El mal menor es el silencio que acuna la barbarie

Gabriel Teles
¿Qué es el “mal menor” en la lucha política sino la prolongación fantasmática de un presente condenado, hasta que el “mal mayor” tenga tiempo de consolidarse y triunfar? Este razonamiento, tan presente en los cálculos políticos del progresismo contemporáneo, es menos una táctica de contención que una forma de administrar la derrota. Ante el avance de las formas más grotescas de la barbarie, la izquierda institucionalizada, en lugar de operar una ruptura, capitula ante el presente y pide paciencia al futuro.
El concepto de “mal menor” actúa como una morfina ideológica. No cura el dolor, apenas lo adormece. Oculta la totalidad del problema y aplaza indefinidamente cualquier transformación radical. Más aún: naturaliza el capitalismo como único horizonte posible. Aquí conviene recordar a Walter Benjamin: “La tradición de los oprimidos nos enseña que el ‘estado de excepción’ en el que vivimos es la regla”. El mal menor es el nombre del estado de excepción normalizado. Es la aceptación de que no hay modo de romper la estructura, solo de mitigarla, preferentemente con buenos modales y gestión técnica.
La política del mal menor nace de la amputación del futuro. El tiempo histórico, reducido a un eterno presente, se convierte en un campo estéril para cualquier gesto de creación. En este sentido, es necesario retomar el diagnóstico benjaminiano del tiempo como construcción, como interrupción del continuo. Benjamin, en sus tesis sobre el concepto de historia, nos ofrece un gesto teórico fundamental: frenar la marcha del progreso, romper la continuidad y hacer del tiempo un campo de disputas.
El presentismo —esa prisión subjetiva y política en el corto plazo de la gestión— convierte el realismo en renuncia. Ya no se trata de transformar el mundo, sino de administrarlo con menos violencia. Pero ¿cómo confiar en quien promete únicamente “no ser tan cruel”? La renuncia al futuro se convierte en método de gobierno. La revolución es desplazada al terreno de la metáfora o de la memoria, y todo proyecto de transformación estructural es ridiculizado como utopía infantil o herencia de un siglo clausurado.
Contra este horizonte bloqueado, Ernst Bloch propone el pensamiento del “todavía-no”. En El Principio Esperanza, Bloch no habla de un optimismo vacío, sino de una esperanza concreta —aquella que emerge de las contradicciones reales de la vida, que se expresa en los sueños populares, en las insurgencias, en los deseos sofocados por la vida cotidiana. Para Bloch, el tiempo no es una línea, sino una hendidura. El futuro se construye en las grietas del presente, en la negatividad de lo que aún no es.
El “mal menor” suprime esa grieta. Exige la renuncia a la esperanza como fuerza material. Desmoviliza el deseo e impone la conciliación como forma suprema de la razón. Pero no hay razón donde no hay horizonte. El “realismo” que presume de aceptar las cosas tal como son es, en realidad, la ideología de quienes han renunciado a transformar el mundo. Es el realismo del conformismo.
Por eso, como enseña Bloch, es necesario pensar con y contra el tiempo. Pensar en función de lo que puede llegar a ser, y no solo de lo que está dado. La esperanza no es evasión, es crítica del presente. Y esta crítica solo puede hacerse a partir del rechazo del “mal menor” como único camino posible.
Marx jamás separó la crítica del presente de la construcción del futuro. Su análisis del capitalismo estuvo siempre atravesado por un horizonte emancipador. En sus palabras: “La tarea no es solo interpretar el mundo, sino transformarlo”. Esto no significa ignorar las contradicciones de lo real, sino leerlas como motores de superación. La crítica marxista es, en este sentido, una crítica armada: no solo señala los problemas, sino que propone el conflicto como camino.
La estrategia del “mal menor” es, en este marco, una negación de la lucha de clases. Al renunciar al antagonismo en nombre de la estabilidad, desactiva el impulso revolucionario y convierte el conflicto en mera gestión. Y, como decía Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, la historia se repite: primero como tragedia, luego como farsa.
En Brasil, la apuesta recurrente por el “mal menor” ha conducido a una conciliación permanente con el rentismo, el agronegocio, las élites coloniales y los intereses imperialistas. En cada elección, reeditamos la opción entre el retroceso y el retroceso apenas más lento. En cada ciclo, se agranda el abismo entre las necesidades populares y los proyectos de poder. Con cada aplazamiento de la ruptura, imaginar lo nuevo se vuelve más difícil.
Esto no significa, evidentemente, que la lucha por demandas inmediatas deba ser abandonada. El desafío del militante revolucionario —hoy más agudo que nunca— es articular la crítica radical del presente con las necesidades concretas del ahora. Es luchar por el pan y por el horizonte. Es ser capaz de disputar lo real sin aceptar su forma actual como definitiva.
La esperanza, en este sentido, no es espera. Es una disposición activa para interrumpir el curso del desastre. Es, como en Benjamin, tirar del freno de emergencia. Y es también, como en Bloch, cultivar los signos del porvenir en los pliegues de lo cotidiano: en la insubordinación, en el rechazo, en la imaginación popular, en la utopía concreta que late en cada ocupación, en cada huelga, en cada gesto de resistencia frente a lo inaceptable.
La tarea hoy es doble: rechazar el “mal menor” como lógica histórica y construir un nuevo realismo —el realismo de lo necesario. Lo posible, al fin y al cabo, siempre es una construcción. Y la transformación radical de la sociedad no es una quimera, sino la única salida concreta ante el colapso social, ambiental y civilizacional.
No se trata, por lo tanto, de sustituir un optimismo ingenuo por un pesimismo ilustrado. Lo que se propone es otra lógica del tiempo, de la política y de la vida. Una lógica que reconozca el sufrimiento del presente sin entregarse a él. Una lógica que rechace a los administradores de la miseria y apueste por la capacidad histórica de los pueblos para crear lo nuevo.
El “mal menor” es el nombre de un tiempo sin salida. Pero la historia no es un destino: está hecha de rupturas, de insurgencias, de destellos. Como relámpagos que rasgan el cielo nocturno, hay momentos en que el futuro se revela como urgencia. Y en esos momentos, no basta con elegir entre dos formas de derrota: es preciso atreverse a vencer.