
Dos dictaduras

“Dos dictaduras” es uno de los pocos textos en los que Paulo Leminski habla sobre la dictadura militar brasileña. En su subjetividad de poeta, en este texto de fines de los años ochenta, cuando la inflación era altísima, suelta una provocación en la cual la dictadura de las billeteras es tan terrible, o peor, que la de los militares.
Paulo Leminski
Mi generación (tengo 41) tuvo dos incidentes de gran gravedad en el camino: dos dictaduras: una política y, después, otra económica.
Salimos de las tinieblas de la dictadura militar para entrar en los rigores, no menos brutales, de la inflación.
No estoy forzando ninguna comparación.
Al final, ¿qué es el dinero sino nuestra libertad? La libertad de ir para Nueva York o no, de tener un videocasete o no, de pasar un fin de semana en la playa o no, de comer carne o no comerla.
La pérdida de poder de compra del dinero en nuestro bolsillo representa, por lo tanto, de forma rigurosa, una pérdida de libertad.
Mala suerte la nuestra. Pero no me estoy quejando. Buen cabrito no berra.
El enojo es la herramienta del tonto (tsss, ¡esa frase me salió medio a la João Antonio! Hola, hola, Central, vamos a corregir esa programación, ok? El servicio, hoy, está pésimo).
Quejas aparte, he pensado mucho en las consecuencias de esas dos dictaduras en la producción artística e intelectual de mi generación, que, al final, es mi ramo de negocios.
Sobre los daños hechos por la dictadura política sobra producción cultural, ya se habló lo suficiente. La censura, la intimidación generalizada, la paranoia antisubversisva, las dimisiones, los exilios, la represión de todo movimiento crítico a nivel de pensamiento y de acción.
En el periodo comprendido entre la Constitución del 46, la más liberal que tuvimos, y el golpe del 64, creció y produjo una de las generaciones más brillantes que Brasil ha conocido. Una generación que se honra con nombres como Glauber Rocha, Darci Ribeiro, Celso Furtado, los hermanos Campos, Décio Pignatari, Paulo Francis, Millôr Fernandes, Chico Anysio, Ligía Clark, Ferreira Gullar, Nelson Pereira dos Santos, Tom Jobim, Zé Celso, Hélio OIticica, Mário Faustino, Reynaldo Jardim, aquellos que están entrando a los cincuenta años y están cerca de los sesenta.
Esa es la generación que está hoy en el poder cultural.
Lo que ellos hagan o dejen de hacer es la base de lo que se haga hoy.
Sus obras son nuestros puntos de referencia más próximos. Sus performances y sus grados de excelencia, en cada área, nos desafían, nos tientan. Son a ellos a los que imitamos. Son a ellos a los que admiramos. Son ellos a los que debemos superar.
De una forma o de otra, el trabajo de todos ellos fue afectado por el golpe del 64, agravado en el 68, cuando todo un proyecto generacional de un Brasil moderno, más justo y más emocionante de vivir, fue bloqueado por el país más oscurantista y reaccionario, las fuerzas de los feudalistas, armados de satélites artificiales y tanques de guerra.
La generación que sale en los comienzos de 1970 encuentra un desierto delante de sí.
Una enseñanza técnicamente orientada, desarmada críticamente, desvalorizando las ciencias sociales, críticas por definición, en favor de las ciencias que dicen exactas, mano de obra abundante para las necesidades de nuestro capitalismo de segunda mano, estúpido, no creativo.
Sale el sociólogo, el jurista innovador, el contestatario político. Entra el ingeniero, el arquitecto, el “designer”, el programador de computadoras, el perito en química industrial, el especialista en agrotóxicos, el bien pagado alto funcionario de las multinacionales.
En un mundo así, la creación artística e intelectual no tienen la menor chance.
La poesía llamada “alternativa” o “marginal” refleja bien ese momento y el estado de su espíritu. Es una poesía individualista, autocentrada, desesperanzada, hedonista, inmediatista, sin horizontes utópicos. Una generación infantilizada, mantenida en la minoría de edad que le conviene a la publicidad; una generación que se satisface con los fáciles placeres del consumo y arregla su cabeza en los consultorios de los analistas de moda.
Con un helado conseguirían callar la boca de toda una generación.
Hablo de la dictadura política y de sus desdoblamientos lógicos.
Esa dictadura comienza a relajarse con Geisel, se volatiza con Figueiredo y desemboca en las campañas de las derechas, Tancredo, el Colegio, la muerte de Tancredo y Sarney.
Una dictadura más joven se levanta en el horizonte: la dictadura de la inflación.
Sus efectos sobre la producción artística son menos visibles que los estragos de la dictadura política.
Pero son hasta más graves.
Con una inflación galopante, en la casa de los 300% al año, las personas, los artistas también tuvieron que reaccionar de la única forma posible, trabajando más, agarrando más chambas, asumiendo más compromisos inmediatamente rentables.
Una sola fuente de entrada no basta más para mantener el nivel de vida que se tiene (de mejorar ni hablar).
Los efectos de eso en la creación artística y literaria fueron obvios.
Desaparece cualquier idealismo. Nadie más puede darse el lujo de pintar, filmar, fotografiar, a no ser que sea para dar lucros inmediatos. No hay más lugar para la producción “for the fun of it”, la creación libre de nuevas formas, antimercadológicas, contradictorias al gusto medio. Y a la subdictadura del “best-seller” y el paraíso del “hit-parade”.
Los creadores de varias áreas pasan a asumir más y más compromisos, la cantidad pasa a prevalecer sobre la calidad. Nadie más puede darse el lujo de cambiar. Cambiar no da dinero. Quédese donde está. Si no da ganancia, por lo menos, no da pérdidas. Y eso ya es ganancia.
La dictadura de los generales fue sustituida por la de las billeteras.
Si es que la dictadura de la inflación acabó el viernes de la semana pasada, como nos prometen los señores de nuestro destino, vamos a ver cual es el pretexto que los artistas brasileños van a encontrar para continuar produciendo ese arte repetitivo, flojo, pálido y anémico que nos caracteriza hoy.
Ahora que pasamos de objetos a sujetos económicos, todas las disculpas serán chatas.
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