Colonialismo, neocolonialismo, colonialidad: una elucidación en clave marxista y psicoanalítica
David Pavón-Cuéllar
Lo colonial suele designarse en bloque, de modo indiferenciado, como si fuese algo homogéneo y consensuado. Sin embargo, basta inclinarse un poco sobre el fenómeno para percatarse de que se trata de algo internamente diferenciado, heterogéneo y polémico, tanto en su realidad como en su representación (ver Maldonado-Torres, 2016; Añón, 2021). Lo colonial es y se concibe de formas diversas, entre ellas las que intentaremos elucidar en el presente artículo, de modo parcial y provisional, con el doble apoyo del marxismo y del psicoanálisis.
El empleo de los enfoques marxista y psicoanalítico se justifica porque ambos permiten ir más allá de las evidencias empíricas al estudiar teóricamente aspectos fundamentales de lo colonial que suelen ser ignorados, subestimados o insuficientemente examinados en otras perspectivas. Es el caso, por ejemplo, de lo estructural determinante y sobredeterminante, lo implícito inconsciente, lo contradictorio y divisivo del sujeto, lo traumático y lo pretérito presente, persistente y repetitivo. Especializándose en tales aspectos, el marxismo y el psicoanálisis arrojan una luz nueva sobre lo más oscuro y enigmático en las diversas manifestaciones de lo colonial, particularmente el colonialismo y sus prolongaciones en el neocolonialismo y la colonialidad.
Una posible objeción al abordaje del problema colonial desde las perspectivas marxista y psicoanalítica es que ambas constituirían parte del problema, no sólo por aparecer fuera de Europa como frutos exóticos indisociables de la herencia del colonialismo, sino por brotar y hundir sus raíces en la modernidad europea colonizadora. Sin embargo, en relación con esta modernidad, el psicoanálisis y el marxismo surgen como un retorno crítico y reflexivo de lo moderno europeo sobre sí mismo, así como contra sí mismo, contra sus lados patológicos, irracionales, excesivos, aberrantes, erráticos, ciegos, opresivos y represivos, violentos y destructivos. Es por este retorno que el marxismo y el psicoanálisis pueden ser valiosos aliados en el cuestionamiento de lo colonial
Colonialismo
En su versión moderna, el colonialismo es lo que Europa impuso primero en América, entre el siglo XVI y el XIX, y luego en Asia y África, principalmente entre el siglo XIX y el XX (ver Loomba, 1998; MacQueen, 2014; Osterhammel & Jansen, 2019). Se trata entonces de un fenómeno histórico circunscrito en el tiempo y en el espacio: un fenómeno que no es, para Achille Mbembe (2013), sino “una de las formas en que se manifiesta la pretensión europea de la dominación universal” (p. 91). Es para dominar el universo, para dominarlo y para universalizarse al dominarlo, que Europa lo ha colonizado.
La colonización moderna del mundo es un “proyecto de universalización”, un proyecto equivalente a los que animaron la cristianización y la islamización de grandes regiones del supercontinente euroasiático africano, como también lo ha notado Mbembe (2013, p. 146). El islamismo y el cristianismo son los grandes universalismos que preceden al colonialismo y preparan el terreno para él. Este colonialismo característico de la modernidad es también una forma de universalismo, pero no deja por ello de ser europeo, esencial y originariamente europeo.
Además de ser algo de Europa, el colonialismo es algo del capitalismo. Sabemos que se caracteriza por diversos procesos cuyo denominador común –en los términos de Ania Loomba (1998)– es el de “producir el desequilibrio económico necesario para el crecimiento del capitalismo y la industria en Europa”, de tal modo que “podemos decir que el colonialismo es la partera que asistió al nacimiento del capitalismo europeo” (pp. 9-10). Sólo hay que precisar, con sensibilidad estructuralista, que la estructura capitalista no tarda en convertirse ella misma paradójicamente en la partera de su partera: la que rige y efectúa los procesos coloniales con los que ella misma se forma y se desarrolla, entre ellos la desposesión, ocupación y administración de territorios extranjeros, la sustitución o explotación de poblaciones locales, la expoliación de recursos y la dominación económica, jurídica y sociopolítica.
