Juan Gabriel: De los estragos políticos a la exotización de lo popular

Edgar M. Juárez-Salazar[1]

Ridículo es el sentido de la existencia

Leopoldo María Panero

Para que tú al volver no encuentres nada extraño

Corre el año de 1977. Es el mes de julio y Gustavo Díaz Ordaz arriba a Madrid. La capital española recibe al nuevo embajador de México. Una decisión algo apresurada después de la apertura de relaciones entre ambos países a la caída de Franco. En el aeropuerto mismo, Díaz Ordaz concedió, meses antes, una entrevista que se volvería icónica pues dio continuidad a su arenga sobre la salvación de México en los sucesos de octubre de 1968. Acorralado por la prensa, el expresidente atina a decir: “Aquí me tienen, como dicen ahora, en la misma ciudad y con la misma gente”.

La alusión a Juan Gabriel por parte del denostado mandatario es retomada por Carlos Monsiváis en su libro Escenas de pudor y liviandad. En su manuscrito, Monsiváis (2016) define a Juan Gabriel como una institución. Desde sus palabras, el músico michoacano, inmortalizado en Ciudad Juárez, representa a un “ídolo” que no es sino “un convenio multigeneracional, la respuesta emocional a la falta de preguntas sentimentales, una versión difícilmente perfeccionable de la alegría, el espíritu romántico, la suave o agresiva ruptura de la norma” (p. 239).

Juan Gabriel es un verbo irregular. Sólo pudo devenir en ello debido a la supresión de su sustantivo: Alberto Aguilera. Su historia en la música mexicana se nos presenta tan emblemática como indescifrable. Insistente, va de Lecumberri a Bellas Artes. De la pobreza al éxito. La figura del llamado Divo de Juárez no ha dejado de ser un referente irrestricto de la cultura popular de nuestro país. Todos, casi todos, prácticamente todos, los mexicanos hemos coreado, escuchado, denostado o amplificado una canción de su autoría.

Desconozco los motivos inconscientes que me han llevado a escribir algunas palabras sobre Juan Gabriel. Tal vez lo pueda achacar a cierto oportunismo por el próximo estreno de la serie acerca de su vida en la plataforma Netflix. Llevo ya muchos meses con la intención de escribir sobre él. Quizás como una forma de recordar los viajes en carretera en donde mis papás ponían sus cintas en aquel Tsuru blanco. Música que alargaba o acortaba el camino según los ánimos. Lo que sí tengo claro es que la idea me surgió en una noche cuando un par de amigos me invitaron a una reunión que sería develadora. Fue en medio de la enjundia, y los brebajes producidos por la otrora compañía cervecera de los Garza Sada, en los alrededores de la colonia Anzures en la Ciudad de México cuando brotó ese trasfondo melódico bien conocido: Hasta que te conocí

Pecando de ser un pésimo invitado, debo confesar que me resultó algo oprobioso convivir con seguidores del Partido Acción Nacional. En el ir y venir de las melodías juangabrielescas les asesté algunos comentarios a mansalva sobre cómo era posible que conocieran tan bien sus canciones. No podía deducir en qué momento la música de Kraftwerk y Daft Punk había dado paso al Divo de Juárez. Algo en la atmósfera no concordaba. Las respuestas fueron variopintas. Iban desde apologías al artista, a la cultura mexicana y hasta a un nacionalismo recalcitrante. Todos padecemos de malas compañías.

Ese día, mientras la noche avanzaba, aquella cofradía comenzó a demandar más y más canciones de Juan Gabriel a Spotify. En el relativamente breve lapso dedicado al intérprete de La diferencia, se produjo un frenesí tan inexplicable que se pasó del audio al paraíso de la imagen. Por alguna petición insistente, apareció en Youtube la presentación del divo en Bellas Artes en 1990. A Juan Gabriel no es suficiente con escucharlo sino resulta imprescindible sorprenderse con esa extraña erótica, con todo y sus lentejuelas. Emergieron coros absolutos y rostros que fueron de la congoja a la efusividad. Cuatro o cinco canciones después menguaron las aguas y otras melodías pegajosas y chillantes acompañaron la tertulia.

