La venezolanización de la oposición

La venezolanización de la oposición

CE, Intervención y Coyuntura

“Vamos a ser Venezuela”, decía la cantaleta que durante años la derecha mexicana y latinoamericana instaló como un fantasma útil para disciplinar políticamente a las mayorías. Era un discurso que mezclaba xenofobia, propaganda y un cálculo estratégico: impedir que cualquier proyecto de redistribución, soberanía económica o ampliación democrática arraigara en la imaginación popular. Ese significante fue usado para inocular miedo y generar inmovilidad política, tal como ocurrió de forma especialmente virulenta durante la campaña de 2006. Pero hoy, en un giro irónico de la historia, lo único que verdaderamente avanza hacia esa supuesta “venezolanización” es la oposición misma, que reproduce el repertorio táctico, afectivo y simbólico que la ultraderecha venezolana ensayó hace una década.

Las guarimbas venezolanas no fueron un levantamiento ciudadano ni un estallido espontáneo, sino una táctica diseñada para fracturar la gobernabilidad: operaciones híbridas donde sectores medios acomodados financiaban y dirigían acciones desestabilizadoras ejecutadas por fracciones lumpenizadas que se convertían en carne de cañón. El objetivo no era transformar la realidad material del país, sino producir caos controlado, erosionar los mecanismos institucionales y, sobre todo, desplazar dentro de la propia oposición a las corrientes moderadas para que la ultra se volviera el rostro legítimo de la disidencia conservadora. La violencia funcionaba como un instrumento de recomposición interna tanto como de confrontación externa.

Ese modelo se vuelve reconocible en el 15N mexicano. La indignación que se proclama como genuinamente ciudadana reproduce un guion ya visto: actos violentos presentados como protesta legítima, rapiña envuelta en narrativa épica, ataques simbólicos contra figuras políticas o sectores sociales considerados como intrusos de un orden que se cree natural. En el fondo opera la misma raíz: un odio de clase cuidadosamente estetizado y un resentimiento dirigido contra quienes, desde la perspectiva de los sectores conservadores, “usurparon” un lugar que antes les era incuestionable. Se trata de una reacción profundamente afectiva, que apela más al miedo y a la nostalgia por un pasado jerárquico que a la construcción de una alternativa viable.

En términos teóricos, este fenómeno puede leerse como expresión de una crisis de hegemonía. La oposición mexicana ha perdido la capacidad de organizar consensos y, ante esa incapacidad, recurre progresivamente a soluciones de fuerza. La política deja de entenderse como disputa democrática y se convierte en un campo para la espectacularización del conflicto. Lo que observamos es un bloque conservador en proceso de desarticulación, incapaz de ofrecer dirección intelectual o política, y por ello cada vez más dependiente de la irracionalidad, la histeria minoritaria y la violencia performática. La venezolanización, entendida así, no nombra un destino nacional catastrófico sino una forma de degradación del discurso opositor, que sustituye el proyecto por la rabia y la estrategia por el ruido.

Esta deriva no es exclusivamente mexicana. Forma parte de un patrón continental donde las derechas se reorganizan como un bloque transnacional que comparte diagnósticos, financiamiento, repertorios y un horizonte común de restauración social. La articulación entre sectores medios desesperados, imaginarios aporofóbicos, sentimentalismo reaccionario y un tipo particular de guerra cultural produce una estética política de la confrontación permanente. Es un intento de generar equivalencias afectivas —miedo, resentimiento, indignación abstracta— para constituir un pseudo-pueblo opositor que funciona más como dispositivo emocional que como sujeto político real.

En este sentido, la venezolanización de la oposición mexicana no es metáfora ni exageración. Es la manifestación de una oposición descabezada, que renuncia a la elaboración de un proyecto democrático para entregar su conducción a la franja más destructiva de su espectro. Donde antes hubo programa, hoy hay provocación; donde hubo instituciones, ahora hay histeria; donde hubo disputa política, ahora se ensaya la lógica del incendio como método.

El resultado es claro: una oposición atrapada en su propia trampa discursiva, que repite las fórmulas que alguna vez usó para infundir miedo, pero que hoy solo revelan su debilidad estructural. La venezolanización ya no es el fantasma con el que se buscó aterrorizar a la ciudadanía, sino el espejo en el que la oposición reconoce —aunque lo niegue— su propia deriva hacia la irracionalidad, la violencia y la pérdida de horizonte político.