Si la estructura capitalista se torna la partera de su matriz colonial, es en realidad porque la matriz y la estructura terminan siendo lo mismo: una misma estructura capitalista y colonial que debe estudiarse de modo estructural y no sólohistórico. Desde luego que el capitalismo tiene que historizarse para comprender su origen en el colonialismo, pero si la narración de su historia excluye el análisis de su estructura, entonces –como nos alerta Marx (1858)– nos quedaremos con “la impresión de que debe haber ocurrido previamente una acumulación –una acumulación previa al trabajo y no surgida de éste– por parte del capitalista” (p. 466). Imaginaremos entonces que el capital es algo poseído por un capitalista que existía desde un principio, quizás como señor feudal o como conquistador o colonizador, y que se habría hecho de su capital antes de explotar el trabajo, cuando en realidad el capital no es una posesión pecuniaria más que de forma empírica y derivada, siendo fundamentalmente una estructura y un proceso estructural que posee a los capitalistas, que se personifica en ellos, necesitándolos para hacerse a sí mismo estructuralmente al explotar el trabajo a partir de la acumulación originaria posibilitada por la conquista colonial del mundo. Sin esta conquista, no hay capitalismo, pero sin capitalismo, no hay capital ni capitalista ni consolidación del colonialismo como un aspecto de la estructura capitalista. Con todo, aunque el proceso de acumulación capitalista sea el que termine impulsando y sosteniendo el colonialismo, no habría existido sin la colonización que lo provee de la acumulación originaria de la que brota.
La acumulación originaria, el primer momento del proceso estructural capitalista, ya fue presentida tempranamente por Marx y Engels (1848) al notar cómo “los mercados de la India y China, la colonización de América, el intercambio con las colonias” y otros factores permitieron pasar de la sociedad feudal a la capitalista (p. 112). El capital, como lo aclarará después Marx (1867), tiene su “prehistoria” en la “acumulación originaria” (p. 608), cuando “el botín conquistado fuera de Europa mediante el saqueo descarado, la esclavización y la matanza, refluía a la metrópoli para convertirse aquí en capital” (pp. 640-641). Es por este origen colonial que Marx puede afirmar que “el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies a la cabeza” (p. 646). La violencia colonial es la partera del capital, el cual, desde su nacimiento, despliega la estructura en la que se inserta y opera el orden colonial ya consolidado.
En su forma consumada, el colonialismo forma parte de la estructura global del capitalismo, una estructura con múltiples rasgos distintivos, entre ellos la contradicción principal entre el capital y el trabajo, así como su expresión personal en la división de clases entre burgueses y obreros, propietarios y proletarios, capitalistas y trabajadores. Es la clase capitalista la que termina dominando el orden colonial que se originó bajo el dominio de la clase noble y señorial. En ambos casos, la clase dominante es también la que domina el colonialismo, como bien lo comprendió el guatemalteco Severo Martínez Peláez (1979) al enfatizar que “una sociedad vive una situación colonial cuando es gobernada en función de los intereses de las clases dominantes de una sociedad extraña” (p. 574). No es el conjunto de la sociedad europea, sino sus clases dominantes, primero feudal y luego capitalista, las que expoliaron, explotaron y dominaron las colonias americanas, africanas y asiáticas.
Neocolonialismo
Si la expoliación, la explotación y la dominación características del colonialismo se continúan por otros medios tras las independencias de las antiguas colonias, entonces estamos en el neocolonialismo. Esta continuación del colonialismo después del colonialismo propiamente dicho fue reconocida en Latinoamérica desde hace mucho tiempo, ya desde el siglo XIX, como cuando José Martí (1889) observaba cómo “la Colonia continuó viviendo en la República” (p. 19). Sin embargo, habrá que esperar hasta la segunda mitad del siglo XX para ver aparecer el término de “neocolonialismo”, introducido en 1956 por Jean-Paul Sartre (1964) para designar específicamente una maniobra del sistema colonial para sobreponerse a las independencias de las colonias al “arreglarse” o “reformarse” (pp. 25-48). Es con este mismo sentido que Frantz Fanon (1957) utilizó el término, tan sólo un año después de Sartre, al referirse a una artimaña del colonialismo por la que “prevenía situaciones revolucionarias al introducir en su sistema métodos evolutivos” (p. 463). Al evolucionar para evitar una revolución anticolonial, el colonialismo se tornaría neocolonialismo.
El sistema neocolonial fue definido oficialmente por la Conferencia de Pueblos Africanos en El Cairo, en concordancia con Sartre y Fanon, como “la subsistencia del sistema colonial a pesar del reconocimiento formal de la independencia política en países emergentes que se vuelven las víctimas de una forma sutil e indirecta de dominación por medios políticos, económicos, sociales, militares o técnicos” (All-African Peoples’ Conference, 1961, párr. 2). Estos medios, para Kwame Nkrumah (1965), permiten “perpetuar el colonialismo al mismo tiempo que se habla de libertad” (p. 239). La supuesta libertad es así la continuación del colonialismo por otros medios.
