Entre/cruzados

Entre/cruzados

Ana Cecilia Gómez

Fue mi ojo el que me engañó con su optimismo/que miraba la luz del sol destellante como un látigo

Delmore Schwartz 

“Me dijeron que aquí. Pero quisiera no haber visto nada más que las manos”* Me dijeron que aquí, cuando el verano se detuvo en marzo.  

No se pudo hacer nada. Residuos de esquirlas en las manos o recuerdos equivocados.  Solo un matrimonio de viejos había visto todo y también los jirones de aquel ejército. Mientras tanto alguien vigilaba en una sala azul (de Prusia) con un poco de sol que llegaba a la mesa con retratos. Recuerdan aquellos dos que los hombres llevaban las cabezas rapadas. Avanzaban sin bandera. Orfandad en el Regimiento.    

Recuerdo cerca de esas manos un vaso con el arma cerca y un paisaje tenebroso”   

Cuenta el matrimonio que un soldado del ejército derrotado había muerto envuelto en la bandera enfrente de una casa cualquiera.    

Cuenta el matrimonio también que en una calle paralela había un cotolengo, un burdel y un hospital de mala muerte. “Son necesarios” cuenta.    

 “Recuerdo que en la casa había varios relojes que registraban la hora de lo que pasaba en los montes, en el Atlántico y en las ciudades. El hombre atento al movimiento de las agujas”   

Cuenta el matrimonio que los hombres del ejército derrotado se dispersaron. Unos soldados mutilados depositados en el cotolengo. Otros inflamados corrieron hacia el burdel, muchos rengos, heridos, ensangrentados, gateando casi, cayeron en el hospital de mala muerte a esperarla entre placebos y sábanas sudadas.     

También recuerdo que a las 17.45 el hombre se asomó a la ventana y al ver aquella escena insoportable llamó a su sierva, le ordenó, con sabia mansedumbre, extenderse como un gato, y como no pudo, sustituyó su órgano por el caño liso del revólver.     

Yo bien recuerdo su cara de goce. A la de la mujer también. Una fiesta manierista con un artefacto. Olor a Estocolmo. Luego, ese mismo caño se lo metió en la boca y a las 18.15 decidió darse a sí mismo el tiro de gracia”   

Cuenta el matrimonio que el general del ejército derrotado mereció el mejor titular de gran   patriota al hacer carne muerta la derrota. Un estrellado epitafio con bronces bruñidos para la Historia.    

Quien escribe recuerda que le dijeron que la guerra podía ser mejor que el desgaste por goteo.    

“Solo   puedo contar en entrecruzada sucesión y con algo de miedo. El sentido de los acontecimientos surge claro en una sucesión. Estamos fritos, pensé”    

La sierva del general nunca habló. Cuentan otros que la llevaron en andas hacia la periferia de la ciudad.  La mujer sierva se salvó por conocer detalles delicados. También cuentan que en los registros se anotaban hechos, gestos, caras, mesas, camas, medicamentos, camiones, soldados. El peso era a granel o más o menos “a ojo de buen cubero”. Parecía.     

Después de aquella escena, quien escribe corrió por la calle desierta. El polvo que ascendía se confundía con el aliento humoso que salía de su boca. El matrimonio que observó desde la ventana ahora estaba en la calle. Y caminaba hacia ella, o sea en sentido inverso. Esa estrecha fila de avance aumentaba con personas que salían de las casas.     

“Con la absoluta certeza que la distancia entre sus palabras y las mías sería irreconciliable para contar el suceso.”  

La pareja y muchos otros tenían certidumbres aprendidas. Ella era una aprendiz iniciada en la lectura de libros que hablaban de la precipitación incómoda de cotolengos, burdeles y de hospitales viejos, platos de tropa, malos dientes. Nunca se supo bien cuál era el remedo, pero lo que flotaba como nube podía serlo. “Hauntologías” dijo un sociólogo en los imparables flujos de discursos. Un sueño que no se alcanza por estar arriba o estar debajo a punto de ser penetrado y el deseante cae de rodillas con rabia.     

“Y tuve más miedo de ese avance en la calle que el miedo que tuve al ser testigo aquella tarde.  No lo dije en voz alta”    

El proceso continúa, aunque el fallo está cantado. La orden para la confección del registro tiene la contundencia de no enumerar formas delicadas.    

Mientras, la ciudad se reorganiza y la vida en ella. Hay gente sentada en los umbrales de las puertas que canturrea, ríe, comenta… automóviles lustrosos por las calles, otros no tanto, perros que ladran con rencor o juegan con niños, olor a perfume y a fritangas, unos comen huesos de gallina y otros   lomo, ventanas abiertas con escotes que redondean los alfeizares, mujeres con bellos zapatos, hombres con camisas blancas, otros con camisetas. La ciudad hierve. Algún inquisidor tizna su cara y sale del escondrijo. Ahora, no antes. Lo que pasó antes tendrá más o menos fuerza en los recuerdos o será evanescente.     

Por lo pronto, la casa del patriota es museo y el arma que utilizó para limpiar su honor expuesta en una vitrina de vidrio limpio.   

“Por algo no lo dije en voz alta. Aprendí a enumerar sin entrar en detalles. Sin demorarme en formas delicadas. Al igual que el hombre que tiene la orden de llevar los registros. Por preservación y tal vez por infructuosa unión con un tendón de artificio comencé a explorar coincidencias entre   las formas terrestres y las del universo. La forma de una flor en la tierra es el espejo de una estrella, la cola del gato un cometa y la cara de muchos, por el sometimiento o vaya a saber por qué un agujero negro que es lo más parecido al culo.

* Juan Carlos Onetti, 1954, Los adioses