Energía en México, las luchas (del) porvenir.
CE, Intervención y Coyuntura
Siendo varios los aspectos de la vida pública que requieren ser transformdos para recuperar el rumbo de la nación mexicana —algunos urgentes, como las reformas del poder judicial y del sistema electoral—, ordenar y controlar la privatización ventajista de los recursos energéticos del país es una necesidad estratégica. Habrá quien proponga (no sin falta de razón) que es prioritario re-nacionalizar el sector. No obstante es necesario entablar un debate al respecto para que, llegado el caso, a los mexicanos no les quede duda de por qué las empresas estratégicas deben ser propiedad de la nación —no de los gobiernos en turno—, y nunca más se vuelva a ceder su propiedad.
El gobierno de la 4T ha planteado en primera instancia que, en lo inmediato, es necesario que la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y Petróleos Mexicanos (Pemex) recuperen la rectoría en materia energética. No faltará a quién le parezca poco, sin embargo ello requerirá de una reforma constitucional para deshacer el enredo que deliberadamente se creó con la llamada «Reforma Energética», acordada por la partidocracia neoliberal. Asimismo, es hasta ahora, con el ascenso del gobierno de la 4T, que se ha logrado el control efectivo de los precios de los combustibles, sin adquirir endeudamiento ni perjudicar los derechos de los trabajadores.
No es sencillo, pero en ese hipotético debate sería interesante escuchar a los defensores del libre mercado tratar de justificar la entrega del patrimonio nacional y el deterioro en que colocaron a CFE y Pemex, a cambio de las promesas vacías de aquella contra-reforma a la Constitución.
Uno de los argumentos utilizados por los privatizadores, sus expertos e intelectuales, fue precisamente la corrupción e ineficiencia de las empresas públicas. ‘Los mexicanos pagan un servicio eléctrico muy caro, directamente a través del recibo por consumo e, indirectamente, mediante sus impuestos’, se aseguraba, repitiendo una y otra vez que diversos ‘subsidios disfrazados y regresivos’ escondían pagos indirectos para sostener la ineficiencia de CFE y Luz y Fuerza del Centro (LyFC) y cubrir los costos de sus costosas nóminas y corruptas dirigencias sindicales.
Ríos de tinta corrieron al respecto en sesudos análisis, libros y artículos de prensa (1). Hoy sabemos que, para subsidios disfrazados, no hubo otros como los que por años se otorgaron a industriales y empresarios, que no pagaban la luz (ni los impuestos, se les condonaban, como un estímulo a su actividad), o a tantos municipios a los que se les perdonaban los adeudos, con grave afectación a las finanzas públicas.
Otro argumento privatizador fue: ‘sin las cuantiosas transferencias del gobierno, esas empresas quebrarían‘; ello, omitiendo mencionar que todas fueron sometidas a un régimen fiscal diseñado para descapitalizarlas, y que tales transferencias no compensaban lo que se les extraía.
No se debe olvidar que tales ideas fueron introyectadas en parte de la sociedad, mediante abrumadoras campañas mediáticas, mediante el control de la llamada opinión pública, léase la prensa al servicio de las corporaciones. Así, no solo desmantelaron a CFE y a Pemex, para hipotéticamente «dotarlas» de una estructura administrativa similar al supuestamente exitoso modelo de una empresa privada, sino que además desaparecieron a la otra empresa paraestatal, Luz y Fuerza del Centro, sin reconocer jamás que la corrupción e ineficiencia que las agobiaba, derivaban en gran medida del mal manejo de sus funcionarios y charros sindicales cómplices, impuestos por el mismo gobierno neoliberal para acabar con ellas. Hoy se ventila en los juzgados que la propia contra-reforma energética fue aprobada mediante sobornos, pasando por encima de la opinión y argumentos de una numerosa oposición que obligaba, cuando menos, a realizar una consulta a la ciudadanía, misma que impidieron.
Mientras, otro tanto ocurría en Pemex, donde el robo de combustibles estaba institucionalizado, ya que fluía desde sus propias instalaciones y se controlaba desde la mismísima torre corporativa. Cuantiosos robos de gasolina, gas e incluso petróleo crudo fueron denunciados por los trabajadores, sin que las sucesivas administraciones hicieran otra cosa que reprimir a los denunciantes. Operaba toda una red de robo y venta clandestina de energéticos, al amparo de los propios funcionarios y de la cúpula sindical.
Es con el gobierno actual, que todas estas fechorías se combaten y previenen, dando como resultado una estabilidad en precios, como hace mucho no se veía. Pero hace falta más. El sometimiento de los energéticos al modelo de libre mercado ha traído como consecuencia que las empresas públicas del sector quedaran a merced de diversos organismos «reguladores», dedicados a impedir la rectoría del estado en la materia para proteger la economía nacional. Por ello hay que modificar la Constitución, que reformaron regresivamente los partidos neoliberales.
No obstante, la elección de julio pasado estableció el marco en el cual habrá de desarrollarse la 4T en la segunda mitad del sexenio. Construir una mayoría “calificada” en las cámaras para restituir plenamente en la Constitución dicha rectoría, requerirá de alianzas cuyos resultados son inciertos. No es realista contar con el voto consciente, resultado del debate, de los diputados de oposición, que actúan siempre facciosamente y por consigna, en contra de toda propuesta transformadora. Queda entonces la vía de la movilización popular para impulsar políticamente reformas que fortalezcan a las empresas públicas ¿Es eso posible?
