Las elecciones del seis de junio

Job Hernández

Acabamos de vivir los comicios más grandes en la historia del país y uno de los más ríspidos tratándose de elecciones intermedias. Los mexicanos concurrieron a las urnas para renovar la Cámara de Diputados, varios congresos locales, quince gubernaturas y casi dos mil ayuntamientos. Nunca antes se había generado tanto interés en unos comicios de mitad de sexenio. La jornada electoral se vivió como una evaluación general del desempeño del Presidente López Obrador y como un referéndum sobre la continuidad de la Cuarta Transformación.

Aunque en general prevaleció la calma y se instaló el 99 por ciento de las casillas, la violencia no estuvo ausente. Durante el periodo de campaña fueron asesinadas 80 personas vinculadas al proceso electoral, 35 de las cuales eran candidatos o precandidatos. Y el día de las elecciones ocurrieron 800 eventos de violencia que resultaron en más víctimas mortales.

En el más grave de los incidentes, una camioneta que transportaba paquetería electoral en el estado de Chiapas fue baleada, con un saldo de cinco muertos. Dos personas más fueron linchadas en Oaxaca después de ser acusadas de destruir las mesas receptoras del voto. En varios puntos del país hubo quema de paquetería, robo de urnas, secuestro o retención de candidatos, balaceras y amedrentamiento contra la ciudadanía. En Tijuana, una cabeza humana fue arrojada a una casilla y circularon mensajes amenazantes llamando a la población a no votar. En municipios localizados en zonas conflictivas, hombres armados vigilaron que el curso de la jornada condujera a los resultados que deseaban.

La mayoría de los eventos de este tipo tuvieron como protagonista a los distintos grupos de la delincuencia organizada que operan en el país y que intervinieron en los comicios a nivel local para designar candidatos, financiar campañas y conseguir el triunfo de los políticos de su preferencia. Con esto coartaron el derecho de los mexicanos a elegir libremente a sus representantes en forma tal que amerita una reflexión profunda y una serie de reformas para solucionar esta grave problemática.

La oposición contribuyó al clima de polarización. Se lanzó a degüello contra el Presidente y la Cuarta Transformación mediante una agresiva campaña de medios dirigida a caracterizar a sus oponentes como enemigos irreductibles, lo que exacerbó los ánimos al interior de los distintos componentes de la sociedad mexicana. Miles de ciudadanos fueron a las urnas no para decidir quién sería su diputado o presidente municipal sino para frenar una pretendida dictadura o un inexistente comunismo que amenaza las libertades fundamentales. Adicionalmente, la autoridad electoral fue utilizada como instrumento más en la lucha, lo que terminó por tensar los ánimos.

En medio de ese clima de discordia, la oposición sumó la totalidad de sus fuerzas en un frente electoral unificado por el ala dura del empresariado mexicano, con lo que se formalizó, finalmente, la coincidencia ideológica y programática en torno del neoliberalismo que se viene dando entre los tres principales partidos de oposición desde hace décadas.

Lanzados con todas sus fuerzas disponibles y mediante una estrategia de campaña agresiva en extremo, ¿cuáles fueron los resultados de la jornada electoral para los partidos de la oposición? Todo indica que no lograron su objetivo de arrebatar el Congreso al Presidente y sus correligionarios. La alianza Morena-PT-PVEM ganó 121 distritos de los 300 en juego, a lo que se suman otros 65 obtenidos por Morena y uno más del PVEM para sumar un total de 186. Por su parte, la coalición PAN-PRI-PRD sólo ganó 63 distritos, a los que se agregan 11 del PRI y 33 del PAN para un total de 107. Con estos resultados, aunque todavía falta la asignación de los escaños plurinominales, Morena continúa siendo la fuerza mayoritaria en la Cámara de Diputados y seguramente alcanzará la mayoría absoluta en conjunción con sus aliados. En el peor de los casos, el Presidente se verá obligado  a negociar con la oposición la mayoría calificada, necesaria para aprobar reformas constitucionales. Pero esto ya sucede en la actualidad de tal forma que no será un cambio significativo en la correlación de fuerzas al interior del poder legislativo. En resumen, el objetivo de bloquear las reformas constitucionales impulsadas por el Presidente sigue en el aire: todo dependerá de que se mantenga unido el bloque opositor y el PRI vote siempre en contra, lo que no ha ocurrido y parece improbable de entrada. 

