El gato y los pájaros

El gato y los pájaros


Ana C. Gómez

En el patio de la casa había muchas plantas. Un limonero, un naranjo y un arbusto añoso de flores rojas. Limpiatubo es el nombre. “Una floración exquisita”, dicen los que lo ven.

Este árbol ya estaba en el terreno cuando Luis compró la casa. Los otros dos fueron plantados por él para tener más sombra. Para que sus dos gatos treparan.

Es encantador el ascenso felino por las ramas que parecen retorcerse cuando se desplazan. Y lo bueno es que los árboles traen gorriones, palomas, algún carpintero, algunos tordos y jilgueros con giros rimbombantes.     

Esa tarde fue la primera vez que Tom, uno de los gatos de Luis, dejó como ofrenda a sus pies una paloma. La paloma batía las alas en ruego. Quería seguir volando.    

Pero no. Estaba muy malherida. Aún con el esmero de Luis por salvarla, no alcanzó la caja con telas suaves, ni las migas de pan, ni las gotas de agua en el pico. Murió al día siguiente.    

La reprimenda y el golpe leve al lomo anaranjado de Tom son tan infructuosos como tan vano acabar con su instinto de caza.   

Una huella en el felino reaparece cuando en el patio van y vienen los pájaros. Y Luis coleccionaba pájaros despedazados con alas en movimiento que enterraba bajo el influjo de tristeza y lástima. No podía saber qué era lo que le ordenaba actuar con minuciosidad en la inhumación de cada pájaro.   

La cautela de observar alrededor para asegurar que nadie mirara desde alguna medianera o desde alguna ventana era otro recaudo.    

Así eran los atardeceres de Luis, con pala.

Con tierra, con barro cuando llovía y con pájaros muertos en las manos. Solo Tom, espiando la rutina de su dueño. No, dueño no. Los gatos son reacios a la propiedad. Van y vienen por gusto.   

Si un tercero fuera espectador de la escena no descartaría la complicidad entre Luis y Tom, observaría el desplazamiento silencioso y la destreza del hombre para hacer el pozo. Cada raya más clara del pelaje de Tom se trasladaba invisible a la frente de Luis. 

“¡Es tan absurdo lo que hacés Luis! Esto te lleva horas… yo que vos sacudiría esas formas delicadas”, le dijo Dani una tarde con atisbo de sarcasmo.     

Luis se pasó las manos por la cabeza y miró a Dani con ojos estupefactos. La siguió mirando y mirando y Dani sintió que los ojos verdes de Luis, esos ojos que tanto admiraba, se parecían a los ojos de un gato.   

Luis dejó la pala al costado del pequeño pozo y se acercó a Dani con sensualidad felina, un paso, luego otro, otro, lentamente, como una serpiente reptando hacia su escondrijo. Nunca a Dani le pareció tan hermoso. Ni tan extraño. Ni tan verdadero. Era Luis en su patio. Un territorio inaccesible por acuerdo tácito.      

Los ojos de Luis, como los de los gatos, acariciaron, abrazaron y amaron a Dani.    

“Son tan luminosos que encienden la oscuridad del patio”, pensó la mujer. Y los brazos suaves de Luis la apretaron con fuerza.      

El abrazo fue una tenaza comprimiendo el torso, el aire dejó de entrar en el cuerpo y la cara de Dani se puso morada.   

La tierra excavada formaba nubes de polvo en el fondo del patio que se confundían con la calima provocada por los incendios en las montañas. El azul del cielo se ocultó por largo rato.

Claro, la ira es una fuerza extraordinaria.