¿El alma de la nación o una democracia más amplia? Apuntes sobre el papel de la izquierda en un contexto de crisis

Héctor Hernán Díaz Guevara
hectordiaz.historia@gmail.com
Instituto de Investigaciones Históricas
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

Han pasado casi ocho meses desde el asesinato de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis el 25 de mayo de 2020, acontecimiento que disparó en los Estados Unidos una ola de protestas raciales, que se sumaron a las manifestaciones feministas y de inmigrantes, sectores particularmente perseguidos por el discurso del –todavía hoy–  ocupante de la Casa Blanca. Y aunque la pandemia del nuevo coronavirus pareció poner entre paréntesis estas manifestaciones, la carrera electoral con motivo de las elecciones presidenciales del año anterior dieron un nuevo aire a movimientos sociales como el Black Lives Matter, cuyas cabezas más visibles fueron tratadas en su momento como chivos expiatorios por portales de internet como Breitbart, que les acusaban recurrentemente de atentar contra los valores y el espíritu americano.

Irónicamente, fue el señalamiento del robo de este espíritu nacional el que arguyeron los simpatizantes de Donald Trump que el pasado 6 de enero de 2020, cuando irrumpieron en las instalaciones del capitolio en Washington. La derrota de la América blanca se constató, a juicio de los manifestantes, en la victoria de los demócratas en los comicios presidenciales que se ratificó también en su control de las dos cámaras.

Sin embargo, y más allá de la retórica de los derrotados simpatizantes del presidente saliente, creemos que en el crimen contra Floyd de hace varios meses se pueden encontrar varias claves que nos permitan explicar las convulsas escenas de los últimos días pues su asesinato, aún impune, sigue demostrando que el problema que rodea a la democracia norteamericana pasa por la falta de voluntad de un Estado que ha sido incapaz de ampliar su definición de ciudadanía a otros sectores de la población, y donde la mínima posibilidad de que ésto suceda genera airadas reacciones de bloques enteros de la sociedad que se ven amenazados por una ampliación de la democracia hacia las comunidades minoritarias dentro de las que destacan los afroamericanos.[1] Lo que vemos, a casi un año del crimen contra Floyd, es la expresión de una violencia sistémica del Estado en contra de la población más pobre de los Estados Unidos.

Siendo esto así, los negros son la comunidad que históricamente ha representado una mayor población en situación de pobreza en el país, en relación de 24,2% frente a un 11.6% de los blancos; también es la más estigmatizada, pues tienen seis veces más población en las cárceles frente a los blancos; también es la más violentada, debido a que es mucho más probable ser asesinado por la policía si se es afrodescendiente, que si se pertenece a cualquier otra minoría.

Lo que vimos en los brotes de protesta racial, y en el auge del movimiento social en Estados Unidos, es el reclamo de amplios sectores de la sociedad frente a un Estado que ha sido incapaz de incorporarlos correctamente dentro de su estructura social; la reacción de los grupos supremacistas frente a estos movimientos sociales se encuentra alentada por una idea que impide vincular efectivamente dentro del “alma de la nación” a la población afrodescendiente, a la que se le niega ser parte efectiva del proyecto nacional. La ausencia de una salida a esta situación se hizo evidente una vez más dentro de los discursos de los dos contendientes a la presidencia de la potencia norteamericana en las elecciones de noviembre de 2020.

En términos de construcción discursiva, no se presentó un debate en torno a la definición de ciudadanía en los Estados Unidos, que en todo caso se podría resumir en la siguiente aseveración: hay unos ciudadanos más iguales que otros; y esta igualdad viene determinada por el origen étnico, el género y la riqueza, entrecruzándose entre ellos, y generando en el sistema político una democracia excluyente. O donde al menos un porcentaje importante de la población se ha sentido marginada del funcionamiento democrático del país.

La conclusión a la que podemos llegar en este punto es que la desigualdad creciente en el ingreso de las familias norteamericanas se ha sumado a los problemas históricos de segregación racial y la lenta inclusión política de la mujer, haciendo que amplios sectores de la sociedad confíen hoy menos en la democracia que hace una década. La de hoy, no puede ser la misma definición de ciudadanía ni de democracia de hace más de dos siglos pensada por los “padres fundadores”.