Esa madrugada, camino a casa, escribí dos notas en mi teléfono. Un par de hipótesis para cavilar sobre aquello que había experimentado. Me pregunté qué lleva a las personas, además del alcohol, a sincerar su experiencia sensorial y musical con las palabras de un personaje tan estrepitoso como Juan Gabriel. Poco importa, en última instancia, su afinidad sexual, su variante prospectiva, su extravagancia. Juan Gabriel resulta atrayente a cualquiera que se aventure en el fracaso por descifrar los alcances de la cultura popular. Posiblemente deba ser eso que se siente, aquello afectivo que, de forma afortunada, carece de palabras equilibradas.

Durante el trayecto, en las ambiguas horas que mezclan al borracho y al madrugador como canta Joaquín Sabina, fue inevitable recordar aquella sublime y estrambótica ocasión en que, auspiciado por mis padres, vi a Juan Gabriel en el Auditorio Nacional. En ese momento comprendí, de modo retroactivo y montado en un vehículo sobre la Calzada de Tlalpan que, en efecto, su música y sus palabras sobrepasaban la liturgia de la ebriedad y dan paso al vergonzoso placer de recordar el afianzamiento de la cultura.

Juan Gabriel es un personaje demasiado cercano a las pasiones colectivas. A los sentires de un pueblo que utiliza sus pocas energías restantes para cantar. Poco les importa a las masas si Juan Gabriel fue detenido por elementos de la Agencia Federal de Investigación en el Aeropuerto de Ciudad Juárez en 2005 a causa de sus problemas con el pago de impuestos. [2] Una persecución desatada en el sexenio de Vicente Fox que tiene, como telón de fondo, el histórico apoyo de Juan Gabriel al Partido Revolucionario Institucional (PRI).  

Pese a esos escándalos y vicisitudes, al Divo de Juárez el pueblo le perdonó todo. Y esa indulgencia está embelesada con su música, con sus letras que carcomen el alma y que eluden las primicias fiscales. Pocos son los cantantes que han gozado de las inmensas dadivas multitudinarias. A lo largo de su vida y hasta su muerte, Juan Gabriel recibió un apoyo popular amplísimo. Como menciona el escritor Juan Villoro: “sus letras no fueron tan elaboradas como las de Lara ni tan citables como las de José Alfredo, pero la hondura de su mensaje se incorporó al sentido común”.[3]Juan Gabriel arraiga tan bien en la cultura popular porque da lugar a un velo diferencial entre la existencia y el quedarse agazapado en frases que sirven para ubicar las pasiones en medio de una sociedad silenciadora y acomplejada, como la mexicana.

De cualquier modo, yo te seguiré queriendo

Esa noche con los panistas, entre una desafortunada defensa del cartel inmobiliario y la generalizada validación de la gentrificación blanquecina de la ciudad, di cuenta de algo de lo que nunca me había percatado. Una inquietante lógica política alrededor de la presentación del divo en Bellas Artes más allá de la historia de cercanía entre el cantante y el PRI. Circunstancia que lo llevó a presentarse en uno de los escenarios más elitistas de la cultura nacional. A cantar allí frente a Carlos Salinas de Gortari y su esposa Cecilia Ocelli. Una serie de cuatro conciertos que fueron en beneficio de la Orquesta Sinfónica Nacional y donde adquirir un boleto no sólo era difícil sino costoso.

Una de mis inconsecuentes amistades me habló esa velada de lo importante que resultaba que Juan Gabriel, un músico del pueblo, cantara allí. Me sorprendió, por mis prejuicios, que alguno de esos consocios afirmara una expresión como esa, tan cosmopolita que sonaba a inclusión, tolerancia y apertura. Pero, como no debiera ocurrir, me quedé dudando ante esa afirmación comodina.

Juan Gabriel pertenece a la cultura popular mexicana que ha exaltado además rasgos particulares de la masculinidad dominante. En muchas de sus letras, da cuenta de la repetición cansina del síntoma patológico de algunos amores. Y, en el mismo momento, se convierte en el charro descolocado de la hombría sensacionalista. Si se me permite un certero exabrupto, da continuidad a la figura del jinete que canta sus penas de amor como lo hiciera José Alfredo Jiménez quien, debido a ese suplicio reconocido abiertamente, se aleja de Pedro Infante o Jorge Negrete y, como lo observó el escritor Luis Humberto Crosthwaite (2011), “encontró la manera de abrirle el pecho a los machos más machos para encontrar en ellos las fibras más lloronas y sensibles del corazón” (p. 164).

