Una rata al horno

Ana C. Gómez

La cara remota sin control en la mano. Supe desde el principio, por leve intuición, que eso podría ser un propósito o una locura. Tardé días en abrir el sobre y saltaron flores de seda dorada dispuestas en un herbario por lo que no eran frescas aunque por apariencia lo eran. Como recién cortadas de la planta.

Debajo de cada pétalo había una gota y lo raro para mi tacto fue al tocarla porque me mojaba. Era un placer. Mis nervios afiebrados, por horas, le ganaban a la razón y sin prejuicios por un caos magnifico me sometí a ese sentir oculto. Luego descubrí una fantasía perversa ante pequeños detalles: oír girar picaporte, escuchar al perro ladrar a la nada, ver las cortinas hacer globos blancos, manchas que aparecían y desaparecían sobre las paredes, olores nauseabundos, ver a la gata, con las orejas paradas, buscando en silencio al igual que yo, un fantasma.

Me asomaba al vacío que se presenta cuando se deja una ubicación cómoda y entras a un lugar perturbador.

Pasó el tiempo y un día, una fuerte sudestada hizo estragos con los árboles. Muchas ramas quedaron en el patio. El tiempo, sin lluvias por unos meses, fue secando ramas que había arrinconado al fondo sin objetivo definido, inconscientemente quizá. Sentía que esa escultura irregular con apariencia de esperpento e inmóvil podía ayudarme. ¿Por mi familiaridad con su procedencia? Quizá.

Un atardecer casi noche, como sin querer queriendo dejé por la mitad el cigarrillo que fumaba y lo tiré a ese ramaje seco. La brisa ayudó y en minutos unas lenguas rojas incendiaban el fondo. En su imparable ardor devoraban el pasto, las plantas, insectos ocultos, caracoles y un trozo de tronco que usaba para ikebanas Mis ojos eran testigo de un espectáculo de fuego como si ese elemento se impusiera sobre la tierra que arrasaba. Ante el poder hipnótico del fuego no hice nada. Dejé todo en brazos de Vulcano. Porque en efecto ese lugar se asemejaba a un volcán en erupción.

De pronto escuché un chillido claro y agudo que me trasladó a la cocina de mi infancia cuando mi madre abrió la puerta del horno. Era una rata grande envuelta en llamas y asaz repugnante. Una bola de fuego dejaba ver lonjas de carne informe y corría desesperada. Rebotaba ciega en el patio desde una pared a otra como pelota. Con los últimos estertores de vida de la rata llamé a los bomberos y la casa fue la imagen de una evacuación a gran escala. El fondo era un barrizal en el que yacía el inmundo roedor que hasta al felino repugnaba. Era algo achicharrado que mostraba solo dos patas y aún seguía emitiendo un chillido insoportable. Los bomberos terminaron la tarea y mientras enrollaban la manguera me miraban con desconfianza.

Aún faltaban detalles. Tomé una máscara improvisada, una bolsa de nylon y me puse los guantes de látex para recoger los restos de cosas que quedaban,  incluida la rata que daba señales con los últimos espasmos. En un relámpago pude ver un ojo de la rata abierto y que allí, en esa bolita negra, estaba concentrado el espanto. 

Esa noche dormí extenuada.  No escuché ruidos raros. Los días siguientes la casa se pobló de sonidos naturales y de silencios que eran pausa de una música relajante. No pude menos que pensar que el fantasma molesto era aquella rata que ingresó a mi casa por intersticios ocultos el día que recibí unas flores doradas.

Es posible haber llegado a esa conclusión tan cerrada para tranquilizar la mente. Poner un punto puede tener un propósito que se acopla a determinadas circunstancias. La luz del tiempo cambia las percepciones de las cosas. La rata fue una maldita coincidencia con aquella que encontró mi madre en el horno de la cocina y el asco que había provocado una rata cocinada. Los elementos confluyeron para que abominara de las flores doradas.