muestran el tipo de democracia que defienden esas intervenciones.

Los fines de los fondos federales estadunidenses “prodemocracia” no mienten cuando dicen defender la democracia, pero defienden un concepto particular de ella. Si se entiende que la democracia es algo más que blindar el modo capitalista de producción, y de regimentar desde él la vida social, se entienden las críticas a los fines de esos fondos.

La aspiración de una república democrática es la autodeterminación de su comunidad de ciudadanos. Es incongruente plantear esa posibilidad como horizonte, a la vez que aceptar interferencias arbitrarias de otro Estado —para el caso cubano, concretamente los Estados Unidos— sobre la comunidad propia de ciudadanos.

Este argumento se extiende al bloqueo estadunidense, opuesto a la demanda cubana de independencia. En mi criterio, se puede escoger entre apoyar el bloqueo y defender la libertad, pero no se puede defender ambas cosas a la vez. La libertad es incompatible, como mínimo, con las interferencias arbitrarias de terceros. La soberanía nacional es incompatible con cualquier política de intervención unilateral de terceros. En ello, la soberanía debe definirse frente a una política externa de perfil imperialista y hacia la política interna: el soberano tiene que serlo por igual hacia afuera y hacia dentro.

Sin embargo, leemos defensas de ese tipo de fondos federales con el argumento de que contribuyen a combatir a su vez la “ilegitimidad del sistema cubano”. ¿Cuál es tu opinión al respecto?

Una cosa es tener un diagnóstico muy severo sobre el sistema cubano y otra es naturalizar cualquier recurso para enfrentársele. Que todos los caminos conduzcan a Roma es una metáfora, no un imperativo de ética política. Esta trata de compromisos con la cultura democrática y republicana.

El compromiso con la soberanía cubana es un compromiso de naturaleza autotélica: algo que se hace por sí mismo, por su propio mérito y su propia necesidad. No depende del perfil del comportamiento de otros. Responde a la virtud política de la autonomía de la persona y a la tesis de que “los seres humanos son fines y no medios”.

En contraste, las políticas de “cambio de régimen” y de bloqueo/embargo toman a seres humanos —aquí, los cubanos—, como medios para sus fines.

En palabras más simples: si su adversario lo hace mal, no lo mejora a usted hacerlo a su vez mal. Para una cultura democrática, la legitimidad de la meta depende de medios legítimos para alcanzarla. Es lo que hizo Martí: defendió una guerra de “métodos republicanos” como anticipación del desarrollo de la futura república cubana. Es un hecho que hacer en Cuba prensa no estatal comporta serios problemas, pero naturalizar su derecho a existir con financiamiento federal estadunidense es una cuestión diferente.

Y por el lado cubano, ¿cuáles son los problemas que observas en este tema?

El sistema político cubano combate la existencia de un enorme y muy diverso espectro de medios no estatales, confunde medios partidistas con “públicos”, controla en muy alto grado la información pública y castiga de varios modos —desde presiones personales hasta reacción y represión policial— expresiones públicas críticas.

La Constitución cubana (2019) regula solo la “libertad de prensa”, sin considerar el derecho a la comunicación ni a la información dentro de un marco de servicio público. El nuevo texto contiene avances respecto a la Constitución de 1976, y sus reformas. El actual artículo 55 regula que los “medios fundamentales de comunicación social, en cualquiera de sus manifestaciones y soportes, son de propiedad socialista de todo el pueblo o de las organizaciones políticas, sociales y de masas; y no pueden ser objeto de otro tipo de propiedad.”

Por ello, autoriza la existencia de medios no fundamentales de comunicación, que podrían ser, por ejemplo, medios comunitarios o cooperativas, e incluso pequeñas y medianas empresas privadas de comunicación. Es lo mismo que ya se permite en el campo de la economía —no menos estratégico que el de la comunicación—, para el cual se regula la propiedad estatal exclusiva sobre los medios fundamentales de producción, y se deja abierto el resto a otras posibilidades.

