Desde los márgenes: cuerpos, encierros y rebelión. Dos cuentos

Eduardo Carrillo
Receta de caldo de ratas para un anexo y otros platillos
A mi madre:
Polvo de estrellas en bocanadas etéreas le dejaban sin aliento para sobrevivir vagando en el planeta Tierra. Isidoro siempre trataba de huir de noche porque el centro de rehabilitación en donde se encontraba secuestrado se llamaba Nuevo Día.
Aquella vez lo bajaron del taxi. Lo había logrado, aunque no tenía para el pasaje. Isidoro rogó al conductor de la unidad TIJ-TR-1218 para que se pusiera en marcha. Pero una t bajo el retrovisor volvía al chófer tan culpable como a los internos del anexo.
—Allá dentro no sólo nos maltratan jefe, sino que somos humillados diariamente…
El trabajador de la ruta Cumbres-Centro, de veintitantos años sirviendo sin utilidades ni aguinaldo y soportando quejas por aumentos de 50 centavos cada que se lograba un milagro, le dijo lo que cualquiera: así apreciarás más estar afuera.
De vuelta en Nuevo Día Isidoro estuvo parado cinco días con sus respectivas noches como castigo. Dos guardias lo mantenían de pie cada que descuidaba su órbita.
Llamaban tal reprimenda hombre a la luna. Isidoro peleó con las paredes, tiró de sus cabellos y a punto estuvo de quedarse sin oxígeno más de una vez, pues su alma ardía en llamas viendo despojados a sus seres queridos, a sus recuerdos y a todo olvido de vuelta en el planeta Primitivo.
En Nuevo Día las ansias de libertad entre los huéspedes se promovían a través del programa de los doce pasos. Sólo había que aguantar el mismo número de juntas diarias durante tres meses. En otros lugares se reunían 30, 60, un millón de veces por jornada… sin parpadear, repitiendo sí padrino, gracias padrino, Nuevo Día padrino…
En México hay más de 2000 centros de rehabilitación en operación, de ellos sólo el 10% cumple con la normatividad y, acaso, una docena ofrece tratamiento médico profesional.
Sin hablar, leer o pensar. Sólo esperar el Nuevo Día.
A la Marciana, por ejemplo, abandonada ahí por otro adicto a la heroína, los internos haciendo guardia en las juntas solían postrársele vis a vis para preguntar: ¿por qué pestañeas?
Responder llevaba el interrogatorio a un ¡no me contestes! y el tipo de cosas que acababan con felaciones sin golpes o a violaciones con violencia. Dicho sea de paso: Isidoro aprendió a dejar de contestar de la misma manera que ella.
Los abofeteaban para dar con la otra mejilla. El taxista tenía razón: afuera estarían mejor. Pero sin piedad ni autoridad: ¿qué sería de ellos? Adentro podían ser gusanos delatores después del primer mes y abusar de los recién llegados que no salían a cambacear las donaciones de Oenegés y ricachones gabachos. Afuera siempre se recomendaba una recaída, tiranizar a los seres queridos, procurar el caldo de rata condimentado con libertad…
Receta de caldo de rata: se ponen a hervir un kilogramo de arroz, una cebolla entera y dos dientes de ajo en cinco litros de agua de grifo. Calentar los roedores uno a la vez (sírvanse apenas se les despegue algún pelo). Alcanza para veinte raciones por semana. Un buen centro de rehabilitación no sirve más de quince ratas como castigo en dicho periodo.
La eficacia de Nuevo Día radicaba en el respeto fomentado hacia el padrino. Todos los adscritos eran un padrino en potencia. Un padrino era un líder por naturaleza, un tramposo, etc. Así que la promoción de interno a guardia, cocinero, bodeguero o Chicarcas (máxima aspiración jerárquica) garantizaba la lealtad de los retenidos y el ahorro de la mano de obra.
Se cobraban 1500 por recoger a la víctima a domicilio. 2000 para internarla, 2500 por la primera semana y 4500 si la familia, pareja o cualquiera haciendo de Judas se arrepentía y en su lugar optaba por llevarse al adicto de regreso a casa el día del secuestro.
Sin hablar, leer o pensar. Sólo esperar el Nuevo Día.
