Mítica del populismo. La invención de un oponente condenado

Julián Hernández Mora

Genealogía de un esencialismo antagónico

El populismo es un enemigo que emergió derrotado. Alrededor de su figura se ha construido una mítica demonizante. Se le ha dotado de una carga peyorativa tanto en el mundo académico como en la opinión pública. Los medios corporativos de comunicación han contribuido ampliamente a ello. Su banalización permitió degradar el término de tal forma que la complejidad de su contenido se mantiene en las sombras. Es el curso que ha seguido la narrativa hegemónica global de racionalidad burguesa contra lo que se aleje de su concepción del mundo, pues el signo negativo que la categoría arrastra deviene de una retórica que distingue como inadmisible a todo aquello que se aventure a cuestionar el status quo. Así pues, el populismo, en su acepción vulgar, es el acervo de lo que un gobierno no debe ser: polarizante, poco institucional, demagógico, personalista, autoritario, erigido sobre la base de un liderazgo mesiánico; todas ellas, se dice, diferentes manifestaciones de irracionalidad política.

Curiosamente, cuando se crítica la gestión de algún régimen populista, el acento suele estar puesto en los indicadores macroeconómicos que más encarnizadamente defienden su santidad el Banco Mundial y otros organismos financieros supranacionales: responsabilidad fiscal (gastar menos y ahorrar más) e inflación. Nada se dice −o si se hace apenas son exclamaciones tímidas− sobre la abismal condición desigual del ingreso entre los miembros de la sociedad, una variable verdaderamente significativa para medir el desarrollo de una nación. Un “programa populista”, pues, es la manera displicente, cuasi universal, en que se denomina a ciertas políticas que tienden a forzar una redistribución equitativa de la renta.

El efecto más deleznable de toda esta épica que ambiciona mantener inamovible el estado de las cosas es la denigración de las clases subalternas por parte de los sectores potentados. Aporofobia y racismo parecen ser dos condiciones sine qua non la oligarquía no puede constituirse como tal. Se ocupan de responsabilizar al otro campesino, trabajador e indígena de contribuir a mantener la posición de subdesarrollo ante los ojos del “primer mundo”. Sus intelectuales orgánicos construyen marcos teóricos que pretenden explicar la marginalidad en todas sus dimensiones tergiversando las condiciones sociológicas que la determinan para hacerlas parecer atributos psicológicos. Conciben a los sujetos oprimidos como sus propios verdugos, centrando sus investigaciones en supuestas deficiencias de conducta y rasgos culturales silvestres. No prestan atención, y no parecen tener interés en hacerlo, a las estructuras históricas de dominio, a las desigualdades de clase, a la complicidad del Estado. Es un síntoma de que el orden colonial en América Latina sigue estando vigente, no se trata de un fenómeno que terminó con los procesos independentistas que se dieron a lo largo de la región durante el siglo XIX. El patrón de poder emergido del colonialismo se mantiene inalterable. La lógica que adquiere el orden social gira alrededor de los valores culturales heredados del imperio conquistador, es decir, todos los ámbitos de nuestra existencia se encuentran articulados a la visión del mundo que el colonizador posee y que el colonizado adhiere como propia. Y en el caso de Latinoamérica, esa visión tiene una triple dimensión: 1) estructuras sociales jerarquizadas por medio de la idea de raza (la noción de que los cuerpos blancos son superiores a los no blancos); 2) el eurocentrismo epistémico, que coloca a Europa como espacio intelectual primigenio en la producción de conocimiento; y 3) una occidentalización de los estilos de vida, expresada en la moda, la arquitectura, la literatura, la tecnología, el idioma, el arte, la religión, etcétera (Quijano, 2020). Por eso su llamado «primer mundo» es el resultado de ser beneficiarios históricos del establecimiento del orden colonial. El capitalismo jamás se hubiera desarrollado sin la explotación de los territorios de este continente. Y ese es el sistema contra el que estamos resistiendo.

