Guerra e Historia: la relación ejército-Estado en el México del 2022

Héctor Báez

Primero aclarar un par de cosas que doy por hecho: 1) Sólo lo que no tiene historia puede definirse; 2) La historia de algo es su concepto.

Recientemente en México se han aprobado reformas constitucionales que, entre varios efectos, los principales han sido establecer una policía militarizada –llamada Guarda Nacional– y ampliar la presencia militar directa hasta 2028 como medida de enfrentamiento al Crimen Organizado –principalmente a los cárteles de la droga–. Una de las reacciones a esto fue señalar el inicio de una militarización en el país, lo cual, si no precisamente errado, sí considero es algo llevará a callejones sin salida.

Hemos desarrollado nuestro pensamiento histórico a través de los siglos, probablemente una persona promedio de la actualidad tenga más sentido del desarrollo histórico que un griego de la antigüedad y que la mirada histórica de un Heródoto sea más fácil de desarrollar hoy día entre personas promedio. Lo que quiero decir es que estamos acostumbrados a buscar el origen de sucesos en la historia, de mirar momentos importantes y llamarlos el inicio de algo, el punto de inflexión, el momento de la transformación… Si bien de una forma general no tiene problema tomar las cosas así, si a eso nos reducimos, a buscar el origen en la historia, muchos fenómenos quedarán mutilados, inconexos e incluso inexplicables. La forma de preguntar sobre un suceso determina nuestro punto de arranque, enfoque y la dirección en que seremos arrojados de forma inicial, por ejemplo, no es igual preguntar ¿por qué en México se está iniciando un proceso de militarización? A preguntar ¿cuáles son las condiciones actuales de la relación ejército-Estado en el México del 2022?La primera pregunta nos desconecta del pasado, hablamos de una militarización que antes no existía, se hablar de poder al ejército que antes no tenía y nos asustan problemas nuevos que antes no había, lo cual, es un error. Se teme que el ejército controle a la población, la intimide y vigile, pero si decimos que es por un nuevo poder del ejército, ¿qué pasa con la masacre de Tlatelolco del 2 de octubre de 1968?, ¿no es una de las expresiones más crudas de cómo el ejército tiene, desde al menos el S XX, un papel de control sobre la población, de protección del Estado? Lo mismo pasa con Ayotzinapa, ¿no había militares infiltrados en grupos estudiantiles para vigilarlos y neutralizarlos de ser necesario? En resumen, si hablamos del inicio de la militarización en lugar de un momento distinto del desarrollo en la relación ejército-Estado, entonces el poder que el ejército ha tenido en control territorial, económico, social y de seguridad sobre la población, al menos desde la época posterior a la Revolución Mexicana, quedará inexplicable, o sólo como eventos aislados del pasado que en realidad no explican nada sobre la situación actual.

Así que ahora tenemos dos eventos que bien o no se relacionan o están uno frente a otro en alguna forma de espejo que muestra lo pasado y lo futuro: por un lado, una masacre de estudiantes a manos del ejército bajo la justificación de la amenaza comunista –la amenaza de un deseo de transformar la forma de producción de la riqueza y satisfacción de necesidades–; por otro un ejército que pasa de una acción bélica directa, a tener un intermediario –la Guardia Nacional– y actuar abiertamente como una industria: organización de la mano de obra para construir aeropuertos, trenes, sistemas de refinación, caminos y así como administrar las ganancias generadas según sus necesidades. Aquí de nuevo nos vemos obligados a plantearnos cuál va a ser nuestra pregunta, ¿estamos presenciando dos eventos aislados, un corte en la historia que separa a la masacre del 68 con el paso sencillo del ejército, en 2022, hacia una organización bélica-industrial?, ¿o presenciamos un nuevo momento en el desarrollo de la dependencia entre Estado, ejército y sistema de producción? Y a esto se debe agregar algo que bien o es un problema a investigar o podría ser una simple curiosidad. Desde 2007 el Estado mexicano declaró una guerra que impuso a gran parte del país una vivencia de terror prácticamente viviendo bajo una ley marcial, bajo el yugo directo del ejército, y desde entonces, hasta 2022 se ha logrado dar una transición de la acción directa de la milicia a aceptar un intermediario por medio de una policía militarizada. Sin embargo, de 2018 a 2022 el ejército ha dado un paso sin problemas, un brinco veloz de una simple organización bélica a una corporación que construye, organiza mano de obra y administra ganancias. ¿Qué luchas de poder impedían una transición del primer caso, por otro lado, cómo el ejército tenía tan rápido las condiciones para portarse como una industria, con una efectividad que envidiaría cualquier capitalista?