En las elecciones presidenciales norteamericanas la discusión derivó en un debate sobre el espíritu fundacional del país The Soul of the American Nation. De esta forma, los comicios terminaron siendo una especie de plebiscito sobre lo que significa ser estadounidense, el debate derivó en una discusión entre dos candidatos que se acusaron mutuamente de haber robado el alma de la nación. El del Partido Demócrata señalando al presidente en turno de polarizar al país y degradar las instituciones, advirtiendo a la ciudadanía que si éste llegase a ser reelegido “alterará para siempre el carácter de esta nación”, tal y como anunció en uno de los videos promocionales de su campaña; mientras su contraparte republicana le acusaba, en un acto de malabarismo inédito, de ser un comunista que planea destruir los valores estadounidenses a través del fomento de la inmigración y el comercio que destruyen los trabajos de los norteamericanos (como si él mismo no promoviera el mismo tipo de tratados comerciales y como si él mismo no fuera descendiente de migrantes). En palabras del mismo Trump pronunciadas en la Convención Nacional Republicana:

Joe Biden no es el Salvador del Espíritu Americano. Él es el destructor de los empleos americanos, y si le dan la oportunidad, él será el destructor de la grandeza de América. (Donald Trump, Full transcription of the Trump’s speech in the Republican National Convention, The New York Times, 8/8/2020)

The Soul of the American Nation se convirtió así un significante flotante, en los términos de Laclau, que remite a una cadena de sentido dentro de un discurso político que puede ser utilizado de forma indistinta por cualquier persona para defender cualquier ideología (Landau, 2006). Esta discusión sobre el alma de la nación ha reemplazado la, esa sí muy vigente, discusión sobre la democracia y la ciudadanía.

Siguiendo con Laclau, la posibilidad de definir el sentido de ese significante, es lo que determina la posibilidad de construir hegemonía. Lo delicado de esta discusión es que ni Joe Biden ni Donald Trump, plantearon en sus campañas una ampliación del sentido de democracia. La propuesta del demócrata se centró en atacar la instrumentalización que la administración de Trump hizo del Estado; sin llegar a plantear nunca la necesidad de cambiar su sentido, pues para ello habría que haber salido de la discusión sobre el espíritu de la nación y centrarse en la disputa por el sentido de la democracia, ampliarla y cambiar su definición como significante vacío para reflejar en ella los reclamos de aquellos que sienten la violencia del Estado como un ataque directo a sus comunidades. Así, faltando pocos días para la posesión de Biden en ninguna de sus declaraciones públicas ha planteado alguna medida que afecte al funcionamiento histórico del Estado, es decir, al sistema que discrimina entre negros y blancos, entre pobres y ricos en el país.

La memoria de Floyd, y de otros tantos más, se convertirá fácilmente en otro expediente si los ciudadanos estadounidenses no insisten en señalar que la crisis actual trasciende las coyunturas electorales y mediáticas inmediatas, y que además tenderá a verse agravada en el futuro inmediato como consecuencia del modelo económico que ha labrado la brecha de desigualdad más grande del mundo occidental. En este punto, es donde la izquierda norteamericana, al igual que la del resto de países occidentales, debería elevar su voz para exigir los cambios políticos y económicos a sus gobiernos que lleven a salvar la democracia; sin embargo, en las todas izquierdistas hay mayoritariamente silencio, pues sus consignas lejos de abrazar una propuesta que altere el orden económico neoliberal parecieran haberse concentrado en discutir entelequias, como la del espíritu de la nación.

La izquierda en su laberinto

La quiebra de la democracia, que tantos titulares ha levantado en todo el mundo, a raíz de la turba que tomó durante varias horas el congreso en Washington el 6 de enero, si quisiéramos analizarla, tal vez no sea necesario dibujar una y otra vez el prolífico perfil de la extrema derecha en Estados Unidos y en el resto de occidente. Nosotros proponemos pensar esta crisis desde la responsabilidad que la propia izquierda tiene dentro de ella, presente en bochornosas escenas en todo el hemisferio –desde el Brexit hasta el fallido referendo por la paz en Colombia–; y aunque la pérdida de la presidencia de Trump pareciera en primer plano ser un retroceso para las derechas mundiales, lejos está de ser una victoria para esa definición de antaño asociada a la izquierda.