Pero volviendo a nuestro enemigo mítico, otra vertiente sobre la cual resulta interesante reflexionar es la manera habitual en que los detractores del populismo piensan al poder. Se trata de un esquema común en la comentocracia reaccionaria concebir al poder como una masa homogénea que se concentra en una figura dada. Se distingue en debates televisivos, en programas de opinión y en columnas de circulación nacional. Esa figura, se dice, es el Estado, que se suele confundir con el Gobierno (la totalidad con las partes). El poder, pues, es el gobierno gestionando. Desde ese mar de imprecisiones, surgen frases como «Al poder se le revisa, no se le aplaude» para advertir una supuesta actitud crítica ante el Todopoderoso. Pero el poder no se detenta, se ejerce, y su vida está organizada en una heterogeneidad de elementos que nos permiten afirmar que cuando una voluntad se somete a otra, nos encontramos frente a una relación de poder, y que la distribución misma del poder es asimétrica, lo que deriva en regímenes de dominación diversos. En este sentido, no existe una unidad condensada de poder que se aglutine en alguien o algo, por el contrario, el poder está distribuido desigualmente en entes de tamaño diverso, lo que sintetiza patrones de fuerza hegemónicos y subalternos. Lo demás es ignorancia exacerbada, o un intento ingenioso de la élite dominante y sus intelectuales orgánicos de mantener funcional todo sobre lo que se sustenta su régimen de potestad: la psique política enraizada en el individualismo de elección racional y en la sustitución del «Nosotros» por el«Super yo».

Populismo e identidad popular

Dentro de la teoría populista, el sujeto popular que aspira a construir el populismo va más allá de la posición de clase. Se argumenta que no existe una relación directa entre sujeto/constructor y pertenencia de clase dado que, por ejemplo, la burguesía nacional industrial puede ser parte del proyecto popular, así como la alta burocracia del Estado o también lo que hoy llamaríamos las “clases medias”, todos ellos sectores pertenecientes a clases sociales diferentes. No se distingue con claridad, pues, entre una acción colectiva fundamentada en preceptos ideológicos de izquierda y otra dirigida por demandas liberales de derecha, lo que nos permitiría determinar una tipología de los populismos.

En la práctica, sin embargo, para los movimientos políticos progresistas el populismo simboliza más bien la constitución de una identidad popular, y lo popular se encuentra encarnado por los de abajo. Dicho de otra manera, el populismo es el advenimiento de la identidad política del excluido, la irrupción del plebeyo en busca de la dignidad que le fue despojada. Vuelve del dominio público las desigualdades sociales para incorporar a la vida política a las poblaciones históricamente relegadas. Su marcha está condicionada por la voluntad de las mayorías subalternas, por lo que exige una amplia participación en las decisiones de la rēs pūblica, incentivando la intervención incluso de los sectores más apáticos del espectro social. Por ello, el populismo es un fenómeno de ensanchamiento de la democracia; y más aún, «simplemente, un modo de construir lo político» (Laclau, 2005, p. 11) mediante el levantamiento de trincheras enemistadas en lo social que se enfrentan al arreglo institucional existente, interpelando para ello a nuevos sujetos −los marginados, los desechados, los indeseables− que conduzcan el cambio.

Dado el momento en el que se desarrolla, el populismo concibe la política como un espacio en conflicto permanente. Se nutre de una tradición filosófica agonista (Mouffe, 2014). Por tanto, traza fronteras, crea un “nosotros” frente a un “ellos” para establecer un antagonismo sin eufemismos; sin embargo, la reyerta es conducida a través de las instituciones, pues se enmarca en un contexto de democracia procedimental que reconoce la legitimidad del oponente. La potencia disruptiva de su movimiento se nutre de la noción de que para consolidarse como clase dirigente requiere ser Estado, rehacerse como Estado, instrumentalizar sus aspiraciones desde el Estado.

Así mismo, el surgimiento del populismo como proyecto político está caracterizado por la crisis, el momento en que se desarrolla una ruptura de las lealtades, fidelidades y complacencias entre gobernados y gobernantes. En América Latina hay una serie de eventos enigmáticos para ejemplificar esto: el «Caracazo»de 1989 en Venezuela; la «Marcha de los Cuatro Suyos» del 2000 en Perú; el «Cacerolazo» de 2001 en Argentina; la «Guerra del Gas» de 2003 en Bolivia; y la «Rebelión de los Forajidos» de 2005 en Ecuador. El fruto en todos los casos ha sido la constitución del “yo” colectivo, el pueblo, que es una pluralidad organizada en torno a un proyecto de construcción y ejercicio del poder en clave emancipatoria. Funciona como una unidad diversa estructurada de acuerdo al nivel de integración de sus diferentes miembros y a la magnitud de la lucha que avizoran; por ello, el pueblo puede tener distintas identidades: ciudadana, campesina, obrera, indígena, dependiendo la manera en que se condensen las formas organizativas que conviven en la colectividad para que de ellas emerja una con mayor irradiación e influencia. Así pues, una de estas identidades será la hegemónica y sus demandas e intereses se tornarán de carácter universal dentro del dominio popular. De manera que, en su definición ampliada, el populismo es la construcción del poder a través de la invención y sintetización de diversas identidades populares despreciadas en el devenir histórico.