En los términos de Roberto Fernández Retamar, el neocolonialismo es “una nueva manera de no ser independientes” (1971, p. 61). Es una dependencia real tras la apariencia de independencia, un contenido colonial bajo una forma independiente, un régimen colonial en el que “se conservan los atributos formales de la independencia” (1975, pp. 151-152). El sistema colonial se vuelve neocolonial, en efecto, cuando un territorio se ha independizado formalmente, cuando en él cesa entonces el control directo y la ocupación por ejércitos y poblaciones de las metrópolis, pero se mantiene un control indirecto y una dominación estructural de tipo tendencialmente imperialista por el capital concentrado y acumulado en los antiguos centros metropolitanos.
En la dominación estructural imperialista como “fase superior del capitalismo”, tal como fue primeramente conceptualizada por Lenin (1916), el capital financiero y monopolista ejerce un poder implacable sobre los estados nacionales, haciendo que “los países exportadores de capital se repartan el mundo entre sí” (p. 220). El reparto característico del imperialismo comienza entre los siglos XIX y XX, adoptando formas predominantemente coloniales en África, neocoloniales en Latinoamérica y mixtas en Asia, para continuarse hasta el neocolonialismo generalizado en el siglo XXI. En esta fase imperialista, la estructura capitalista sigue siendo la estructura de lo colonial y de lo neocolonial, pero de modo cada vez más depurado, profundo y evidente.
Que el capital sea el sujeto del imperialismo colonial y neocolonial es una evidencia indiscutible para cualquier mirada sagaz, como la de un personaje del indonesio Pramoedya Ananta Toer (1975) que sabe muy bien que “todas las guerras coloniales” de su época “se hacen por los intereses del capital, para asegurar mercados que garanticen más beneficios para el capital europeo”, un capital que se vuelve “todopoderoso” y que decide “el destino de la humanidad” (p. 224). Lo que ya era verdad en el imperialismo de hace medio siglo se vuelve aún más verdadero en la nueva lógica imperialista del siglo XXI. La única mutación importante de los últimos años ha sido la globalización y desterritorialización de un capital cada vez más transnacional (Hardt y Negri, 2000), pero persiste la rivalidad entre naciones o bloques multinacionales como el europeo-estadounidense que se reparten colonialmente el mundo en función del interés de sus capitales, por lo cual, resistiéndonos a la ilusión de novedad, aún debemos dar la razón al Che Guevara (1965) cuando preveía que “el estatus colonial no es sino una consecuencia de la dominación imperialista”, y que por ello, “mientras el imperialismo exista, ejercerá su dominación sobre otros países; esa dominación se llama hoy neocolonialismo” (p. 235).
Una de las primeras y mejores descripciones del sistema neocolonial se encuentra en Frantz Fanon (1961), quien lo presenta como un sistema en el que las potencias europeas “dirigen” a los países africanos y latinoamericanos, los mantienen en un estado permanente de “sujeción”, y acumulan “concesiones y garantías” sobre ellos (p. 161). El Che no tardará en ver aquí un amplio espectro de procesos que van desde las intervenciones militares hasta “la penetración en los países que se liberan políticamente, la ligazón con las nacientes burguesías autóctonas y el desarrollo de una clase burguesa parasitaria y en estrecha alianza con los intereses metropolitanos” (Guevara, 1965, p. 235). Para completar la imagen del neocolonialismo, podemos recordar algunas de las elocuentes protestas de Fidel Castro contra él: por transferir la riqueza de los países subdesarrollados a los desarrollados mediante “inversiones expoliadoras y préstamos leoninos” (1973, párr. 19), por condenar a los pueblos del Tercer Mundo al “control externo de sus recursos naturales, a la imposición financiera de organismos internacionales oficiales y a la precaria situación de sus economías que les merma la plenitud soberana” (1979, párr. 50), y por mantener un “intercambio desigual”, un “saqueo de recursos” y otras “formas de neocolonialismo” que son “a veces peores que los antiguos métodos coloniales” (1992, p. 105).