Sin embargo, nada de ello aparece hoy como posibilidades a desarrollar como parte de la política nacional de comunicación, en su práctica. Lo que se entiende ahora mismo por socialista en esa política pasa por considerar los medios partidistas como los medios legítimos de comunicación pública, y por promover a los no estatales que reproduzcan por entero el perfil de los primeros.

Rechazar el financiamiento federal estadunidense de los programas “prodemocracia” es necesario. A la vez, es necesario rechazar la forma en que se cubre casi todo el espectro cubano de medios no estatales, por parte del discurso oficial, como si fuesen “dependientes de la agenda del Imperio”. Es necesario, por igual, rechazar el silencio existente sobre los impedimentos para desarrollar el periodismo, incluso el de carácter público, en Cuba.

El compromiso con el derecho a la comunicación pasa por el enfoque de seguridad para el país, pero es imposible reducirlo a esa dimensión, sin renunciar a la existencia misma de ese derecho.

Una de las herramientas preferidas para la manipulación de nuestra conciencia en los años de la “perestroika” fue la famosa frase de la escritora británica Evelyn Hall, adjudicada a veces a Voltaire: “estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Tras vivir el capitalismo en el espacio pos soviético sabemos que nadie “defenderá hasta la muerte” nuestro derecho de expresar ideas incómodas para el poder. ¿Cómo intentar resolver esa manipulación?

Una visión legítima sobre este punto exigiría crear condiciones materiales a la libertad de expresión (para crear y sostener medios de comunicación), ofrecer garantías al derecho a la comunicación y a los comunicadores, proteger el pluralismo en la comunicación como un bien público y un derecho de los ciudadanos, distinguir medios estatales, partidistas y gubernamentales, avanzar en el carácter verdaderamente público de los que lo sean, impedir los monopolios de la comunicación, sin importar su forma de propiedad, promover códigos deontológicos de la profesión para todas las formas de comunicación, y establecer un marco de funcionamiento que incluya la transparencia, la verificabilidad de la información, la rendición de cuentas hacia los públicos, y las posibilidades legales de financiamiento.

Comprendo que se puede responder a lo que digo de este modo: “puede ser, pero nada de esto existe. Luego, ¿qué hacer aquí y ahora más allá de escribir una lista de deseos?” Y también: “¿Acaso no se han intentado mecanismos legítimos de financiamiento, como crowfundings, que por igual han sido hostigados?”

Ante una situación que no parece tener pronta salida, lo honesto es, primero, reconocer la magnitud del daño que causa ese escenario de carencias a los derechos de expresión e información de la ciudadanía cubana, y, luego, potenciar la imaginación política que explore vías ciudadanas para desarrollar el ejercicio de este derecho.

El hecho es que sin considerar todo lo anterior, reducir toda discusión al “financiamiento enemigo” falsea el análisis de este problema. Queda fuera de ese encuadre, por ejemplo, cómo es posible y necesario usar el presupuesto público cubano, y abrir posibilidades legales de soporte financiero, sean propios, de esquemas de cooperación internacional, de mecanismos ciudadanos de financiamiento, y de suscripciones de lectores, para dar expresión a la diversidad nacional en medios de comunicación propios.

En un contexto de actuación política nada pacífico, como es el cubano, varias de las posibilidades anteriores no resultan “neutrales” por sí mismas, y algunas resultan susceptibles de ser mediatizadas. Pero algo hay que hacer. Se trata de un deber de la República con distribuir el poder de tomar la palabra, y darle impulso específico a la visibilidad de las voces más “débiles” (con menos poder y capacidad de expresión).

El derecho a la expresión y a la información tiene que estar en el centro de un programa político que se tome en serio el socialismo. Si la República pretende que el bien común sea una construcción colectiva de sus ciudadanos, debe establecer reglas de juego, y políticas de atribución de recursos, que eviten que la acumulación del derecho a expresarse de unos desposea al conjunto de los otros.