Por otro lado, el populismo se construye en un espacio intermedio en el cual se articula el momento de la movilización y el momento de la institucionalización. Ambas, la institucionalización y la movilización, representan las dos antípodas en un continuo que rara vez pueden materializarse, dos polos puros y totalmente contrapuestos sustancialmente imposibles de habitar. Y esto es así puesto que un populismo extremo significaría la disolución de la calidad institucional de una sociedad; en cambio, un institucionalismo radical llevaría al deceso inexorable de la política debido a que ésta sería reemplazada por la administración, de manera que los problemas sociales se remediarían administrativamente y la movilización de fuerzas sociales no personificaría ningún papel. En palabras de Jorge Abelardo Ramos (Biglieri y Cadahia, 2021), «la sociedad nunca se polariza entre el manicomio y el cementerio» (p. 171), representando lo primero un enfrentamiento exacerbado, permanentemente contingente, sin lugar para consensos y acuerdos; mientras que lo segundo, un régimen completamente institucionalizado, que coopta la protesta y gestiona el conflicto.

El retorno de la parodia

Durante los más de 40 años que perduró la Guerra Fría, las naciones capitalistas propagaron la idea de la «amenaza roja» con el fin de advertir el supuesto peligro que representaba el comunismo para las garantías individuales y la democracia liberal. El colapso de los gobiernos comunistas en Europa central y oriental, y en gran parte de África y Asia, significó el triunfo simbólico de esa narrativa. Hoy, se usa la misma retórica para señalar a un nuevo enemigo: el populismo, que es acusado de manipular la voluntad general en detrimento del bienestar privado y en favor del centralismo autoritario. Sus críticos lo dibujan como un ente homogéneo, con una posición difusa en el espectro político izquierda-derecha. No parece importarles. Parten de la premisa de que todo populismo es abominable. Se convencen de que es imperante combatir a los “tiranos” que produce y fuerzan una falacia de asociación entre líderes políticos despóticos para tildar al fenómeno en su conjunto: Bolsonaro es malo. Bolsonaro es populista; por tanto, el populismo es malo.

En América Latina, particularmente, se ha instrumentalizado el lawfare (judicialización de la política) como táctica de guerra para desestabilizar proyectos políticos progresistas y perseguir a sus dirigentes más visibles por encarnar alternativas populistas a la hegemonía neoliberal (Cristina Fernández en Argentina, Rafael Correa en Ecuador, Dilma Rousseff y Lula Da Silva en Brasil, Evo Morales en Bolivia, entre otros). Una persecución en algunos casos apoyada por una considerable mayoría de los sectores de las clases medias y populares que se vieron favorecidos por los regímenes antineoliberales, como sucedió en Argentina con la victoria de Macri o en Bolivia con el referéndum que rechazó la reelección de Evo. Para ejemplificar, según cifras de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, 2020), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID, 2020) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 2020), en el periodo 2005-2014 la ola progresista latinoamericana sacó de la pobreza a más de 50 millones de personas y de la indigencia a más de 20 millones; el peso del gasto social en el Producto Interno Bruto (PIB) se situó en más del 18% y el gasto promedio en educación fue de 36%; el salario mínimo promedio tuvo una alza de casi el 50% durante 2005-2012; el 10% peor remunerado en el 2005 se apropiaba del 0.8% de los ingresos, pero para el 2013 pasó a ser el 1.4% (64.5% más). ¿Cómo se explica entonces que con semejante prosperidad regional y una marcada tendencia a continuar por ese rumbo, la gente haya elegido un giro repentino a la derecha? Son dos los fenómenos que parecen arrojar luz al respecto: el efecto comunicacional del discurso antipopulista, legitimado en parte por los diferentes escándalos de corrupción que acompañaron a los gobiernos progresistas, y lo que Rafael Ton (2016) llamó el «síndrome de Doña Florinda».

