Donald Trump, Honduras y el mito de la determinación dependiente

Donald Trump, Honduras y el mito de la determinación dependiente

CE, Intervención y Coyuntura

La elección en Honduras fue un desastre para una posición: aquella que apoyaba a la candidata Rixi Moncada. Más allá de la disputa política concreta —que continúa tras la negativa de Moncada a aceptar los resultados—, vale la pena detenerse en un argumento que es relevante para la 4T: la presencia de Donald Trump y la emergencia de la explicación basada en lo que René Zavaleta llamó la “determinación dependiente”.

El pensador boliviano explicaba esta tendencia como la neutralización del conflicto interno, el desplazamiento del peso de las variables locales y la disminución de la capacidad de las fuerzas nacionales, todo ello en beneficio de una supuesta determinación externa, imposible de enfrentar para las clases populares. En esta narrativa, Trump es el culpable de lo que pasó en Honduras: así de simple, sin mediaciones ni matices.

Esa forma de comprender la política debe rechazarse. Que Trump haya participado en las elecciones legislativas de Argentina, en las presidenciales de Chile y en las de Honduras (en este último caso de manera contradictoria) es cierto. Pero la presencia del imperio es una variable constante, no un hecho novedoso ni ocasional. Resulta ingenuo asumirla como sorpresa analítica.

El problema de la determinación dependiente como explicación única es que absuelve a los actores involucrados: José Antonio Kast ganó porque el gobierno de Gabriel Boric fue desastroso, no porque Trump se inmiscuyera. El gobierno de Milei pudo haber capitalizado la presencia del expresidente estadounidense, pero su influencia fue solo un factor más entre varios. Despojar a las izquierdas de responsabilidad sobre sus propias acciones es el peor camino posible.

Trump intervino en la elección hondureña de forma errática: apoyó a un candidato y denostó a otros dos, mientras prometía indultar a un convicto. Su participación no fue ni estratégica ni consistente; simplemente juega su juego. Pero ese hecho no debería distraernos del necesario juicio crítico al papel de Xiomara Castro, del “familión” Zelaya y de la visión patrimonialista de una élite política que hizo negocios al amparo del poder. El patrimonialismo es un enemigo del progresismo: quien utiliza el Estado como fuente privada de enriquecimiento, tarde o temprano lo pagará, incluso en las urnas a favor de las derechas.

Para la 4T la hondura hondureña resulta urgente de ser atendida. Primero, porque algunos aspirantes a la nueva comentocracia viajaron a Tegucigalpa para difundir la mentira de que Moncada había ganado —algo replicado por cuadros políticos y periodistas— y luego dieron un salto al vacío: atribuir todo a Trump. Segundo, porque toca corregir el uso patrimonial del Estado, el negocio desde la función pública —ya vimos el caso del arquitecto más lento del sexenio— y otros desmanes. Si se cree que “tonto es quien cree que el pueblo es tonto”, será mejor proteger lo avanzado y evitar que las nuevas élites asociadas a Morena conviertan al Estado en un trampolín de riqueza.

Respecto a los medios de comunicación, no es suficiente entrevistas goberandores afines, pues urge afinar y ser honesto en los análisis, especialmente en el entramado de las derechas e izquierdas. No todo puede ser una explicación en clave de gran conspiración, y no decir nada sobre el gran negocio familiar en el que se convirtió el estado hondureño. Necesitamos entender las relaciones de fuerza y, en este caso, es claro que la sociedad no apoyo a la candidatura que se vendía como progresista, pero que parecía responder, a ojos de una mayoría social, a un grupo que había sacado suficiente provecho de su espacio de poder. Aunque no era presidente, el señor Zelaya tendrá que mudarse, nuevamente, del palacio Cecilio del Valle.