¿Cuáles son el contexto y los principales desafíos ciudadanos en la Cuba de hoy dentro del complejísimo escenario nacional e internacional que vivimos, que no parece presentarnos prontas soluciones?

Primero, Cuba vive un escenario de varias reformas. Es más visible la reforma económica, pero también existe una dentro de lo político.

La Constitución de 2019 sitúa un camino a la reforma que posee legitimidades y problemas. A favor, cuenta con el debate tras el que fue aprobada —no exento de conflictos—, pero también con normativas muy restrictivas, como el Decreto Ley 370, o ha pospuesto la aparición de otras, como la norma de protección de derechos constitucionales y el nuevo Código de Familia.

La reforma económica también cuenta con un proceso de elaboración que le otorga legitimidad —ha sido largamente planificada y consensuada a través de muchos documentos oficiales—, pero también ha mostrado grandes dilaciones, malas decisiones y muchos problemas para enfrentar temas cruciales como la pobreza y la desigualdad.

Que exista un curso comprobable de reformas en el país dice algo sobre la tesis del “inmovilismo” cubano, pero también arroja un amplio número de incertidumbres y serios cuestionamientos sobre la vida social, familiar y personal en el país.

El “régimen cubano”, desde el punto de vista de su organización institucional, es un sistema político que cuenta con más diversidad que la que se le reconoce de modo habitual. Para empezar, el propio Estado cuenta con un sistema de administración pública, con estructuras de gobierno, con sistemas de gestión empresariales, con aparatos de seguridad y policía, con niveles territoriales, que se expresan en común como el “poder revolucionario”, pero que en los hechos cuentan con diferencias de comportamiento, integración social y culturas profesionales.

Desconocer esas diferencias produce visiones del Estado cubano que son poco perceptivas para comprender cómo funcionan políticas reales, y el rango de consensos y disensos que generan. A ello, se le suma la existencia del PCC —único— colocado por la Constitución “por encima” del Estado y un conjunto de instituciones y organizaciones sociales cubanas.

De ese modo, ver el funcionariado cubano en bloque —sea como conjunto de “revolucionarios sacrificados por el pueblo”, o como “banda de corruptos”— no me parece el mejor camino para comprender lo existente, donde hay de unos y hay de otros.

La sociedad cubana actual es diversa, y no tiene frente a sí, por igual, a un Estado completamente homogéneo. Ello significa algo concreto que debiera ser más tomado en cuenta: las críticas a un tipo de política, y a un tipo de instituciones, no suponen en modo alguno, para varias zonas sociales que se relacionan con ese Estado en varias áreas a la vez, la crisis de la legitimidad estatal.

En ese sentido, tal comportamiento no es muy diferente a lo que sucede en otros sistemas políticos, que construyen “zonas de legitimidad” que soportan el conjunto, más allá de las disonancias que le generan sus campos más críticos de funcionamiento.

A nivel cultural, ¿existen muchos cambios en la sociedad cubana actual respecto a las últimas décadas?

La multiplicidad de referentes valorativos en la sociedad cubana —asociados a militancias tradicionales, como políticas o religiosas— se muestra hoy como un campo pluralizado, abigarrado y contradictorio de demandas asentadas en diversas perspectivas (clase, género, raza, religión, ideología), con muy diversa filiación política.

Todo sistema de creencias e intereses busca canales de expresión. Salvo en campos como el religioso —que cuenta con más posibilidades de actuación— otros intereses políticos, sociales y culturales tienen escasos canales legitimados de circulación, que pueden experimentar como injusticia respecto a la posibilidad de representación.

El escenario cubano actual combina al menos tres ámbitos: la repolitización de lo político, la politización de lo social y la socialización de lo político.

Esos ámbitos pueden traducirse así: 1) hay demandas específicamente políticas que desbordan con mucho el cauce institucional que el sistema político ofrece para su representación, 2) hay temas considerados “sociales” que tienen traducciones en agendas políticas (raza, género, desigualdad, etc), y que cuentan con muy escasos canales propios para su despliegue, 3) existe una pluralidad de caminos y recursos dentro de la sociedad civil cubana para exigir y producir política, imposibles de resolver en el par estado-sociedad civil autodefinida oficialmente como “revolucionaria”.

