Gentrificación, xenofobia y clases sociales

Marco Antonio Molina Zamora

UAM Xochimilco

Se dice por ahí que el capital no tiene patria. No lo dijo literalmente Marx, pero es una idea que se deriva de sus escritos. Recientemente vimos una marcha contra la gentrificación en la Ciudad de México. Lo que originalmente era una marcha justa contra un proceso global que se ve en las principales ciudades del mundo, se convirtió, en algunos, en una lista de consignas xenófobas en contra de extranjeros, y en el ataque y pintas a negocios de la zona. Esto debe entenderse en un contexto social mayor, para no distraerse y quedarse sólo en la superficie. El problema no son los extranjeros, ni el problema —como en otras ocasiones— son los vidrios rotos.

A nivel internacional, hemos visto en los últimos meses videos y noticias de persecuciones a migrantes, principalmente mexicanos, en EEUU. Ejecutadas por agentes de la agencia antiinmigrante (Immigration and Costumes Enforcement, ICE) pero también, lo que lo vuelve más humillante y exacerba los ánimos nacionalistas, ejecutadas por cazarrecompensas, legales en EEUU, a quienes se les paga una buena cantidad económica por cada migrante entregado y deportado. Las detenciones se realizan sin seguir ningún protocolo; es el uso de la fuerza de quienes actúan con prepotencia, protegidos por mascadas en el rostro, pasamontañas y la impunidad institucional. Se sabe que hay casos de gente deportada que cuenta con estancia legal o incluso la ciudadanía, pero que no coincide con los rasgos raciales que las autoridades federales y una buena parte de sus votantes esperan. Esto molesta a los usuarios de redes sociales en nuestro país y abona a lo que vimos en la marcha.

En México, circulan noticias en redes sociales sobre diversos casos de individuos actuando con total prepotencia frente a nacionales, en diferentes lugares: extranjeros corriendo de los espacios que consideran su propiedad a bandas de música autóctona, cerrando el acceso de las playas que ellos consideran privadas —como se acostumbra a hacer en California o Miami—, insultando a empleados de negocios locales por no recibir la atención que suponen merecer. Videos que se han vuelto virales y son los más notorios; aunque hay muchas más situaciones similares, cotidianas, menos conocidas pero que siguen un patrón de comportamiento. Las escenas se han ubicado en diversas zonas turísticas, como Oaxaca, Puerto Vallarta y playas mexicanas, en general. Ante dichas acciones —que muestran el racismo y clasismo de manera violenta— las reacciones en redes sociales han sido unánimes. Éstas expresan el descontento de quienes, en carne propia, aunque no haya videos de por medio, han vivido situaciones como las de llegar a algún sitio turístico y encontrarse con un menú en inglés, con precios en dólares, y con el desprecio y discriminación de quienes ahí trabajan, usualmente mexicanos también. Son situaciones cotidianas que se van generalizando y permeando en cada vez más lugares. Y no se necesita viajar para sufrir las consecuencias de la gentrificación. Basta con salir a buscar un departamento cerca de los centros de trabajo: las rentas son cada vez más altas, los requisitos más estrictos. Contra eso se protestaba en la marcha. Pero ese rechazo masivo ya lo hemos visto antes, de manera espontánea y sin tanta organización, en Mazatlán, por ejemplo, y otros puertos turísticos: bandas de música norteña que se juntan para tocar frente a los hoteles o casas en las que se ha sufrido algún agravio.

El problema es cuando esas expresiones legítimas y justificadas de rechazo se tornan xenófobas. Porque no es un problema de nacionalidades, es un problema de clases sociales. La gentrificación es la llegada repentina de grupos con mayor poder adquisitivo que, al tener la capacidad para pagarlos, encarecen los servicios, las rentas y modifican el entorno de la zona que comienzan a habitar, a partir de la demanda de bienes y servicios específicos. Antes de la llegada de los nómadas digitales, proceso acelerado por la pandemia, por ejemplo, ya se veía la llegada de los llamados hipsters a zonas populares de algunas ciudades de México. No sólo aumentaban las rentas de los departamentos, también de los locales comerciales, que ahora ofrecían café de autor y cervezas artesanales a precios muy alejados de los bolsillos de sus vecinos. Y esos hispters no eran extranjeros, eran mexicanos con sueldos y cultura por arriba del promedio, con gustos refinados y caros –fundamentales porque son la mejor expresión de su status. Lo mismo ocurre cuando los chilangos —los nacidos en la Ciudad de México— migran repentinamente a ciudades de otros estados, como ha ocurrido en fracasados intentos de descentralización administrativa del gobierno federal, en diferentes administraciones. No es la migración espontánea que se da comúnmente entre asentamientos humanos, sino un proceso forzado por agentes políticos o económicos.

Estos ejemplos sirven para demostrar que es un problema sistémico, que tiene que ver con la desigualdad, con el desequilibro económico entre los que llegan y los que ya estaban. Con la incapacidad de unos para acceder al nivel de gastos del otro. Por eso es tan peligroso que las protestas adquieran tintes chauvinistas. Porque no sólo se tornan violentas, sino que se desvía la atención de las verdaderas causas: del mercado inmobiliario y de las inequidades salariales. Y se vuelve una lucha entre individuos, como le conviene al sistema que se crea.

La gentrificación, como ya se dijo, es un problema de clase social pero, como ocurre algunas veces, la clase también está asociada con grupos racializados. Si este fenómeno es producto del capitalismo, no es de extrañar que algunos de los ejemplos más salvajes se den precisamente en EEUU. Ocurre en Hawái y Puerto Rico, entre ciudadanos norteamericanos, pero está asociada con la raza –los hawaianos autóctonos y los latinos contra los anglosajones blancos (WASP)—y, a veces parece, configura ciudadanías de segunda clase. Los pobladores originarios han sido despojados y desplazados de sus respectivas islas y terminan viviendo en las grandes ciudades norteamericanas del continente, incluso como homeless.

En este contexto, es comprensible entonces que el descontento de la población local encuentre su cauce en explosiones individuales o expresiones colectivas, como la reciente marcha de la Ciudad de México o las protestas de bandas norteñas en Mazatlán. Porque el ingrediente que falta en este coctel es la impunidad. Lo común es que los abusos y humillaciones de parte de los gentrificadores contra las poblaciones originarias cuenten con la complicidad de las autoridades. Éstas únicamente actúan cuando la presión social es resultado de videos virales en redes sociales. Si no hay videos, las quejas y denuncias contra los miembros de las clases superiores no prosperan, no tienen consecuencias legales. La viralidad de los videos es directamente proporcional a la molestia que genera en la población. Y la respuesta de las autoridades, a su vez, es directamente proporcional a la viralidad de los videos.

Pero la molestia, por más que esté justificada, no debe confundirnos. La lucha no es contra los individuos, extranjeros o nacionales, es contra el sistema que perpetúa y acentúa la desigualdad. No debemos caer en la xenofobia o el chauvinismo. Ése es un discurso que no ayuda en nada y que entraña grandes peligros, además de las implicaciones éticas que ni siquiera deberían estar a discusión. La xenofobia es la llave de entrada para la ultraderecha. Es el punto de convergencia donde una masa de votantes descontentos vota por las opciones más autoritarias del espectro político. Y las consecuencias de votar por la ultraderecha las estamos viendo en EEUU y Argentina, los ejemplos más graves y tristes de la realidad actual.