En esta lógica, podríamos comenzar por señalar que los problemas actuales de la izquierda pasan porque los movimientos sociales se han limitado a reaccionar frente al accionar del poder sin llegar a denunciar orgánicamente las razones de la injusticia –léase, sin proponer transformaciones económicas o políticas– como la ampliación de la definición de democracia. Así, la denuncia de la injusticia, como en el homicidio de Floyd o en la separación forzada de padres e hijos inmigrantes en la frontera con México[2] se ha quedado limitada a señalar con toda clase de adjetivos a los votantes de la derecha (o de otras facciones de la propia izquierda o del centro), pero manifestándose incapaces de encontrar un modelo de accionar que articule a estos actores progresistas en torno a una acción común.

O, en otras palabras, esto lo que demuestra es que no hay un proyecto de democracia liderado desde la izquierda donde la búsqueda de la unidad no haya significado la renuncia ideológica que permita la referida transformación, privilegiando la unidad como un lugar común carente de articulación de sentido y, por tanto, imposibilitándola para la práctica política. La unidad de la izquierda ha apostado por la creación de plataformas amplias de carácter electoral que, sin embargo, no logran nunca una transformación democrática de la sociedad. El lenguaje de la izquierda pareciera haber dejado de lado la capacidad de accionar habiéndosela dejado a su contraparte histórica (Díaz, 2020).

Dos autores que se encuentran en orillas políticas distintas, Félix Ovejero y Juan Carlos Monedero, ubican en los principios del setenta esta incapacidad de acción de la izquierda política. Ovejero (2018) señala que el infantilismo tomó las toldas de la izquierda desde el 68’ francés, haciendo que esta renunciara definitivamente a las banderas de la ilustración[3] para dejárselas a los liberales. Monedero (2018) por su cuenta, afirma que la izquierda ha perdido las razones por las cuales luchar, “ha perdido la utopía”. Mientras que la derecha encontró en el fomento del individuo consumista a su sujeto de la historia, la izquierda perdió desde la década del setenta su sujeto histórico y también su orientación.

La pérdida de la brújula de la izquierda ha hecho que, desde la crisis del capitalismo de 1970, haya quedado únicamente como elemento de reacción frente a los envites del sistema económico, demostrando una incapacidad de moverse en favor de construir un sistema político que proteja los derechos económicos y civiles de aquellos que históricamente habían sido su electorado de base (como los obreros industriales), dejándolos servidos en bandeja de plata a los discursos de la extrema derecha quienes encontraron en estos sectores un nuevo nicho electoral.

Y mientras la izquierda comenzaba su larga travesía por el desierto, la derecha desde 1975 hallaba el camino para su reorganización atentando contra la democracia; pues en ese año, la comisión trilateral reflexionando sobre la crisis del capitalismo de un lustro atrás, había concluido que los males que aquejaban al mundo occidental eran generados por un exceso de democracia, que impedía el ejercicio del gobierno, conduciéndole a éste a una crisis de gobernabilidad y con ello al debilitamiento institucional, de la autoridad y finalmente a una pérdida de la libertad.

El consejo de esta delegación presentado en The crisis of Democracy (1975), sirvió de sostén político para combinarse con las políticas económicas neoliberales que llevaron a la desigualdad e inequidad que consumen hoy a los Estados Unidos y al otrora bloque occidental. El debilitamiento de la democracia propiciado por el neoliberalismo se tradujo en una reducción del Estado, que trasformó los derechos, por los que históricamente había luchado la izquierda, en privilegios; la deriva de la izquierda llegó a que ésta terminara asumiendo dentro de sus grandes partidos históricos en el mundo occidental el programa neoclásico, al tiempo que limitaba a la izquierda a sacar adelante la agenda de derechos y libertades individuales, olvidando que es incompatible otorgar derechos civiles al tiempo que se privatiza lo público, es decir, que se reduce la democracia.