Además de lo denunciado sucesivamente por Fanon, el Che y Fidel, el sistema neocolonial explica situaciones tan diversas como la correlación entre el desarrollo del Primer Mundo y el subdesarrollo del Tercer Mundo, la dependencia de los países tercermundistas con respecto a los primermundistas, la concentración de capital en las nuevas metrópolis coloniales como Londres o Nueva York, el abismo entre los centros y las periferias globales, el desequilibrio constitutivo de la globalización, la división internacional de clases y del trabajo, la hemorragia de riquezas que fluye incesantemente del Sur Global hacia el Norte Global y las políticas imperialistas e injerencistas de Estados Unidos y de las potencias europeas en Latinoamérica ya desde el siglo XIX o en África y Asia desde mediados del siglo XX. Hay también escenarios complejos en los que hemos visto anudarse el actual neocolonialismo con el viejo colonialismo, como es el caso del Apartheid en Sudáfrica, la ocupación estadounidense de Puerto Rico o la imparable desposesión y exterminación de palestinos en Israel.
Colonialidad
El colonialismo y el neocolonialismo son sistemas objetivos claramente delimitados en los planos histórico y geográfico, así como fundamentalmente económicos, jurídicos y sociopolíticos. Sin embargo, no dejan de trascender sus límites y repercutir en otras esferas, dando lugar a la colonialidad. Esta colonialidad aparece como efecto, reflejo y producto del colonialismo y del neocolonialismo, pero se distingue de ellos por ser una situación menos formal y más fáctica y estructural, más personal y subjetiva, más interior que exterior, más latente que manifiesta, más profunda, soterrada, sutil, difusa, etérea y abarcadora.
El concepto de colonialidad fue originalmente forjado por Aníbal Quijano (1992), quien lo utilizó para describir lo que él consideraba –en sus propios términos– “el modo más general de dominación en el mundo actual” (p. 14). La colonialidad se gesta y se engendra en el colonialismo para después continuarse y consolidarse en el neocolonialismo, pero se distingue de ellos por varios aspectos identificados por Quijano: por dominar el “imaginario” de los colonizados, por ser predominantemente “interna” y no “externa” y por operar más a través de la “seducción” que mediante la “represión”, aunque presuponga una imposición de la cultura europea y una represión de “modos de conocer, de producir conocimiento, de producir perspectivas, imágenes y sistemas de imágenes, símbolos, modos de significación”, así como también “recursos, patrones e instrumentos de expresión” (p. 12). El ámbito cognitivo y expresivo, discursivo y afectivo, es aquel en el que incide una colonialidad concebida por Quijano (2011) como un “padrón de poder” en el que se configuran vectores tan diversos como la dominación racial, clasificaciones y jerarquías racializadas, la reducción de las sociedades colonizadas a poblaciones “campesinas e iletradas”, el despojo de “identidades originales”, objetivaciones propias impedidas y objetivaciones ajenas impuestas, la deshonra del “propio imaginario” y del “propio y previo universo de subjetividad”, la readaptación continua de los valores propios a las “exigencias cambiantes del padrón global de la colonialidad” y la subordinación constante y creciente al “sistema de explotación social” bajo “la hegemonía del capital” (pp. 15-19). Estos vectores no pueden separarse unos de otros, operando generalmente de manera conjunta, coordinándose y articulándose en una situación estructural compleja.
La colonialidad consiste entonces en una configuración de aspectos culturales e ideológicos, imaginarios y simbólicos, subjetivos e intersubjetivos, personales e interpersonales, psicológicos o psicosociales. Entre las múltiples expresiones concretas de esta configuración, podemos referirnos a la hegemonía estadounidense y europea en el mundo, el anclaje cultural particular de la globalización y del universalismo, el eurocentrismo de las escalas internacionales de valores, la sobrevaloración de lo septentrional-occidental correlativa de la infravaloración de lo meridional-oriental, el desprecio de sí mismo y el afán de blanqueamiento cultural del subalterno, la pigmentocracia latinoamericana, la discriminación y segregación de los pueblos originarios en todo el mundo, el desgarramiento interno de los mestizos y el racismo, la xenofobia, el nacionalismo, la islamofobia o el supremacismo en Europa y en Estados Unidos. Aquí también hay múltiples situaciones compuestas en las que se combina la colonialidad con el neocolonialismo, como las políticas migratorias del Primer Mundo, la división internacional entre el trabajo manual del Sur Global y el intelectual del Norte Global, el paternalismo europeo-estadounidense en relación con los demás países, la connivencia golpista entre las oligarquías blancas y el imperialismo yanqui en América Latina, la supuesta cruzada contra el terrorismo islamista o la imposición bélica de la democracia occidental con sus derechos humanos.