A Isidoro lo encerró su madre, pero a punto estuvo de llevárselo desde el principio. Le estaba llegando dinero del sur a través de fayuca y chingadera procedentes de Centroamérica y Doña Romina viajó a Tijuana para encargarse del asunto, de retirar el último depósito de 60,000 pesos de la cuenta bancaria de su hijo, pagar los tres meses de internamiento y, finalmente, regresar a Chiapas con todo y nuera y nietas.
De eso y sobre cómo se las iban a pagar esas mendigas viejas le contaba Isidoro a Kevin, en su primer intento de escape por medio de las canaletas que separaban a la estancia del edificio de al lado, una bodega en la que el padrino almacenaba arsenal, mercancía, migrantes y diversos etcéteras de sus patrones.
Kevin Campoy no estaba listo para el Nuevo Día. Apenas conoció el menú optó por escaparse. Cayó al encierro cloacal procedente del DIF (que pagaba 15 mil pesos al mes por su refugio). En estos lugares pescó sus vicios: lo que alcancen a comprar 50 besos. El problema era que los desagües del lugar eran de plástico y no soportaban el pedo que el peso de ambos armaba.
—Namás deja que me regrese a Tapachula, allá sí conseguimos baratos los chocolates, no como los del pinche centro. Y a aquellas, ira, ya les dije, no se la van a acabar…
Alcanzó a decir antes de sentir la coz en la barriga y caer al suelo sin poder meter las manos. Botó el bulto y un aullido brotó de sus entrañas: era el llamado de lo salvaje avisando a todos en el interior que había que salir a recoger infiernos.
Bryan anduvo algunos tejados de la colonia Jardín a tientas, la oscuridad le aterraba más que el sitio de donde huía: la orfandad paterna cuando su flor comenzaba a abrirse. El DIF rumiaba la tutela desde que la viuda del banquero así lo decidiera. Un murciélago viendo tu panza al revés. Tampoco ella o la institución gubernamental conocían sobre su adicción o le habían visitado en sus cuatro años anexado.
A Isidoro los adictos en recuperación le pusieron un barrote en la espalda para amarrarlo al tronco como a un botín del planeta Primitivo, según ordenara el Chicarcas del centro de rehabilitación.
El atorrante gemía y reverberaba guturalmente mientras tendía inmóvil y bocabajo: se cagó encima al ver a todos armados con machetes.
Lo llevaron al comedor y, aunque temía por su vida, algo en el rostro de la docena custodiando, todos ellos padrinos en potencia, parecía advertirle que estaría a salvo después de todo: era lo más gracioso que habían visto, un hombre reducido a sus detritos.
Entonces llegaron a la cocina con Campoy sujetado a una madera del mismo modo que él, sólo que éste tiraba mordidas como lo haría cualquier bárbaro amordazado y rodeado por hombres armados.
Los doce padrinos dejaron a Isidoro con sus heces y su apeste colgando para dirigirse a preparar la comida del día siguiente.
Receta de interno a lo bestia salvaje: se degolla y destaza al mozo cortando cerca del hueso. Salar la carne y los órganos y hornear con un puñado de hojas de laurel durante 45 minutos. Rinde para comer toda una semana (el adscrito iniciado como padrino suele repetir su ración en el desayuno cuando extorsiona o mata para el patrón).
Con la Marciana Isidoro comenzó a tutearse cuando esta le recomendó llenarse la boca de razón:
—¿Tú por qué se las chupas, si estos méndigos nos tratan como pinchis animales?
—¿A poco no prefieres sacar a tu padrino interior sin que te duela al ir a cagar?
Se encularon esa misma noche. Su vulva derramaba un mar sabor nomeolvides mientras el miembro de Isidoro galopaba sediento e insaciable como ronroneando las siete vidas de un gato. Siempre entre pared e inodoro: donde el pirata entierra sus tesoros.
La Marciana le llevaba trece años. No quedaba ni un ápice de la mujer por la que sus seres queridos se santiguaban en los Estados Unidos: los hundidos párpados cosechaban una primavera negra en el rostro que, por medio del bioensayo de toxicidad, malograron una vida de sueño americano.