Las canciones de Juan Gabriel llegaron a convertirse en himnos por el irredento empuje de las mayorías, por las penas que encubren la cercanía y la mutación de las pasiones. En sus piezas permanece la fragilidad y la reivindicación ante lo traumático. En palabras de Gustavo Geirola (1993), la vida de Juan Gabriel destrona la “ortopedia del placer”, lo que “canaliza la sexualidad” y “retorna a lo social y a la cultura desde los márgenes y desde la exclusión” (pp. 233-234). Juan Gabriel deja en suspenso el orden sexualizado que es impuesto a las masas. Surge, en su música, una lectura mundana y singular del amor antes que la grandilocuencia explicativa y obsesa en torno a los asuntos del afecto.

Días después de aquella fiesta, mientras lavaba los trastes, Youtube lanzó en el aleatorio el concierto de Juan Gabriel en Bellas Artes. Culpemos al algoritmo de proyectar su presentación en 2013. En un momento del recital, el divo menciona: “Todos pueden cantar, todos tienen oportunidad de cantar en Bellas Artes”. Así empezaba Juan Gabriel su canción Querida. ¿Era necesaria la aclaración? ¿Todos podemos cantar en Bellas Artes? Me gustaría afirmar que es posible. Sin embargo, bajo las determinaciones clasistas de los espacios de cultura en el país, no todos pueden cantar en Bellas Artes y tampoco todos pudieron acceder a los tres conciertos que brindó allí a lo largo de su carrera.

Juan Gabriel recordó que bildung no es lo mismo que kultur. Que las extensiones culturales pasan una y otra vez bajo las posibilidades de acceso y las determinaciones de quienes detentan el poder. Quienes trazan la línea de lo que puede o no exhibirse en medio de las políticas culturales y sus espacios exquisitos. Ni en esa ocasión en 2013, ni en 1990, hubo una democratización de la cultura. Algo que tampoco ocurrió en su presentación en 1997.

Por el contrario, la cultura popular fue exotizada vía Juan Gabriel en Bellas Artes. De hecho, la presentación de 2013 fue auspiciada, se dice, por Jesús Reyna y César Duarte, gobernadores de los estados de Michoacán y Chihuahua respectivamente. Ambos pertenecían al PRI y fueron perseguidos por la justicia. A ese evento también acudió la esposa del entonces presidente Enrique Peña Nieto. En la historia política, estas situaciones siempre aparecen primero como tragedia y luego como farsa.

De hecho, parece que la serie de presentaciones de 1990 seguía la lógica de los baños de pueblo que una y otra vez protagonizó Carlos Salinas. En el de 2013, el acceso fue abiertamente exclusivo. El espacio fue rentado como un elegante salón de fiestas. En todos los casos, muchos intelectuales se opusieron a la presentación del cantante. No obstante, en los recitales de Juan Gabriel en Bellas Artes, siguió prevaleciendo el clasismo ramplón, del cual, como escribe Enrique Serna (2013), la “sabiduría inculta no suele defenderse” ya que “ni lo necesita, pues lleva las riendas del mundo” (p. 194).

En la biografía de Juan Gabriel se dice que en el concierto de 1990 abundaron las “pieles y vestidos bordados, largos, cortos, demasiado cortos a veces; trajes oscuros, smokings, algunos muy brillantes de tan usados. Alhajas, perfumes, aromas sofisticados, uno que otro demasiado denso o penetrante. La elegancia de algunos contrasta con la informalidad de otros” (Magallanes, 1995, p. 20). Lo que queda como directriz es el estatus culturalista que otorga el recinto. La fascinación por la cultura del palacio. Semejante a la que recriminaba a Andrés Manuel López Obrador vivir en el Palacio Nacional.