La colonialidad no se da sólo en el ámbito de las relaciones entre naciones o regiones planetarias, sino que involucra también aquello que Pablo González Casanova (1969, 1978) identificó bajo el nombre de colonialismo interno, situándolo dentro de los contextos nacionales. En esta formación colonial indisociable de las formas externas de colonialismo y neocolonialismo, las clases sociales están racializadas, favoreciéndose a ciertos grupos a costa de otros en función de su especificidad étnica o cultural. Por ejemplo, en las sociedades latinoamericanas, los blancos y mestizos suelen enriquecerse al empobrecer a los indígenas mediante diversas relaciones coloniales internas que incluyen intercambios comerciales desiguales, despojo de tierras, exclusión, marginación y discriminación.
Una de las mejores ilustraciones latinoamericanas del colonialismo interno es la que Severo Martínez Peláez (1979) nos ofrece en La patria del criollo, en la que se muestra claramente cómo la sociedad guatemalteca siguió siendo colonial tras eliminarse el “factor metropolitano de la estructura colonial”, ya que “se conservaron los otros factores de esa estructura: clase terrateniente dominante, acaparamiento de la tierra por dicha clase y explotación servir de la masa india” (p. 582). Factores como éstos, herederos del colonialismo y correlativos del neocolonialismo, componen tan sólo una faceta visible de la colonialidad: una faceta externa, socioeconómica y relacional o intersubjetiva. No debemos olvidar, empero, que la colonialidad engloba también diversos fenómenos internos, intrasubjetivos o psicosociales, entre ellos los ya mencionados blanqueamiento y desgarramiento interior. Sobra decir que estos fenómenos son de la mayor importancia para el psicoanálisis.
Inconsciente colonial
Los diversos acercamientos psicoanalíticos a lo colonial tienen al menos un denominador común: el de concebir la colonialidad como una configuración fundamentalmente inconsciente (v.g. Fanon, 1952, 1961; Glissant, 1981; Nandy, 1983; Páramo Ortega, 1992; Khanna, 2003; Greedharry, 2008; Lazali, 2021). Como tal, no es ni siquiera evidente para los sujetos que están involucrados en ella. Estos sujetos únicamente la padecen, la obedecen o la escenifican, actuándola de modo constante y decidido, pero no por ello consciente ni voluntario ni deliberado.
Las operaciones coloniales, tal como se conciben en el psicoanálisis, resultan irreductibles tanto a las experiencias de los sujetos como a las acciones de unos sobre otros y a las relaciones intersubjetivas entre ellos. La colonialidad no se reduce aquí a los sujetos que participan en ella, pues implica también un tercero que es el factor fundamental y determinante, el de la estructura colonial en la que se organizan tanto las relaciones entre los sujetos como las relaciones entre las instancias psíquicas de cada uno de ellos: una estructura que adopta diversas formas como las examinadas por Ranjana Khanna (2003): “estructura fantasmática” del deseo (pp. 185-186), “estructura ética y psíquica” de la historia (p. 229) o en general “estructura básica de la vida” y específicamente de “la vida mental”, del “inconsciente” y de la “conciencia subalterna” (p. 242). Sobra decir que esta estructura colonial, estructurando internamente la experiencia y la conciencia, es inasimilable a la esfera empírica de lo que puede conocerse conscientemente, intuirse de manera clara y admitirse con facilidad y sin resistencia.
Resistiendo contra nuestra conciencia y nuestra experiencia, la colonialidad sólo puede reconocerse a través de mediaciones teóricas y conceptuales tan elaboradas, complejas, abstractas y contraintuitivas como las de la doctrina freudiana, pero también como las de la doctrina marxista. Esto parece haber sido columbrado por quienes menos lo imaginaríamos, por Walter Mignolo y Catherine Walsh (2018), cuando equipararon su concepto latinoamericano de “matriz colonial del poder” con los conceptos europeos de “inconsciente” en Freud y “plusvalor” en Marx, pues los tres conceptos, guardando las diferencias, “harían visible aquello que es invisible para el ojo desnudo o no-teórico” (p. 142). Sin discrepar aquí de Mignolo y Walsh, pero alejándonos de su planteamiento, podemos aceptar que la teoría es necesaria para percibir aquello empíricamente inaccesible que es la estructura capitalista, patriarcal y colonial: una estructura que sólo puede inferirse a partir de conceptos como los de plusvalor, inconsciente y colonialidad.