En primer lugar, vale retomar la situación de los trabajadores del sector, cuyas dirigencias charras (2) no solo se aliaron, sino que se asociaron desde un principio a la propuesta privatizadora neoliberal para recibir su tajada, y para no perder sus privilegios e incluso ampliarlos, como sucedió con la adhesión forzosa a sus organizaciones de todos los trabajadores de las nuevas plantas privadas de generación eléctrica y de las nuevas instalaciones petroleras y gaseras. Tal fue su premio: reiterar el respaldo del Estado neoliberal al sindicalismo corporativista, charro. Obvio decir que las condiciones de trabajo para esos nuevos agremiados no solo no se mejoraron, sino que por el contrario, fueron reducidas aún más, acorde a los intereses de los nuevos dueños.
Y es que las cúpulas de los sindicatos del sector, el Sindicato Único de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana (SUTERM) y el Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana (STPRM) no se han caracterizado históricamente por tener vocación patriótica, ni tampoco nacionalista. Aunque al interior de estas organizaciones existen sectores democráticos, sensibles a la importancia de sus empresas y a los intereses nacionales, dada su dispersión, estos contingentes terminan siendo víctimas del control charro. Baste recordar el caso del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), la agrupación más antigua del sector, que hoy sobrevive precariamente, debatiéndose entre convertirse en una sociedad cooperativa “multiusos”, o resignarse a ser un apéndice de la privatización eléctrica, ‘asociado’ a una empresa transnacional.
La historia del sindicalismo en el sector de la energía podría sintetizarse en el caso del SME. De ser un sindicato orgulloso y combativo en sus orígenes, en lucha no solo por sus derechos laborales, sino en defensa de los usuarios del servicio eléctrico y en contra de los abusos de las empresas privadas de entonces, que luego de la nacionalización desvió su rumbo, iniciando su declive a partir de su lamentable alianza con el régimen encabezado por Carlos Salinas de Gortari, iniciador del neoliberalismo en México y de la privatización eléctrica. Solo el paréntesis que representó la lucha en contra de las propuestas privatizadoras de Ernesto Zedillo revivió, transitoriamente, la tradición de lucha del SME, encabezado entonces por Rosendo Flores Flores, para después hundirse de nuevo en la apatía y la grilla sindical que condujeron a la desaparición de Luz y Fuerza, luego de un estéril enfrentamiento con el Estado.
Los sindicatos de la energía, habiendo vivido momentos gloriosos de lucha, jamás se plantearon simultáneamente la unidad sindical democrática como objetivo. Las nacionalizaciones eléctrica y petrolera se concretaron en su momento por la iniciativa y con la movilización de los trabajadores desde la base. Ambas contaron con amplio apoyo popular. No obstante, pasada la efervescencia, el auge de la lucha fue controlado y extinguido por el charrismo, en complicidad con la acción represiva del Estado. Lo mismo sucedió con otros movimientos.
¿Cuál entonces podría ser el alcance de las reformas posibles en materia energética? Cuando menos, recuperar la rectoría del Estado, evitando que los privados lo sigan controlando. Hoy, los trabajadores sometidos en sus propios sindicatos tienen la opción de actuar en su calidad de ciudadanos para impulsar tal cambio. Pero para recuperar el patrimonio de la nación y evitar la repetición, es necesario avanzar otro paso: es impostergable librarse, conscientemente y de una vez por todas, del charrismo, conquistar su independencia política y hacer posible la unidad democrática de los trabajadores en el sector de la energía, para crear las condiciones hacia una re-nacionalización efectiva y duradera.
(1) Para un verdadero catálogo de ideas afines a los supuestos beneficios de la economía de mercado sobre el modelo plasmado en la Constitución, hasta antes del período neoliberal, puede consultarse «La reforma cautiva. Inversión, trabajo y empresa en el sector eléctrico mexicano», Hernández, C. Centro de Investigación para el Desarrollo, A.C. CIDAC, México, 2007. Disponible en: http://cidac.org/esp/uploads/1/LaReformaCautiva.pdf
(2) Término que lejos de ser un adjetivo, es hoy toda una categoría que caracteriza a las mafias de supuestos “lideres” obreros, exageradamente enriquecidos y políticamente impunes. Las fechorías de los “charros” del sector energético están ampliamente documentadas por el propio doctor Hernández en un extenso capítulo de su libro (ver nota anterior), titulado “Los mecanismos de la improductividad”, en donde ésta, la improductividad, es atribuida exclusivamente a la estructura de los Contratos Colectivos de trabajo del sector, muy especialmente el de la extinta LyFC. Cierto que en la defensa de los derechos y condiciones de trabajo faltó, luego de la nacionalización, la visión modernizadora necesaria para mantener su desarrollo. Pero los excesos cometidos por las cúpulas sindicales —que a fin de cuentas “canjean” durante la negociación las prestaciones de los trabajadores por sus propias canonjías—, en contubernio con las autoridades y a espaldas de los trabajadores, derivaron en turbios negocios en los que se favorecían diversos actores, como lo demostró la llamada reestructuración salvaje de dichas empresas, luego de la cual siguieron exhibiendo los mismos vicios.