La exotización de Juan Gabriel en Bellas Artes es una petulante extracción de lo popular y fue, en el fondo, un evento que permitió, a quienes podían pagar o ser invitados, desabotonarse el corsé de la alta cultura sin el riesgo de ser juzgados. Gozar, en el sentido lacaniano, de escuchar música del pueblo.

Te pareces tanto a mí, que no puedes engañarme

¿Quién le teme a lo popular? Juan Gabriel, lo sabemos, puede parecer en extremo simplista en sus canciones. Pero resulta innegable que su música dio paso, en la clase política y la clase media, a una desbandada de supuesta apertura que ya se comenzaba a percibir con el conocido Naco es chido de Botellita de Jerez. Una apertura que estriba en “un clasismo en buena onda que halla maravilloso lo que hace gente ordinaria, especialmente la más desfavorecida en un mundo desigual” como muestra atinadamente Héctor Villareal.[4]

Para el etnógrafo Victor Segalen (2002) “la sensación de exotismo” reside en “la noción de diferencia, la percepción de la diversidad, el conocimiento de que algo es distinto de uno mismo”. El “poder del exotismo”, nos dice, no es otro que “la capacidad de concebir de otro modo” (p. 19). Juan Gabriel canta el mundo de las clases bajas donde no se tiene dinero ni nada que dar. Lo que se percibe como descentrado y a la vez cercano. Aquello que se encuentra interesante pues, en nuestro mundo de semblante, se enaltece la diferencia del necesitado ya que suena bien y es políticamente correcto estar comprometido con los de abajo. Es congeniar con la retórica del esfuerzo, del salir adelante, que tanto edulcora la ideología pequeñoburguesa.

La exotización va más allá del propio exotismo pues incrementa las formas de desigualdad simulando apertura y una falsa profundidad multicultural e inclusiva. Esta fascinación no es prerrogativa de las clases acomodadas y permea otras manifestaciones culturales. De hecho, la banda de rock Jaguares, antes Caifanes, realizó un cover de Te lo pido por favor de Juan Gabriel. Aunque ya había exotizado a los más rudos rockeros poniéndolos a bailar La Negra Tomasa, en una versión “más” heavy, algunas décadas atrás. Ejemplos de estas astucias musicales exotizantes sobran.

El uso de Juan Gabriel en las clases medias y adineradas es un modo de exotizar la música popular sacando tajada de la recepción multicultural tan de moda en el capitalismo de ficción. Debido a esa inclusión forzada, Juan Gabriel se acepta como un gusto culposo que sólo puede interpretarse bajo circunstancias excepcionales. La música de Juan Gabriel puede resultar exótica y propia de territorios festivos o llevadera con algunos elixires abundantes que derriten hasta al más erudito. Al día siguiente, la resaca se encargará del exabrupto.

Uno de los críticos culturales que más ha cuestionado las presentaciones de Juan Gabriel en Bellas Artes ha sido Víctor Roura. Su detracción es descomunal, compleja, informada y, en gran medida, acertada. Sin embargo, Roura es sutilmente presa, en varios momentos, de la elitización diferencial entre la baja y la alta cultura. En un artículo vuelto a publicar recientemente, Roura recupera diversas entrevistas a críticos e intelectuales respecto del caso Juan Gabriel. Uno de los entrevistados es Paco Ignacio Taibo II quien, ante la insistencia de su interlocutor por lograr una diatriba mordaz hacia la baja cultura y el populismo, le revira: “A mí, te he de decir, no me molesta que un cantante populachero comercial como Juan Gabriel llegue a Bellas Artes. No me molesta en lo más mínimo. Porque Bellas Artes es de todos”.[5]

Responsabilizar al populismo, cuando menos en este caso, es una salida fácil. Mucho más complejo resulta, como ocurre con otras entrevistas y reflexiones del mismo Roura, dar cuenta de la hiperproducción de chatarra televisiva, la generación de políticas culturales a modo o los intereses económicos inevitables en las producciones en masa. El caso de Juan Gabriel, pese a las críticas y a nivel de la industria cultural, resulta más enmarañado que el hiperconsumo generalizado o el buen gusto.