Necesitamos lógicamente conceptos como los del inconsciente y la colonialidad para saber algo sobre aquello colonial que los sujetos viven inconscientemente. Es el caso de la negación y la represión de lo originario, la identificación con lo inferior y subordinado, la idealización de lo europeo, su ensalzamiento como un ideal para el yo, su operación como un componente del superyó, el sentimiento de culpa del sujeto por no ser inmaculadamente blanco o por no estar completamente colonizado y el resultante autocastigo para expiar ya sea la sangre indígena o la inadecuación a la cultura colonizadora. Con respecto a la culpabilidad, Fanon (1961) ya observó que la del colonizado “no es una culpabilidad asumida” y que su efecto de “autodestrucción” es una “conducta de evitación” (pp. 54-55). Evitándose y no pudiendo asumirse, la experiencia culpable del colonialismo y del neocolonialismo nos remite claramente al inconsciente de Freud y Lacan.
Desde una perspectiva lacaniana, el meollo de lo colonial reviste igualmente formas inconscientes. Consideremos, por ejemplo, el aspecto europeo del gran Otro que desea y goza en lugar del no-europeo, la exterioridad colonialmente estructurada en la que existe el sujeto, la resultante alienación de este sujeto en el discurso colonial, su encarnación del significante-amo que lo representa para otros significantes de la colonialidad y su reducción a la condición de objeto fascinante y repulsivo del gran Otro del Norte Global. Dividido entre él mismo como sujeto y el significante u objeto que es para el Otro, el colonizado está desgarrándose entre aquello de él que puede resistir contra la colonialidad y aquello que debe someterse a ella, en tanto que “es un sujeto del inconsciente decolonial tanto como del inconsciente (pos)colonial”, en los términos de Robert Beshara (2019, p. 62). Este desgarramiento interno, como lo veremos, no le permite al sujeto posicionarse de modo exclusivamente decolonial o poscolonial, condenándolo a desgarrarse en una lucha anticolonial.
Así como la colonialidad opera inconscientemente, de igual modo su génesis responde a una lógica inconsciente que podría elucidarse mediante un abordaje psicoanalítico de su vínculo con el colonialismo y el neocolonialismo. Cabe conjeturar que estamos ante un proceso que se desenvuelve inconscientemente cuando hoy en día, como en tiempos de Fanon (1961), el “sistema” colonial y neocolonial confiere su “verdad”, su poder y sus demás “bienes”, a lo colonizador, lo cual, a su vez, “hace y sigue haciendo al colonizado” en el que la colonialidad se ve realizada y subjetivada (p. 40). Si este proceso genético de la colonialidad es inconsciente en el sentido materialista freudiano del término, es en parte porque se desarrolla según el esquema igualmente materialista descubierto por Marx, estando materialmente determinado por la estructura capitalista primero colonial y ahora neocolonial.
Capitalismo colonial
El capitalismo no sólo es el sostén estructural material determinante de la colonialidad, sino que resulta indiscernible de ella. Ni siquiera es posible separar y diferenciar el capitalismo y la civilización moderna occidental. Esto es algo que José Carlos Mariátegui (1928) tenía presente al atribuir los procesos coloniales al “desarrollo de la civilización occidental o, mejor dicho, capitalista” (p. 17). De modo conmutativo, con Roberto Fernández Retamar (1975), podemos hablar del “capitalismo, es decir, el mundo occidental” (p. 163).
Es verdad –como lo ha puntualizado Cedric Robinson (1983)– que históricamente “la civilización europea no es producto del capitalismo”, sino que, por el contrario, el capitalismo aparece en Europa y “sólo puede ser comprendido en este contexto social e histórico de su aparición” (p. 23). Sin embargo, una vez aparecido, el capitalismo tiende a reabsorber y reconstituir el contexto, a subsumirlo realmente y a imprimirle su estructura. El Occidente que nos coloniza es al final el Capital que se expande colonialmente para ampliar sus mercados y sus fuentes de materias primas y de fuerza de trabajo.