Existe un hiato entre el discurso oficial, los discursos sociales y los mejores referentes internacionales en torno a la capacidad de representar y procesar demandas sociales. La estrategia de tratar como enemigos a los críticos y acortar en función de ello el espectro de con quien se dialoga, tiene resultados políticos muy limitados, porque produce nuevos enemigos, genera más conflictos y acumula descontento.

¿Qué crees que irá sucediendo tras los hechos del 26 y el 27 de noviembre?

Por diversas razones —personales, por la actuación policial, por diferencias internas, etc— es probable que tanto el Movimiento San Isidro (MSI) como el 27N experimenten cambios.

Esto no significaría el fin de lo que comenzó a expresarse en noviembre. De hecho, es probable que nuevos proyectos ciudadanos que ya existen, o los que vayan surgiendo, delimiten más sus campos de demandas, y se hagan más visibles las diferencias existentes entre los protagonistas del pasado noviembre.

También es probable que ese tipo de emergencias aumenten en número.[4] Ello, por la existencia de un contexto “complejo” que combina la crisis económica, el perfil de la reforma, el escenario de la COVID-19, el acumulado de las sanciones de la administración Trump, el tiempo que tomará reencauzar nuevas relaciones con la presidencia de Biden, y la lista de demandas represadas desde antes y después de noviembre.

La estrategia oficial actual no parece proveer grandes respuestas a las consecuencias políticas que puede producir un escenario como ese.

¿Cómo reaccionan las izquierdas cubanas frente a estos acontecimientos?

En el campo de las izquierdas existen demandas de trazar una línea de demarcación con contenidos del MSI. A la vez, algunas de esas izquierdas defenderán cuestiones que también reclamó ese grupo (como libertades de expresión y creación) y defenderán principios que por universales tienen que ser defendidos por sí mismos.

Se trata de principios asimismo autotélicos, defendibles incluso cuando hubiese culpabilidad demostrada, como ocurre con el derecho a la integridad personal y al debido proceso. Ese hecho forma parte de un compromiso mayor con el Derecho como lenguaje de la justicia y con el principio de dignidad del trato a la persona humana.

¿Cómo crees que necesita tratarse la diferencia y el disentimiento hoy en Cuba?

Me parece que requieren de otro prisma de análisis. Violar el marco constitucional no constituye un derecho. Sin embargo, la existencia de un Estado constituido obliga a plantearse el tema de cómo procesar la diferencia en un marco de derechos y deberes dentro de la relación ciudadanía-Estado.

Tras ser encuadrada en un régimen institucional, que tomó nada menos que veinte años establecer y otros cuarenta desplegar, la Revolución es también, en los hechos, un proceso transcrito en un Estado a cuya letra constitucional está obligado.

Si encarna en un régimen institucional, como es el caso, la Revolución tiene que traducirse en derechos, deberes, políticas, ejercibles y exigibles. Si conserva vivo su impulso, puede relanzarlos políticamente como parte de su proyecto.

Lo que no puede hacer es excusar obligaciones del Estado en nombre de la Revolución, y reclamar la legitimidad de su defensa sin relación de dependencia con los derechos ciudadanos. No es posible hacerlo sin cancelar el orden institucional ni sin atentar contra el catálogo de derechos a los que el Estado y la Revolución se deben.

Bajo esta luz debería analizarse el tipo de respuesta estatal que han recibido actores vinculados a los sucesos de noviembre, y cuál es el espacio que tiene la expresión de la diferencia en Cuba. Esto es, plantearse en serio cómo se procesa el pluralismo y la diferencia, cómo se ejerce la resistencia contra lo que se experimenta como injusto, cuál es el espacio legítimo para disentir, y cuál derecho existe a participar del espacio público.

