El Señor proveerá

Jaime Magdaleno

a Héctor Parra

I

Comisionaron a Camilo para que viajara a la cabecera municipal a hablar con el alcalde. La Junta Local reunió los ciento cuarenta pesos que costaba el viaje de ida y vuelta y agregó treinta más para que comiera algo en la alcaldía. Más de uno en el pueblo envidió a Camilo, pues había conseguido liberarse de un día de trabajo en el río, se pasearía por la cabecera municipal y comería algo allá que, aunque poco, por lo menos sería diferente a las hierbas cocidas o vísceras y huesos de pescado que comían todos desde hacía meses. Precisamente para eso enviaban a Camilo: para que tratara con el alcalde el desvío del cauce del río y la merma de peces que esto ocasionaba, con la consecuente falta de trabajo y alimento para el pueblo.

Camilo salió desde temprano. Al llegar a la cabecera municipal se percató de que ahí se preparaba una gran fiesta. Vio estacionados varios camiones de la empresa cervecera, cuyos trabajadores colocaban los cartones de “Victoria” a un costado del atrio de la iglesia. Sobre la plaza principal, contempló el espectáculo brindado por hombres y mujeres que cercenaban cuerpos de reses, recolectaban la sangre tibia de los animales en cubetas y preparaban en enormes cazuelas algo que a él le olió a birria. De inmediato, sus tripas rechinaron. Quiso que los del pueblo estuvieran con él, gozando –con el mismo frenesí extático que lo paralizaba– la visión del banquete que se estaba cocinando.

 

II

¿A razón de qué tanto derroche?

¿A cuenta de qué o de quién tanta comida, bebida, altas torres con luces y enormes bocinas, además de un templete amplio?

Por más que le dio vueltas al asunto, Camilo no sacó nada en claro. Faltaban meses para la fiesta del Santo Patrono, y el señor cura no solía festejar su cumpleaños a lo grande y en público, sino con unos cuantos elegidos y en su finca privada. ¿A razón de qué, pues, tanto argüende? Decidió preguntar la razón del convite a un señor rechoncho, que llenaba enormes tambos de plástico con hielo picado y cervezas. El hombre le respondió, resoplando su bigote por el esfuerzo realizado al acomodar tantas botellas.

–Es el cumpleaños del alcalde, mi compa, y el jefecito se puso guapo con la tambora, la birria y las frías, ¿cómo la ve?

Camilo se sintió feliz por acudir a la cabecera municipal justo el día del cumpleaños del alcalde, pero no dejó de extrañarle que la invitación no llegara a su pueblo.

–¿Y por qué no llegó la invitación a todos los pueblos?

–Ah, pues porque el jefecito quiso castigar a los que no votaron por él y a los que lo criticaron cuando dijo que había robado poquito. Con malagradecidos como esos el jefe, de plano, no cuenta, ¿cómo la ve, pariente?

Camilo trató de recordar alguna crítica dicha en su pueblo en contra del alcalde, pero no se acordó de alguna. Tampoco le vino a la mente alguien que no hubiera votado por él o que no hubiera acudido a los mítines organizados por el partido. Seguramente, el alcalde estaba mal informado y él debía aclarar la situación.

III

Frente al jefe, Camilo se sintió minúsculo. Y no por la corpulencia del alcalde, sino por la majestuosidad de su atavío. Para el festejo, el alcalde había escogido portar cinto y botas piteadas, mezclilla deslavada, camisa estampada, además de sombrero tejano, todo de lo más caro. Ante él, Camilo se veía miserable, desvalido, como un paria con su pantalón de mezclilla rasgado, su camiseta de los Yankees decolorada y sus tenis Nikeagujereados. ¡Vaya diferencia! Sin duda, el porte y la condición del alcalde le habían valido bailar con las mujeres más guapas del municipio, mientras Camilo permaneció solitario, en un rincón. Incluso a una de las muchachas, la más pícara y jacarandosa de todas con las que bailó, el jefe le había levantado la falda en tres ocasiones para exhibir sus potentes nalgas, ante la algarabía y el bullicio de los invitados que evaporaban las cervezas y devoraban la olorosa birria.

–Jefe, ¿me permite un momento?

El alcalde vio a Camilo con recelo, y no porque considerara que se trataba de un rival político, sino porque estaba interrumpiendo su festejo.

–¿Quiubo, qué quieres? –respondió, aferrado a dos muchachas que se le restregaban al cuerpo.

–Soy del pueblo de San Francisco y vengo a hablar con usted sobre el desvío del río.

–¿Eres de los revoltosos de San Francisco? ¿Otra vez queriendo dar lata con el río? –reviró el alcalde, apartando a las mujeres de sus brazos.

–No quiero molestarlo, Señor Alcalde, pero es que llevamos meses con la pesca baja. Como el río se está secando por la presa que se mandó construir el Señor Gobernador…

–Mira, plebe, te voy a responder nomás porque ando contento y pa’que dejes de estar moliendo. Ya se solucionó su asunto: el Señor Presidente tiene diferencias con el Señor Gobernador, no-sé-por-qué-asuntos, y ya le pidió que dinamite su presa, así que ya pronto volverán a tener su río. ¿Estás contento? –preguntó el alcalde, al tiempo que buscaba algo o a alguien con la mirada, pues era evidente que quería irse.

–¡Vaya que sí, Señor Alcalde! ¡Muchas gracias! Pero, mientras eso pasa ¿qué vamos a comer? Seguro que para que dinamiten la presa y vuelva el río a su cauce, pasarán algunos meses, y nosotros nos estamos muriendo de hambre, Señor Alcalde.

El alcalde miró con furia a Camilo. Respondió casi por inercia, pues las mujeres que hace un rato lo abrazaban, ahora se lo llevaban a rastras para bailar de nueva cuenta sobre la improvisada pista.

–No se preocupe, mi’jo, ya Dios proveerá. Mientras, tómese una chela y atásquese con una birria. ¡A ver, aquí, una chela y una birria para el paisano!

En el acto, una anciana se presentó con un plato de birria hirviendo, mientras una niña, escuálida pero con los pechos brotando en flor, se acercó a entregarle su cerveza.

–¡Después bailamos, paisano! –gritó, coqueta, la niña, mientras se alejaba a entregar otra cerveza al alcalde.

Camilo supo que esa noche no regresaría a San Francisco.