La 4T, los medios públicos y la actitud patrimonialista
CE, Intervención y Coyuntura
No cabe duda: los procesos de democratización social no son lineales. Avanzan y retroceden, se bifurcan, se interrumpen. Los gestos progresistas no garantizan transformaciones sostenidas, y a veces, incluso, desembocan en lo contrario de lo que prometían. Sin embargo, el impulso por ampliar la participación política y popular persiste como una corriente subterránea que atraviesa la historia reciente de México. En ese devenir, los medios públicos han sido un terreno de disputa constante: entre la vocación pedagógica y cultural del Estado, y las inercias patrimonialistas que sobreviven en las prácticas de quienes los gestionan.
Entre los riesgos más evidentes de la llamada Cuarta Transformación está precisamente la actitud patrimonialista. En términos sencillos, el patrimonialismo supone la apropiación de los recursos públicos por parte de individuos o grupos que los conciben como una extensión de su influencia personal o política. Es una forma de poder que tiende a disolver la frontera entre lo público y lo privado, entre la función institucional y el interés propio. No hace falta invocar la definición clásica de Max Weber para reconocer este fenómeno: basta observar lo que sucede en ciertos espacios de la televisión pública mexicana, donde esa lógica persiste bajo un barniz progresista.
En el canal 14, el programa Largo Aliento, conducido por Sabina Berman, constituye un ejemplo elocuente de esta práctica patrimonialista. Tras su salida de TV Azteca —empresa del conglomerado de Salinas Pliego—, Berman trasladó su formato de entrevistas a los medios públicos. Sin embargo, más que construir un espacio plural y reflexivo, la conductora ha convertido su programa en una plataforma personal desde la cual denostar a quienes considera adversarios y promover a sus afinidades políticas. Bajo una retórica que se pretende crítica y feminista, y con el recurso reiterado a la denuncia de “los señoros” en cualquier tema, Largo Aliento reitera los tics de la televisión privada: centralidad de la figura mediática, ausencia de debate y sustitución del interés público por la opinión individual.
Durante el proceso interno de Morena para definir la candidatura a jefe de gobierno de la CDMX, el sesgo fue evidente: Berman ignoró la candidatura de Hugo López-Gatell, atacó sin matices la de Omar García Harfuch y respaldó abiertamente a Clara Brugada. Hace unas semanas, incluso, volvió a “lanzar” mediáticamente a la Jefa de Gobierno como figura presidenciable. Pero más preocupante aún fue la censura de una entrevista sobre Gaza, descartada bajo el argumento de que el tema “ya no correspondía a la coyuntura”. Que un conflicto geopolítico abierto desde 1948 se juzgue pasado de moda revela no solo una falta de perspectiva periodística, sino una comprensión profundamente limitada del derecho a la información. Lo que prima ahí no es el interés público, sino el gusto personal y la discrecionalidad.
Ese modo de proceder —decidir los contenidos a partir del “contentillo” de la conductora— evidencia una confusión entre el uso legítimo del espacio público y la apropiación simbólica de los medios del Estado. En lugar de funcionar como vehículos de deliberación democrática, algunos programas reproducen la cultura del privilegio que desde hace décadas caracteriza a la comunicación oficial. La televisión pública, en estos casos, se convierte en un feudo simbólico más: un lugar donde las figuras mediáticas administran la visibilidad de acuerdo con sus afectos, sus lealtades o sus conveniencias.
El patrimonialismo, como forma cultural, no desaparece con el cambio de régimen. Se adapta, muta, adopta otros discursos. El problema no reside solo en Sabina Berman —quien podría ser sustituida mañana por otro rostro con idéntico comportamiento—, sino en la estructura que lo hace posible: la debilidad institucional de los medios públicos, su falta de autonomía real y la persistencia de una lógica cortesana que confunde la afinidad ideológica con el compromiso social. En ese sentido, la 4T no ha logrado construir una política comunicacional distinta: los medios del Estado siguen atrapados entre la función educativa y el uso faccioso, entre la aspiración de servicio público y la vieja tentación del protagonismo individual.
La democratización de los medios no se agota en el acceso o la pluralidad discursiva, sino que exige una transformación de las formas de autoridad cultural y política. No basta con desplazar a las élites tradicionales de la comunicación si las nuevas figuras reproducen los mismos hábitos de exclusión, autopromoción o sectarismo. La democratización requiere institucionalidad, profesionalismo y apertura deliberativa: tres cosas que el patrimonialismo mediático impide por definición.
La televisión pública mexicana, herencia del espíritu aristocrático y centralista de Miguel Alemán, no ha roto del todo con su matriz fundacional. Cambian los nombres y las banderas, pero las relaciones simbólicas de poder permanecen. En el fondo, lo que se discute no es solo un programa o una conductora, sino el sentido mismo de lo público: si seguirá siendo un botín para reproducir prestigios personales, o si podrá convertirse en un verdadero espacio común.
Mientras tanto, el patrimonialismo mediático sigue sonriendo frente a cámara, convencido de que servir al público consiste en servirse de él.
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