Siempre es sensato dar tiempo al tiempo y rememorar buscando eludir las medias tintas. Es así como resulta mucho más entretenido pensar que una democratización más incisiva de Bellas Artes se produjo en los funerales de Juan Gabriel en 2016. Donde cerca de un millón de personas se encontraron en la esquina de Avenida Juárez y Eje Central para poder pasar un último momento junto a una pequeña urna que contenía sus restos. Pese a la sombra de Rafael Tovar y de Teresa y Marta Sahagún.

Como es conocido, Juan Gabriel tejió una relación cercana y significativa con los gobiernos priistas. Llegando a cantar a favor del candidato presidencial del PRI Francisco Labastida. Una pieza musical digna de olvidarse. Su relación con figuras del poder político fue central en su carrera. La estela de Juan Gabriel intentó generar la fantasía de los políticos como hombres más mundanos que no sólo portaban costosos trajes y asistían a reuniones sofisticadas. Una fallida estrategia que Salinas puso de moda, que Vicente Fox amplificó con sus botas y estilo de ranchero trasnochado y que llegó a la cima del absurdo con Felipe Calderón que abiertamente declaraba su fascinación por Marco Antonio Solís “El Buki” y, en el otro extremo, por Joaquín Sabina, a quien incluso invitó a Los Pinos. El fracaso de todo esto fue debido a que, en el fondo, estos grises mandatarios usaron a la cultura como un pastiche que en sus entrañas les era ajeno.

El caso de Juan Gabriel retrata algo importantísimo que se le escapa a la derecha y el pensamiento elitista. Que la gente de a pie, que escucha con asiduidad a Juan Gabriel, precisa de las cosas más simples. De la claridad y de la falta de certeza. Esto no tiene que ver con la carencia de educación sino con la deformación que producen los ideales intelectualoides de la burguesía imperante.

Juan Gabriel muestra, con simplicidad, la incertidumbre. La inconfesable sensación de que nada cuenta con absoluta convicción o premeditación. Esa es su virtud política y por ello su raigambre en las mayorías populares es indudable. Las masas no esperan solo ideales insípidos y prefabricados requieren también de un poco de alegría ante el robo de la tristeza en un mundo social disímil.

La cuestión en juego, finalmente, es cómo hace Juan Gabriel para unir tantas peripecias y miradas sociales. No sólo es la música sino también el encanto y la evidencia de sus piezas. La potencia de su cercanía con la experiencia del pueblo. Muchos políticos, sobra decirlo, bien pudieran envidiar lo que recibía el Divo de Juárez en sus presentaciones.

¿Habría que aprenderle algo a Juan Gabriel? La verdad es que no. Su misión no es pedagógica. Una expresión cultural no tiene por qué serlo. Tal vez sea suficiente con solo escucharle y disfrutarle. Aplaudir su música y conocerle, quizás, sean los más infalibles homenajes. Cierto es que se trata de cultura popular. Esa cultura que, por lejana a los estándares presuntuosos, fragmenta la esterilidad, la soberbia y el aburrimiento del supuesto buen gusto.

Referencias

Crosthwaite, L. H. (2011). Instrucciones para cruzar la frontera. Tusquets.

Geirola, G. (1993). Juan Gabriel: Cultura popular y sexo de los Ángeles. Latin American Music Review/Revista de Música Latinoamericana, 14(2), 232–267.

Magallanes, E. (1995). Querido Alberto. Aguilar.

Monsiváis, C. (2016). Escenas de pudor y liviandad. Grijalbo.

Segalen, V. (2002). Essay on Exoticism. An Aesthetics of Diversity. Duke University Press.

Serna, E. (2013). Genealogía de la soberbia intelectual. Debolsillo.

[1] Profesor investigador. Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco. Contacto: edgar.jusan@gmail.com

[2] Recuperado de: https://www.proceso.com.mx/reportajes/2016/9/6/al-final-problemas-fiscales-demandas-170148.html

[3] Recuperado de: https://elpais.com/mexico/2023-10-08/juan-gabriel-el-patriotismo-del-corazon.html

[4] Recuperado de: https://letraslibres.com/revista/la-exotizacion-de-los-pobres/

[5] Recuperado de https://sdemergencia.com/2025/06/27/juanga-en-bellas-artes-hace-tres-decadas-y-media/