Antes de seguir, ahora que es claro estoy hablando del Estado moderno que hace posible el sistema de producción capitalista, debo señalar que estoy dentro de un problema histórico muy cercano a Occidente y a prácticamente toda cultura. Al mirar la historia del capitalismo, tal vez nos veamos tentados a mirar civilizaciones previas como una ruta de escape, como mundos que ofrecía diferentes posibilidades para desarrollarnos más allá que simples engranes en la línea de producción del capital. Sin embargo, si miramos históricamente, tenemos la cuestión de que la violencia y la fuerza siempre han estado en la base de la creación de una civilización. Ya sea el imperio de Atenas, el de Roma, las grandes culturas prehispánicas, los pueblos galos o germánicos, etc. Lo que los ha llevado a generar una cultura, un pueblo, siempre ha tenido su dosis de violencia, muerte, sometimiento y guerra. Así que no es lícito mirar al pasado para reprochar al presente, como si todo tiempo pasado fuese mejor, eso se debe más a cómo nos asfixia la violencia actual al grado de hacernos ver la violencia pasada como un lugar mejor, lo cual en verdad habla mucho del tiempo en que vivimos. Hoy, incluso durante una pandemia se hablaba sobre si era adecuado parar todo, no por si se dejaban de satisfacer necesidades básicas o de emergencia, sino por los efectos en la economía que implicaría frenar líneas de producción o reducirlas para lo esencial, para cubrir las necesidades de la mayoría y dejar en segundo plano la producción de capital para los dueños de la industria. Se hablaba del sacrificio del obrero para que el capitalista no perdiera ganancia y la industria siguiera; el escenario opuesto, reducir la ganancia del capitalista para salvar a las masas de obreros, era una idea loca y peligrosa que ponía en riesgo a la propia civilización actual. Esta violencia, este sacrificio de los obreros por la industria –que se da en una cultura que siente horror por la barbarie de pueblos no-occidentales o que aún tengan pensamiento mágico o no liberal– da cuenta de una forma histórica de la relación entre violencia y Estado, concretamente respecto al Estado moderno. Ya es cuestión de arqueólogos e historiadores explicar cómo alguna civilización particular usó la violencia y la guerra para desarrollarse o establecerse, pero al día de hoy, en el mundo capitalista que está dispuesto a sacrificar a los obreros ya sea en la guerra que alimenta a la industria de las armas o al clima que devora todo, se refuerza cada día, a los ojos de todos, el objetivo del Estado moderno capitalista:

Fijar, sedentizar la fuerza de trabajo, regular el movimiento del flujo de trabajo, asignarle canales y conductos, crear corporaciones en el sentido de organismos, y, para lo demás, recurrir a mano de obra forzosa, reclutada in situ(corvea) o entre los indigentes (talleres de caridad), –esa fue siempre una de las tareas fundamentales del Estado […][1]

Bajo esta mirada podemos analizar el desarrollo de otros fenómenos, como la fuerza creciente del crimen organizado. La droga, venta de armas, trata de personas son acciones ilegales, rompen con lo que establece la ley, sin embargo no alimentan grupos que se opongan ni al Estado ni a la forma de producción capitalista. El crimen organizado genera riqueza descomunal que por medio del lavado de dinero –donde se crean incluso empresas legítimas y se forman fuentes de empleo– es insertada en el mercado formal, aumenta el capital y alimenta a la economía. El Estado no tiene dificultad en generar alianzas con el crimen, usando los cuerpos policiales y militares como organismos para administrar las acciones de un grupo criminal determinado para obtener ganancias y alimentar al sistema de producción, generando así una élite económica de jefes de estado, jefes policiales y militares, además de jefes de grupos criminales que pueden comprar artículos de lujo y estar al nivel de vida de capitalistas legítimos. Se crea una nueva cepa de capitalistas que están entre lo legal e ilegal, pero que no tienen problema en entenderse con sus contrapartes legítimas, pues, gracias al comercio y a la cara universal del dinero, todos somos iguales, así que políticos, capitalistas, criminales, policías y militares pueden convivir como iguales gracias a la unidad económica del sistema de producción.  Así que el crimen organizado bien podría ser una extensión de la acción del Estado capitalista sobre todo aquello que queda en lo ilegal, organizandolo bajo la producción y abriendo nuevas oportunidades de mercado, a la vez que hace que la población desempleada participe de la producción de capital al generar riqueza que al final será reinsertada en los grandes sistemas monetarios.