Frente a los tutores no había miradas, halos ni roces. Sin hablar, leer o pensar. Sólo esperar el Nuevo Día. Pero circunnavegando el retrete se confiaron el pasado para comenzar a desconfiar un futuro juntos.
Aprovecharon la ventana del cagadero una de esas noches que no prometen mañana (como la del poema número 20). En el patio fueron eternos un instante, corriendo juntos a cuatro patas, sigilosos como pesadillas escalando los alambres y vidrios de hogar de clase media en las paredes e incorruptible cliché cuando, ya en libertad e impedida la noche por el Nuevo Día, Isidoro se echara contra los tres captores que lograron darles caza a cuatro cuadras del lugar…
Ella corrió infinita hasta la siguiente dosis. Pies descalzos, pústulas de ADN de cocineros y del Chicarcas marcadas en la piel, vestida como los Picapiedra y todo lo que el espectro de la naturaleza humana abarca en caída libre. La Marciana no llegó a Marte, a la luna, ni al planeta Tierra. No iba a ningún lado. Una herida le esperaba para sanar su dolor con pura suerte…
Receta de panqueques con amor, avena y agua del váter: hervir el agua y mantenerla a fuego lento por quince minutos. Una vez frío batir el caldo con la harina, la avena y algunos huevos hasta lograr una pasta homogénea. Dorar por ambos lados y endulzar con lechera masculina (10% genes, 90% proteína).
Sucedió el encierro sin que Isidoro lograra escaparse. 1080 reuniones de lavado de cerebro contaminan a cualquiera. Salió a cumplir sus venganzas odiando a un nuevo individuo: a sí mismo, Isidoro Gutiérrez, nativo del planeta Primitivo.
M de morras
—¡A diario se levanta a las dos de la mañana para ir a trabajar al otro lado…!
El lamento sardónico hace eco a lo largo de la confabulación reuniendo miserias y detritos de aquelarre en las modernas cuevas urbanas del siglo XXI.
—Pobre de ella si no le prepara su café… —sigue diciendo la dueña del improvisado estrado color morado.
La parodia de rostros humillados y ofendidos de las morras reunidas a su alrededor, en un túnel de la canalización del río Tijuana, ironiza con decidida impronta.
—¡Y lo peor de todo morras, lo más gacho es que su majestad ni siquiera se lava el olor de las hijas antes de salir a morir los 16 dólares la hora que, desde que nació la más pequeña, el muy santo reparte en cuatro…!
La indignación desangra un dolor reprimido a palos desde el origen de los tiempos, recluta esperanza sin desesperarse en ese punto de infección del que las autoridades retiran adictos en situación de calle cada que la Estación Municipal de Infractores y los anexos de la ciudad defraudan en su cuota de carne de cañón para el crimen organizado.
—¡M de morras, morras! ¡M de morras, morras! ¡M de morras, morras!
Susurraba primero el picadero por sí mismo, después las que hacen falta, hasta entonar en las conspiradoras esa consigna que haría arder el rostro misógino del fin del mundo.
Los medios de comunicación locales llevaban meses reproduciendo un eslogan escrito por traficantes de mujeres y niños: “la violencia de género se cocina en casa”. Así en cada ciudad. En muchos hombres. Pero no en todas las mujeres. Tanta sangre y sufrimiento en un cuentagotas de placer: fabricación del consentimiento y relaciones de poder. M de morras, morras: era menester arder en llamas.
Entraron ese 26 de J a las instalaciones del canal 2E camufladas como mujeres de la vida galante a punto de colarse en algún programa, segmento informativo o en coreografías de la hora pico: labios rojos, escote bronco e interminables piernas que jamás consiguen descanso del babeo jadeante que agota al mundo y sus recursos: el orgasmo de un cerdo dura treinta minutos…
Las morras que lograron llegar al foro del blues del noticiero armaron la armonía pentatónica en vivo: los telespectadores vieron cómo abatían y amordazaban al anfitrión informativo, la pancarta con la instrucción que coreaban acaparando el cuadro y el corte de señal que mandaba a comerciales mientras las tres mujeres sujetaban y escribían con un cigarrillo en el rostro del comunicador: ¡M de morras, morras!