El capitalismo se hace pasar por la civilización para legitimarse, racionalizarse y justificarse. La ideología civilizatoria incluye la sotana, la cruz y la biblia con las que se disimulaban la armadura, la espada y el arcabuz de quienes únicamente ansiaban el oro de los indígenas. Atisbar aquí la acumulación primitiva nos permite desenmascarar al capital personificado en el pueblo europeo colonizador y evangelizador: un “pueblo que oprime” y que por ello no puede ser de verdad “civilizado y cristiano”, como lo reconoció, dos años antes de ser asesinado por una maquinación belga-estadounidense, el dirigente anticolonial congolés Patrice Lumumba (1959, p. 13). Lo que Lumumba comprende hacia el final de su vida, cuando la ONU lo traiciona y sólo conserva el apoyo de la Unión Soviética, es que ni la civilización era identificable con Occidente ni el colonialismo terminaría mientras el poder neocolonial del capital continuara ejerciéndose implacablemente sobre las antiguas colonias.
En la medida en que termina siendo asimilable al sistema capitalista, el mundo occidental colonizador puede ser enfrentado con los más potentes recursos anticapitalistas de los que disponemos, que son los de la teoría marxista y la práctica militante comunista, los cuales, por su capacidad para deslindarse del Occidente y oponerse a él, han sido considerados “posoccidentales” por Fernández Retamar (1975, pp. 163-164). El marxismo y el comunismo, junto con la doctrina freudiana y la práctica psicoanalítica, no dejan de ser de las pocas “alternativas” que nos quedan ante la “modernidad capitalista” de la que forma parte el orden colonial desde el siglo XVI hasta ahora (Badiou, 2016, p. 65). Hoy como ayer, para ser verdaderamente anticoloniales, tenemos que ser anticapitalistas, y para ser anticapitalistas de modo efectivo, hay que valernos de los medios que han demostrado ser eficaces ante el capital.
El capitalismo no deja de ser el meollo estructural de la cuestión colonial en la modernidad. Al menos en el mundo moderno, la colonización ha sido un predicado, un acto, un efecto del capital como sujeto y como proceso primero mercantil, después industrial y finalmente financiero. Ha sido el sistema capitalista, como sistema simbólico y económico-político de la cultura occidental moderna, el que ha realizado estructuralmente la colonización, el que se ha desplegado en el colonialismo y en el neocolonialismo, y el que ha sostenido y determinado materialmente la colonialidad.
Ha sido también el capitalismo el que ha impulsado a crear ciertas ideologías racistas modernas, a producir ideológicamente a los negros y a los indígenas en general, a racializarlos con el propósito de saquear sus territorios, destruir sus culturas, esclavizarlos y proletarizarlos, explotar su fuerza de trabajo y excluirlos del producto de la explotación. Al ser todo esto efecto del capitalismo cada vez más globalizado, comprendemos los actuales procesos de “africanización” generalizada y de “volverse-negro del mundo” a los que se ha referido Achille Mbembe (2013, pp. 16-17, 86-87). Después de todo, como también lo ha notado Mbembe, el negro no es en el capitalismo sino un “hombre-mineral” transformado en “hombre-metal” y “hombre-moneda” (pp. 67-68). Esta condición existencial de los negros, compartida ya con los indígenas, podría ser la suerte negra de todos los seres humanos en el sistema capitalista. El capital ennegrece masivamente a la humanidad por lo mismo que tiende a colonizarla, subsumirla y explotarla en su totalidad. Quizás finalmente no haya más que esclavos, proletarios, negros del capital como único amo.
La determinación estructural material económica-política del fenómeno ideológico de la colonialidad con su lógica racial puede comprenderse fácilmente desde la perspectiva marxista. Sin embargo, desde la misma perspectiva, no deberíamos dejar de reconocer dialécticamente ni la precedencia histórica de la raza ni la efectividad estructural de la ideología. Por un lado, con Cedric Robinson (1983), habría que rendirse a la evidencia de una historia en la que el “racialismo” en general, hundiendo sus “raíces” en la “civilización europea” y no sólo en “una era particular”, es algo que “anticipa” y que “impregna inevitablemente” la estructura capitalista, ya que las clases de esta estructura tienen su origen en “grupos étnica y culturalmente” diferenciados (pp. 2-28). Por otro lado, con sensibilidad estructuralista, deberíamos conceder que la persistencia capitalista neocolonial de lo colonial, además de ser determinante “en última instancia” para la colonialidad con su lógica racial, está “sobredeterminada” por la misma colonialidad, la cual, por sí misma, tiene un “índice de eficacia o determinación” para sobredeterminar lo que la determina (Althusser, 1970, pp. 99-101). La colonialidad es aquí un proceso transindividual inconsciente que se revelaría de modo sintomático en diversas manifestaciones experienciales y conductuales de los sujetos del Sur Global, entre ellas algunas de las que posibilitan el neocolonialismo, como la subordinación a los intereses del Norte Global, el apoyo a la injerencia golpista de las potencias imperialistas o la búsqueda frenética de capitales europeos y estadounidenses que puedan saquear los recursos propios.