Por los ríos de sangre y represión que han dejado a su paso las máquinas del capital y del Estado, desde la represión a la gente de Atenco –en nombre del progreso, crecimiento económico y desarrollo– hasta quienes perdieron la vida o sufrieron los embates por “la guerra contra el narco”, se ha hablado en México de caos, desorden. Pero no ha sido así, no hubo desorganización, todo lo contrario, al ver las complejas redes de corrupción que coordinaban a policía, ejército, crimen organizado para la producción, distribución, control y todo lo relacionado que hicieron del crimen una industria, así como la sorprendente eficiencia para manejar recursos monetarios que serían inyectados al sistema legal, se puede ver cuál era el orden imperante: la línea de la industria. El ritmo del sistema de producción se imponía como un orden que buscaba superar las viejas cadenas legales a las que estaba sujeto, abrir camino para alimentar la industria de las armas, las drogas e impulsar el crecimiento económico aparejado con la acumulación de capital en cada vez menos manos. También se buscaba inhibir la acción de la población en general, no sólo por el terror impuesto por la guerra abierta que asesinó a miles, sino por el empobrecimiento de todo esquema público que sirviese para dar algún tipo de autodeterminación, fuerza o desarrollo individual: el sistema de salud y el educativo, entre otros fueron adelgazados enormemente. El sistema no colapsó en un caos, al contrario, mostró de forma más abierta su compromiso con el orden que tanto anhelaba: si se quiere algo, deben establecerse los medios para ello, si se busca reducir al ser humano a un simple engranaje para mover la línea de una industria que genera crecimiento infinito, se debe tener una educación y un entorno que no hagan del ser humano más que un asustadizo capaz de seguir instrucciones, no más, no menos.

Sintomáticas son las reacciones de los intelectuales, políticos, periodistas, empresarios en relación a movimientos como el apoyo a AMLO o las expresiones de molestia en general contra el racismo, la pobreza y el servilismo. Quienes protegen el estado de las cosas se asustan con la polarización, el conflicto, la discusión, exigen gobernabilidad, buenos modales, razón y concordia. Esto muestra qué es lo más temen: masas convertidas en multitudes conscientes de ser una fuerza, de tener capacidad de transformar y crear mundos. No es que, por mucho racismo, clasismo y otras ideas las élites no sean conscientes de la fuerza de la multitud –pues mantener andando el engranaje del capitalismo no es poca cosa–, lo que temen es que nazca cualquier altanería, gozo de sí, cualquier sentimiento de desagrado hacia el servilismo, el vivir para el trabajo sin esperar nada a cambio, en una abnegación sin límites para generar riqueza y admirar a los ricos… Es en momentos donde hay alguna forma de organización o fuerza popular que se haga oír cuando salen a flote los grandes temores de los grupos de poder: el sentimiento de sentirse soberano en los sujetos de la masa, lo que llevaría a una democracia competitiva, donde el desarrollo individual es el medio de enfrentamiento para generar acuerdos, entre sujetos que no les satisfaga la idea de vida como un simple circular de la sangre –pues tanto en el pobre que muere en la calle como en el capitalista que duerme en seda, la sangre fluye–. Lo que anhela el sistema capitalista y el Estado moderno es una democracia simplemente normativa, donde el trabajo en la línea de producción sea la tarea asignada que se acepta de forma indiferente o, en caso de no poder anular la emoción, se acepte como un regalo y una deuda del trabajador para con el propietario que se arriesga da ofrecerle un empleo. Pero quienes buscan esto por su propio interés no son ingenuos, conscientes son de que se necesita una institución bélica del Estado que imponga orden en cualquier arrogancia de masa, un recordatorio siempre amenazante para evitar que se genere una multitud consciente: el ejército.

Escribo buscando una forma diferente de pensamiento histórico, uno que no se atasque en la búsqueda del “origen”, el momento de la explosión de algo que nunca antes había existido, sino que se enfoque más bien en buscar cuáles condiciones están actuando para llevar las cosas a un momento determinado, cuáles fuerzas están activas, trasnformando todo. Principalmente una visión histórica que no nos desconecte de los momentos del pasado y no nos reduzca a espectadores de sucesos que simplemente nacen, sino como sujetos que bien podrían llegar a constituir una fuerza transformadora. Antes de miradas fatalistas sobre el desarrollo de la historia, tal vez podamos ver en los sucesos momentos de una lucha donde podría aumentar la consciencia de fuerza de la multitud y tal vez después desatar su fuerza transformadora, fuerza nada nueva que vieron inteligencias tan diferentes como Maquiavelo, Spinoza y Marx.

Referencias

Gilles, Deleuze y Guattari Félix. Mil Mesetas. Capitalismo y Ezquizofrenia. trad. José Vázquez Pérez y Umbelina Larraceleta. Valencia, Pre-Textos, 2004.           

[1]    Gilles Delueze, Mil Mesetas, p. 374.