Lo último resulta una analogía sugestiva si se entiende la referencia. Se trata de una porción de la clase media que al ver mejoradas sus condiciones de vida (trabajo estable, seguro social, crédito hipotecario para adquirir un hogar, etc.), idealiza que forma parte de una clase social a la cual en realidad no pertenece, por lo que comienza a manifestar menosprecio por el resto de su “vecindad” y se vuelve funcional a los grupos de poder. Doña Florinda personifica a la clase media; Don Ramón y el Chavo del 8 a las fracciones degradadas o la “chusma”; y el Señor Barriga al capitalista compasivo que guarda la admiración y el respeto de la clase media. A este respecto, Alex Guardiola (2016) expone brillantemente el formato en que se manifiesta dicho atributo del desclasamiento en tiempo de elecciones: «La gente vota por quien se parece a lo que él mismo quiere llegar a ser, por el candidato o la candidata que representa sus aspiraciones sociales, por la figura que sintetiza su sueño no de sociedad o de país sino de figuración social; votar se convirtió en un acto de arribismo».

Por otro lado, como ya antes se dijo, la nueva clase dirigente no estuvo exenta de caer en excesos durante este periodo de bonanza territorial (corrupción, clientelismo, peculado), situación aprovechada por las oligarquías locales para incentivar el regreso de la gestión tecnocrática. Como oposición política, se encargaron de señalar con vehemencia la supuesta incompetencia del gobierno y se apoyaron en diversos casos probados -e inventados- de envilecimiento público. Sin embargo, su ambición de restituir la tecnocracia, lejos de simbolizar un anhelo por mejorar las condiciones de vida del grueso de la población, estaba fundamentada en una visión elitista de la democracia. Las ideas que los guiaban se orientaban a acusar de analfabetas a los sectores populares que llevaron a las izquierdas moderadas a ejercer el poder. Su objetivo era confeccionar un principio minoritario que regresara la autoridad a las élites políticas y a su burocracia dorada al servicio del empresariado. Y aunque su movimiento se caracterizaba por levantar las banderas de la libertad, la tolerancia, el derecho a la propiedad privada y la indiscutible separación de poderes, su verdadero móvil era la edificación de una democracia de nobles. Concebían al pueblo como una masa incapaz de seleccionar el camino más óptimo para alcanzar su felicidad. Argüían que un nubarrón de ignorancia y volubilidad les cegaba la vista. No estaban calificados. Carecían de las cualidades necesarias para llevar los asuntos del gobierno. En consecuencia, una casta de personajes ilustrados tendría el deber de guiar el destino de sus prójimos, pues el haber desarrollado un elevado intelecto les permitía distinguir con mayor claridad el mejor de los mundos posibles. Esta idea, en abierto antagonismo con lo que se propone defender, priva al ser humano de la libertad para elegir su porvenir. La fortuna que ha de acompañar su vida recae en la voluntad de otro(s). Así, la organización política se vuelve una aristocracia con apariencia democrática y la dominación se normaliza por medio del consenso. La historia, pues, se repite dos veces.

Referencias bibliográficas

Banco Interamericano de Desarrollo (2020). Sociómetro-BID [base de datos]. https://www.iadb.org/es/investigacion-y-datos/pobreza,7526.html

Biglieri, Paula y Cadahia, Luciana (2021). Siete ensayos sobre populismo. Barcelona: Herder.

Comisión Económica para América Latina y el Caribe (2020). Cepalstat. Base de datos y publicaciones estadísticas [base de datos]. https://statistics.cepal.org/portal/cepalstat/index.html?lang=es 

Guardiola, Alex (2016). El síndrome de Doña Florinda. Opinemos.https://opinemos.wordpress.com/2016/01/05/el-sindrome-de-dona-florinda/  

Mouffe, Chantal (2014). Agonística: pensar el mundo políticamente. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Organización Internacional del Trabajo (2020). Ilostat. La principal fuente de estadísticas laborales [base de datos]. https://ilostat.ilo.org/es/topics/wages/

Quijano, Aníbal (2020). Cuestiones y horizontes: de la dependencia histórico-estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder. Buenos Aires: CLACSO. http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/se/20201009055817/Antologia-esencial-Anibal-Quijano.pdf

Ton, Rafael (2020). El síndrome de Doña Florinda. Argentina: Autoedición.