Colonialismo traumático y repetitivo
Tanto el neocolonialismo como la colonialidad parecen constituir una repetición de aquello del colonialismo que no puede asumirse al elaborarse y recordarse conscientemente. No pudiendo aparecer ante la conciencia, lo traumático de la colonización y del régimen colonial debe repetirse incesantemente a través del neocolonialismo y de la colonialidad que subyace a él: a través de lo no-europeo que se detesta y se desprecia, que se avergüenza de sí mismo, que se reprime y se niega, que se hace tropezar y fracasar, que se condena sistemáticamente a perder y a perderse, que se empobrece y se autodestruye, que se degrada y somete ante lo europeo-estadounidense, que se convierte en su objeto, que lo idealiza, que lo ensalza y lo sobreestima o que se deja dominar y explotar por él. Todo esto es una repetición inconsciente por la que los colonizados voluntariamente se hacen a sí mismos o permiten que se les haga lo mismo que se les hizo por la fuerza cuando se les colonizó en el pasado.
El sujeto acaba sometiéndose inconscientemente a lo mismo traumático de lo que se ha liberado o intenta liberarse conscientemente. En esta situación, tal como la comprende la psicoanalista argelina Karima Lazali (2021), el colonizado “se enfurece contra el hecho de ser aún desposeído mientras que ejecuta sin saberlo su propia desposesión”, de tal modo que se torna “su propio opresor y su enemigo interno en honor a un pacto que ya no recuerda, un pacto sin rastro ni texto”, un pacto que lo paraliza “en un tiempo suspendido que se ha congelado en el momento exacto de su trauma”, de su “trauma colonial” (p. 201). Este pacto simbólico nos deja eternamente atrapados y entrampados en lo real del trauma colonial, manteniendo viva la colonización, asegurando su repetición inconsciente, perpetuando el colonialismo a través del neocolonialismo y de la colonialidad.
Vemos que el colonialismo, el neocolonialismo y la colonialidad no pueden separarse tajantemente al reconceptualizarse desde una perspectiva psicoanalítica. Desde esta perspectiva, la colonialidad y el neocolonialismo son formas en que se repite inconscientemente un colonialismo que no puede pasar y quedar atrás, pues no deja de estar presente al eternizarse a través de una lógica intemporal como la del inconsciente. Esta lógica subyace a una situación donde “el pasado es un presente duradero”, como lo explica Lazali (2021) al mostrar cómo la “herida” colonial “hunde sus raíces en el presente” a través de un “trauma colonial” convertido en “trauma social” (pp. 98-99). Traumatizadas por su colonización, las sociedades quedarían detenidas, paralizadas en el pasado.
La parálisis traumática de las antiguas colonias explicaría su atraso crónico y su “interminable condición de subdesarrollo” para el psicoanalista marxista mexicano Raúl Páramo Ortega (1992), quien también detecta otros efectos del trauma colonial, entre ellos “efectos nocivos” como la “proclividad al fatalismo, a la irresponsabilidad y a la ineficacia”, y “elementos positivos” como “la riqueza de nuestra capacidad expresiva, nuestro talento artístico, nuestro ingenio en las estrategias desarrolladas para sobrevivir, nuestra resistencia a la adversidad” y nuestra “ingeniosa capacidad de improvisación, hija de la astucia y meta del impulso de sobrevivencia” (pp. 65-66, 82-83). Los diversos efectos del trauma colonial constituirían la identidad latinoamericana tal como se la representa Páramo Ortega, como una identidad traumática, traumáticamente engendrada por el “trauma que nos une” (p. 83). Quizás esta unidad identitaria pueda concebirse como otro efecto positivo del trauma colonial, el cual, no pudiendo superarse, nos mantiene unidos en lo más íntimo de nosotros mismos y nos impide separarnos de lo que nos ha constituido traumáticamente.
Que el colonialismo sea un trauma insuperable no excluye que se le transforme al fantasear con él, al historizarlo, al reinterpretarlo y resignificarlo de modo retroactivo. El trauma colonial es lo que habrá sido según la forma fantasmática en que sea experimentado en cada momento. Puede ser así, como hemos visto, la cuna traumática de nuestra identidad africana o latinoamericana, una identidad no sólo colonial, sino potencialmente decolonial y anticolonial.
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