Subir para existir: comunidad y exclusión en El monte de las furias
Francisco Javier Sainz Paz
El monte de las furias es una novela urdida con silencios, heridas y alturas. Fernanda Trías construye en ella un mundo dividido entre quienes pisan la tierra y quienes la sienten vibrar bajo la piel. La historia se articula mediante una doble perspectiva: la de la Montaña y la de la Montañera, dos voces femeninas que, desde distintos planos, revelan una tensión constante entre mujer y mundo, entre expulsión y comunidad. La propuesta narrativa de Trías, escritora uruguaya que ha cimentado un proyecto literario centrado en cuerpos vulnerados —como ya ocurría en La azotea o en Mugre rosa—, insiste en indagar la fragilidad como potencia de pensamiento. Aquí esa fragilidad es elevada, literalmente, hasta convertirse en una forma de resistencia que se escribe contra la lógica del daño.
La Montaña, ser consciente y antiguo, parece hablar desde “el principio de los tiempos”. Sin embargo, su aparición no busca explicarnos la creación ni justificar un orden del universo: lo mítico opera como estrategia artística. Gracias a la psiconarración —esa traducción narrativa de su pensamiento—, la Montaña se humaniza: observa, juzga, se hiere y desea. Su inteligencia se forma a partir del dolor que consume, de la sangre que absorbe, de la muerte que acoge. Esa voz en las alturas dialoga con una tradición literaria de pensamiento elevado —el Altazor de Huidobro o el Primero sueño de Sor Juana—, donde solo quien se eleva puede vislumbrar el mundo en su totalidad. Pero aquí la altura ya no es metáfora del genio ni del desdén aristocrático hacia lo cotidiano: es la posición política de los cuerpos expulsados.
Del otro lado está la Montañera: excluida desde la infancia, sin amor materno, sin escuela, sin comunidad. Su voz en primera persona organiza la narración desde lo cotidiano: el cuaderno es el dispositivo que le permite reconstruirse. Escribir, para ella, no surge de la experiencia extraordinaria sino de la ausencia: “Nada ha pasado… lo único que pasa es esto: mi lucha con las palabras”. En esa lucha se cifra una sensibilidad sin filtro moral; su mirada no busca la comunión con los otros, sino la pertenencia a otro régimen de sociabilidad: la Montaña como refugio colectivo y subjetivo de las que no tienen lugar.
Entre ambas se construye una solidaridad del dolor. Para la Montaña, la sangre es vía de comprensión; para la Montañera, el dolor es método de existencia: “Los buenos tiempos son cuando las quemaduras anteriores alcanzan a sanar antes de que haya otras”. Lo corporal es archivo, señal y memoria. Dolerse es conocer. Dolerse es resistir. La novela sugiere que aquello que la comunidad humana desprecia —cuerpo herido, sensibilidad exacerbada, disidencia afectiva— constituye justamente la materia de una forma de vida no domesticada.
La temporalidad refuerza este vínculo. La Montaña mira la historia como un soplo; la protagonista vive días que se deshacen y se recomponen en la escritura. Los saltos narrativos entre pasado y presente —aparentes torpezas de alguien poco habituada a narrar— funcionan como parte esencial de la estrategia: Trías convierte el divagar de la conciencia en estructura. Así se reconstruye la genealogía afectiva de la Montañera: una abuela que la acoge, una maestra que la niega, una madre que la usa. La violencia es constante, pero nunca grandilocuente.
Aquí radica una de las apuestas más audaces del libro: la violencia es referida sin adjetivos. Ni la prostitución insinuada de la madre ni el abuso ambiguo del Celador ni la aparición de los muertos son conducidos por marcas valorativas. Trías confía en el lector, que debe descifrar la incomodidad y asumir responsabilidad ética en la interpretación. Este silencio que rodea el horror es lo que lo vuelve insoportable. El lector se ve obligado a habitar ese espacio gris donde el dolor no es metáfora, sino experiencia. La novela rehúye la pedagogía de la denuncia para trabajar, en cambio, una poética de la insinuación en la que la ética está en la forma, no en el mensaje.
En lugar de una trama que avanza, la novela privilegia atmósfera y pensamiento. La oscuridad —como en los Nocturnos de Villaurrutia— se presenta como el espacio donde acechan sombra y muerte, pero también donde germina el conocimiento. La Montaña observa todo, como si fuera testigo del tiempo. Y la Montañera, inmóvil en apariencia, viaja en sus pensamientos: “No necesito viajar más que mediante estos pedacitos de mí”, dice. El movimiento está en lo interior. Ese viaje mental se opone a la movilidad masculina que conquista, posee y destruye. Aquí, viajar no es moverse, sino pensarse.
Lo poético surge del coloquialismo: de lo pequeño, lo doméstico y lo directo. La voz no se impone con metáforas solemnes, sino que convierte lo cotidiano en símbolo: una casa chica frente a una montaña inmensa; un cuaderno contra la indiferencia del mundo; la carne herida frente al orden masculino que domina y reduce. Trías pone en suspensión las jerarquías entre lo sublime y lo ordinario para decir: la resistencia también se escribe con migajas.
Todo en El monte de las furias orbita alrededor de una contradicción fundante: la escisión mujer–mundo. Si Lukács pensó en su Teoría de la novela la esción entre hombre y mundo como el drama del hombre ante una sociedad sin espíritu, Trías replantea el dilema desde la experiencia femenina: aquí la exclusión no conduce a la caída trágica, sino a la invención de una comunidad subalterna, una que resiste desde los márgenes sin pedir permiso para existir. La Montañera no es heroína épica ni víctima ejemplar; es figura liminar, alguien que ocupa el intersticio entre lo humano y lo no humano y desde allí fabrica un modo propio de estar en el mundo.
En este punto, la novela se inscribe en un giro contemporáneo donde la literatura latinoamericana ensaya alianzas interespecie, desjerarquiza lo humano y ensancha el campo de lo sensible: la Montaña siente, los animales piensan, los hongos comunican. La humanidad deja de ser el centro del relato para abrirse y contruir una sororidad mineral, vegetal y animal.
Esa perspectiva materialista también es antropológica: la comunidad humana de la que la Montañera proviene se rige por la propiedad, la utilidad y la reproducción social. Las mujeres ocupan en ella un lugar funcional: madres o prostitutas, serviciales o deseables. La Montañera rompe esa lógica no para negarla, sino para sobrevivirla: su cuerpo no reproduce; su deseo no sirve a nadie; su palabra no comunica lo esperable. Por eso es expulsada. Y por eso, al ser expulsada, se vuelve peligrosa: porque crea sentido sin pedir permiso.
Por ello, cuando la Montañera es despojada incluso de su casa, el gesto final es revelador: en lugar de huir hacia abajo, asciende más. Su regreso a la Montaña no es un retorno a la naturaleza idílica, sino una renuncia a la domesticación. Subir escribe un destino. Subir afirma una identidad. Subir inventa futuro.
El Monte de las furias muestra a Fernanda Trías como una autora capaz de explorar con sensibilidad y crudeza la fricción entre la subjetividad femenina y un mundo que insiste en expulsarla. Su novela es una invitación a pensar la subalternidad no como margen del que hay que escapar o de exclusión, sino como territorio desde el cual es posible imaginar nuevas formas de comunidad. Las que no tienen lugar inventan uno.
Esta novela confirma la potencia política de la literatura contemporánea escrita por mujeres: imaginar otras comunidades donde la herida no clausura, sino que empuja a la creación de nuevos modos de habitar el mundo.