La política intervencionista estadunidense continúa, ¿cómo entender hoy la reacción frente a ella?

Es real la agresión contra Cuba, su Estado y su sociedad. Negarlo, o minimizarlo, falsea ese problema. Desconocer que las estrategias económicas, sociales y políticas cubanas a partir de 1959 han tenido que diseñarse bajo esa presión, es irreal. Colocar todos los problemas nacionales en el Estado desnaturaliza ese dilema.

La enorme asimetría entre los sistemas estadunidense y cubano genera un gran desbalance de poder y de perspectivas, un enorme desbalance en las consecuencias de las relaciones entre ambos gobiernos para sus respectivas naciones. Los Estados Unidos encajaron la derrota de Girón (1961), y continuaron su camino. Sin embargo, una derrota, no ya en el campo militar sino también político, para Cuba en relación con el gobierno estadunidense tiene consecuencias mucho mayores para la vida de la nación cubana. Luego, la percepción de que “cerrar la puerta” de antemano a todo lo que se pueda convertir en derrota es relevante en varios sentidos.

Ante tal posibilidad, por remota que sea, gruesos sectores sociales cubanos, y no solo su sistema político, se “atrincheran” con sus propias razones ante lo que significaría “perderlo todo”. Por otro lado, la noción de “plaza sitiada” deviene también justificación, que impide reclamos democráticos legítimos. Más allá de usos y percepciones, es un hecho que el gobierno estadunidense despliega políticas de amplio espectro hacia Cuba, con objetivos que combinan escalas, como el “cambio de régimen”, junto a proyectos continuos de desestabilización política y de naturalización de su influencia.

Esos objetivos están inscritos en la naturaleza de su sistema, en sus concepciones políticas, en sus necesidades de control de recursos y sus prioridades geopolíticas. No cambian del todo con el cambio de las administraciones. Lo que aparece como tales “continuidades” favorece el endurecimiento del sistema político cubano y gravita sobre un escenario que así se eterniza bajo el epíteto de “complejo”.

Pero los cambios importan mucho a su vez. La elección de Joe Biden traerá varios cursos deseables para Cuba. Respecto a esa administración, las prioridades cubanas deberían ser reconducir el proceso de normalización de relaciones y el debilitamiento — si no fuese posible ya el levantamiento— del bloqueo, más que producir enemigos internos en masa, tarea que ocupa hoy todo el tiempo a algunos actores nacionales.

La posibilidad de modificar el escenario cubano tiene como sujetos, entonces, no solo a los propios del Estado cubano, sino también a la política estadunidense interesada en ser actor interno en la política cubana. Es un hecho que esta última no ha traído más “democracia” para Cuba a lo largo de sesenta años. No es una consigna afirmar que las necesidades democráticas de los cubanos son asunto de los cubanos.

En ese contexto, ¿cómo entiendes la relación entre revolución y contrarrevolución?

La discusión “revolución vs contrarrevolución” requiere encuadrarse, me parece, dentro de un marco cultural que actualice ambas nociones según los referentes de la sociedad cubana de hoy, y no las asigne mecánicamente a la posición que se mantenga respecto al Estado, pues este no posee el monopolio de los valores revolucionarios.

Por poner un ejemplo: la política pública de investigación que ha producido varios candidatos vacunales contra la COVID-19, es un claro ejemplo de compromiso revolucionario del Estado cubano con el soporte a la ciencia básica, y de preponderancia de la salud y la vida humana por encima de lógicas de mercado. Apoyar esa decisión estatal —incluso todas— no es sinónimo de ser revolucionario, desaprobar y ser crítico de decisiones estatales no es sinónimo de ser contrarrevolucionario. Pensar que solo en el Estado habita lo revolucionario, recuerda lo que Gramsci llamaba, críticamente, “estadolatría”.  La actuación política es un derecho. El soberano es el pueblo, no el Estado.

Tú has escrito sobre el enfoque “amigo-enemigo” como contrario a las necesidades democráticas de la política cubana. ¿Puedes abundar sobre ello?