El Estado, como bien ha señalado Monedero, ha terminado por diseñar una serie de estructuras institucionales para mantener el orden social minando la transformación política: reducir en lugar de ampliar la definición de ciudadanía, que es el sujeto de la democracia, a través de lo que ha venido a bien llamar ‘selectividad estratégica del Estado’, que discrimina por género, raza e ingreso (Monedero, 2018), a quienes van a ser beneficiados de la definición de democracia. La izquierda política en occidente debería actuar sobre este punto, sobre la definición de ciudadanía y democracia, al tiempo que ubica en el andamiaje institucional los mecanismos que impiden la ampliación de estas definiciones para así pasar a la ofensiva en la lucha por nuevos derechos en lugar de ejercer el pensamiento débil descrito por Gianni Vattimo, que alerta de la imposibilidad de una transformación real y aboga por correcciones cosméticas a los problemas, pareciera dominar las discusiones de la izquierda política desde el fin de la Guerra Fría.

Lo anterior ha dejado sin resolver a los marginados por esta selección: por esa razón el problema de los afroamericanos, de las mujeres y de las familias separadas en la frontera ha derivado en el movimiento social del Black Lives Matter, del feminismo, y de los indocumentados e inmigrantes que buscan precisamente ampliar el sentido de la democracia, mostrando que ha sido la reducción de su sentido el que le ha llevado a su actual crisis que se recrudece con la pandemia y el estancamiento económico, haciendo cotidianas las escenas de los mítines y acciones terroristas de grupos de la alt-right, como sucedió durante la toma del capitolio en Washington del 6 de enero de 2021.

La izquierda política, por su parte, debería impulsar una recuperación del lenguaje que le permita interpretarse en un proyecto que actúe en la transformación de las injusticias históricas y que recupere sus significantes concretos que han quedado perdidos desde hace más de cincuenta años, en lugar de perderse en entelequias sobre el alma de las naciones.

Que las acciones de esta izquierda sean la movilización pacífica, la crítica, el debate y la solidaridad, para así tomar nuevamente la iniciativa para articular así una respuesta orgánica que rescate a la democracia de sus enemigos, quienes la han reducido a un lugar común asociado a las elecciones cada cuatro años. El papel de la izquierda debe pasar hoy por ampliar la definición de democracia y vincular a ella los derechos económicos, sociales, de las mujeres, de las minorías y los medioambientales, y comprender que crímenes como el de Floyd se dan cotidianamente por una comprensión estrecha de la democracia. El problema es que mientras este cambio sucede se está preparando un cocktail explosivo que, como vimos en el caso de las víctimas del Covid, se ensaña principal y violentamente con los olvidados de la historia, pues como nos recuerda cada tanto Walter Benjamin “hasta ahora, el enemigo no ha dejado de vencer”.

Bibliografía

Crozier, Michel, Samuel Huntington y Joji Watanuki (1975). The Crisis of Democracy. Report on the Governability of Democracies to the Trilateral Commission. New York:  New York University Press.

Díaz Guevara, Héctor Hernán (2020). “¿Sueña la izquierda con ovejas eléctricas?” Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, Núm. 241., pp. 447- 452.

Landau, Matías (2006). “Laclau, Foucault, Rancière: entre la política y la policía”. Argumentos, Núm. 52, pp. 182- 183.

Monedero, Juan Carlos (2018). La izquierda que asalto el algoritmo. Madrid: Catarata.

Ovejero, Felix (2018). La deriva reaccionaria de la izquierda. España: Página Indómita.

[1] En este punto resulta difícil omitir que la Guerra de Secesión hace siglo y medio se dio precisamente por esta intención de ampliar la definición de ciudadanía a los esclavos negros de las plantaciones algodoneras del sur de los Estados Unidos. Ante ello, no es casual la sobreabundancia de banderas confederadas ingresando al capitolio de Washington.

[2] A nuestro parecer, la única salvedad generalizada a esta parálisis la constituya el movimiento feminista.

[3] Que Ovejero asocia con los ideales izquierdistas.