Lo mismo en un partido de fútbol entre Polleros y Huachicoleros (¿o ya eran Banqueros del Centro?). En fin, ellas se escabulleron hasta la cancha del gran estadio (pues la red se infiltró desde el estacionamiento, replicándose por la grada, los puntos de venta de cerveza y fritangas hasta llegar a las porristas) para hacer de las suyas en la frente goleadora de Diegol Gólzalez, recién absuelto por cargos de violencia doméstica y que celebraba la anotación del triunfo del equipo local junto a la tribuna.
Infortunadamente las noticias no hicieron alusión al respecto (de las detenidas ni de la cirugía cosmética del futbolista), por el contrario, se insistía: “a violencia de género sazona al hogar”. Por eso las chicas planearon el atentado contra la todopoderosa televisora nacional, esa que mantenía a su audiencia padeciendo un sempiterno Síndrome de Estocolmo. Es decir: el rescate llevaba décadas cobrando intereses diariamente.
La alianza femenina, no obstante, cicatrizaba en una sola las incontables heridas de nuestra formación machista. Las calles y los días, a medio paso del dolor, con el albedo terrestre aprisionando sangre, enfermedad y hambre, alzaron mil miradas agachadas, quitaron la mano de una boca, de la otra, las vendas de tus ojos, de los míos, del llamado del cielo, del socorro en el pecado, de la mala educación que también hace daño al hombre y, finalmente, las mujeres llegaron hasta las máximas consecuencias: grabar la encomienda en la moribunda y asesina carne del sistema patriarcal.
M de morras, morras.
Las damas de compañía financiaban el programa y las amas de casa fundaban laboratorios clandestinos en donde preparaban el harakiri químico para los atentados. Axioma galimatías: no era el marido ni su presupuesto, sino la idiosincrasia con la que la descendencia crece abusada o abusando. Las profesionistas (psicólogas, maestras, abogadas, entre otras) lograron aquel consenso mientras planificaban y ejecutaban las reuniones, los golpes, las coartadas, el martirio y los rifirrafes.
En Conciliación y Arbitraje, por ejemplo, se rehusaron a marcar a las conciliadoras (que charoleaban del patrón y no para el trabajador), aunque sí cumplieron con la necesaria coagulación a la vista y optaron por reducir el recinto a cenizas.
Las Morras se quemaban vivas. Cagaban leches. Morían unas cuantas, aunque ya no tantas. Nos estaban cuidando a todos, empezando por ellas mismas. Curaban al monstruo: una vivisección se llevaba a cabo para que no fuera obligatorio ser madre, para trabajar en lo que ellas quisieran y que la hombría, al ocaso de la historia humana, dejara de ser premisa…
El mundo no contendría la noticia por mucho tiempo (ni la del calentamiento global). Seguían inculpando al hombre común y corriente y no a las parasitadas relaciones de poder a las que éste no tenía acceso. La fiscalía perseguía el mártir rastro terrorista, pero la escena de tortura era infructuosa. No por falta de voluntad, sino que la dosis letal en dos gramos de M-30 surtía efecto tan pronto como eran embolsadas de cabeza para abajo.
M de morras, morras:
Una larga fila para la única cajera en esa tienda de conveniencia que clausura abarrotes, fruterías y carnicerías empleando descuentos y tarjetitas de puntos en la colonia Castillo. Las otras dos trabajadoras (también familiares del comisionista de sucursal) entran en diferentes turnos para mantener abierto las 24 horas y ser acosadas de una en una.
M de morras, morras:
Los líderes del sobreruedas en Playas de Tijuana optan por puestos de belleza, juventud y pallets rematados por el sueño americano para las avenidas principales, en lugar del huevo y la verdura que la gente de colonias más pobres vende recibiendo un tipo de agresión que apenas disimula en piropos.
M de morras, morras:
Un obstetra en Zona Río da una arenga tipo ambiguo testamento y recomienda una cirugía privada (en su mansión cercana al Casino) a quien pretenda abortar luego de los tres meses de embarazo. De ninguna de ellas vuelve a tenerse un paradero.
M de morras, morras, murmuró un día el recinto en donde la gobernadora de Baja California, dueña de la avenida Revolución y del proceso de gentrificación en el estado, solía dar su telediario. Acudían a sacar el mundo del hombre de sus faldas: la gobernadora fue la primera mujer con una M en su cara.