El problema del “enemigo” seguirá siendo un tema. La cuestión está en impedir que la noción del “enemigo” devenga la lógica de toda construcción política.

No hay soluciones democráticas en la lógica “amigo-enemigo”, que entiende la política como guerra. La guerra es su prisma para entender las nociones de pueblo soberano, la resolución de conflictos, la voluntad y la contención del poder, el espacio del adversario, la ética de la ciudadanía, la estructura de la vida social y las dimensiones constitucionales e institucionales. Es una visión estructuralmente antipluralista.

¿Cuáles serían las soluciones democráticas?

Las soluciones democráticas pasan por la relación ciudadanía-estado. Las soluciones socialistas pasan por la configuración popular que adquiera el poder. Ahí se encuentran ambas. Sus posibilidades no pueden estar demarcadas por el espacio que habilite el “enemigo”, sino por las capacidades que produzca la dinámica entre la ciudadanía, lo popular y el Estado a favor de la igualdad política y la igualdad social para el conjunto nacional.[5]

La defensa de la revolución en Cuba, y del socialismo, tiene que ser la defensa de la democracia. Es un programa ambicioso en el mundo actual, en medio de la beligerancia estadunidense y dentro de un sistema global capitalista controlado a favor de las élites, pero aspirar a menos es ya aceptar demasiadas derrotas.

No es suficiente afirmar que la Revolución existe porque “se ha llegado hasta aquí”. Es imperativo identificar con qué cualidad “se ha llegado hasta aquí”, con qué ganas, con que moralidades, con qué derrotas, con cuáles virtudes, con qué tipo de victorias, con cuál significado para sus actores, sobre qué noción de pueblo se basa, y con qué capacidad se cuenta hoy para relanzar y acoger las demandas de libertad y justicia de la actual sociedad cubana.

[1] Publicada originalmente en On Cuba News, en https://oncubanews.com/cuba/la-defensa-de-la-revolucion-es-la-defensa-de-la-democracia-i/?fbclid=IwAR3GkMffCq3moezEgOgeqSlCrJvu7SxFCHcu2E2LzpKRV43yNO4IXgZSt7w

[2] La expresión “Quinquenio Gris” se refiere a un nefasto grave periodo de censura en la cultura cubana, marcada por una visión dogmática y represiva, que marginó a muchos escritores y artistas de los espacios públicos. En gran medida fue rectificada con la creación del Ministerio de Cultura y la designación de Armando Hart como ministro. Para leer más sobre este concepto, es útil este texto de Ambrosio Fornet. (Nota de Oleg Yasinsky).

[3] El poeta Herberto Padilla fue detenido el 20 de marzo de 1971 después de su recital de poemas críticos en la Unión de Escritores. Estuvo preso 38 días. Salió en libertad renegando bajo presión de sus ideas anteriores. Luego, salió del país. Su encarcelamiento significó el primer gran conflicto del gobierno cubano con conocidos intelectuales de izquierda mundial, simpatizantes a la revolución que salieron en defensa de Padilla. Entre ellos, firmantes de esa primera carta mencionada, Julio Cortázar, Simone de Beavoir, Carlos Fuentes, Jean Paul Sartre, Juan Rulfo y otros. (Nota de Oleg Yasinsky).

[4] Este texto estaba entregado cuando ocurrieron los sucesos del pasado 27 de enero frente al MINCULT. He dado mi opinión sobre la saga de acontecimientos que comenzó en noviembre de 2020. (Nota de Julio César Guanche de 28 de enero de 2021).

[5] Entiendo por igualdad política la libertad política con capacidad de autoorganización, de contestación, de creación y de participación respecto a las decisiones estatales, con poder de decisión de los ciudadanos/trabajadores sobre los procesos que afectan sus vidas; y por igualdad social el despliegue de la justicia social, la lucha por la eliminación de la desigualdad y la pobreza, y no alguna clase de igualitarismo represivo. (Nota de Julio César Guanche).