A esta fallida consecución de su objetivo principal se debe sumar una derrota en toda línea en el caso de las gubernaturas en juego, de las que Morena y sus aliados ganaron once de quince, un resultado catastrófico sobre todo para el PRI que en noventa años de existencia no había sido acotado de tal forma. Adicionalmente, la coalición opositora quedó en minoría en 18 de los 32 congresos locales.

Sólo en la capital de la República la coalición PAN-PRI-PRD puede presumir resultados favorables. Considerada un bastión histórico de la izquierda mexicana, allí la Cuarta Transformación perdió un considerable terreno: la oposición ganó nueve de las quince alcaldías en juego y tantas diputaciones locales que Morena apenas tendrá un diputado más de los necesarios para alcanzar la mayoría absoluta en el congreso local. Aunque los dirigentes de la oposición han celebrado este triunfo como un giro definitivo del electorado en su favor, otras voces en su interior señalan que se trata de una victoria pírrica que no alcanza a compensar los malos resultados en el resto del país. En ese sentido se han expresado los panistas Javier Corral y Gustavo Madero.

Además de esta magnificación interesada, los resultados del seis de junio en la Ciudad de México han generado ríos de tinta. La derrota de la Cuarta Transformación se ha intentado explicar de diversas maneras. El corrimiento de la clase media hacia la derecha es una de las razones más  recurrentes. Y aunque falte todavía un análisis sociológico más profundo de las estadísticas electorales, es plausible que, efectivamente, haya ocurrido un desgaste de la aprobación hacia Morena y sus aliados en los estratos intermedios de la sociedad mexicana, un fenómeno muy acorde con las experiencias del tipo de la Cuarta Transformación conforme la confrontación política se va radicalizando. Precisamente, esa fue la apuesta de la oposición al lanzar una campaña dirigida a mover los miedos ancestrales de estos sectores hacia políticas más decididas de redistribución e intervención estatal.

Pero es necesario relativizar este fenómeno y agregar otras causas posibles de los resultados del seis de junio en la capital. Estas apuntarían a elementos internos que en reiteradas ocasiones han llamado la atención de los especialistas, los militantes y la ciudadanía en general. La Cuarta Transformación parece descansar en un conglomerado de fuerzas inestables y contradictorias que, en determinados momentos, no actúan en armonía o, incluso, se boicotean abiertamente. Es el caso del momento electoral en la capital. Todo indica que no se logró la suficiente unidad y algunas fuerzas al interior de la Cuarta Transformación optaron por no apoyar, o actuar en contra, de sus propios candidatos. El famoso “fuego amigo” o las “patadas por debajo de la mesa” fueron fundamentales en el resultado conseguido.

A esto se sumó el exceso de confianza que llevó a no dar la batalla electoral con la contundencia necesaria porque “la capital ya estaba ganada”. Así, más que a factores estructurales como el giro conservador de la clase media, es probable que el revés de Morena y sus aliados se debe a factores como este exceso de confianza, las traiciones en su seno y una estrategia de campaña de la oposición que sacó hasta al último de sus votantes bajo la idea de que se trataba de una batalla definitiva entre la dictadura y la democracia.

Con todo, y a pesar de la importancias simbólica de la capital, estos resultados tienen una significación histórica menor que lo ocurrido con las gubernaturas, los congresos locales y los ayuntamiento que apuntan a una profunda –y tal vez definitiva, aunque lenta y pausada- disgregación de la dominación política de viejo cuño, articulada en torno del PRI. Como señalamos anteriormente, nunca antes este partido había tenido tan poca injerencia en ese componente primordial de las relaciones de poder que es el bloque de gobernadores, a lo que se suma un porcentaje de votación del 17.7 por ciento que muy pocas mentes habrán podido imaginar como escenario posible en la política mexicana.

Con esta forma de dominación en agonía y fracasado el bipartidismo que pretendía reemplazarla, lo que está en proceso es una drástica reconfiguración del sistema de partidos en México derivada de la insurrección electoral del 2018 y sus prolongaciones al estilo de la reciente jornada del seis de junio. Un primer paso en esa dirección fue el frente electoral de todas las oposiciones afines al neoliberalismo. Otro sería la aparición de una nueva derecha conformada por figuras altamente mediáticas como Samuel García, Luis Donaldo Colosio Jr. y Pedro Kumamoto, los primeros de los cuales ya se hicieron de un bastión que podría proyectarlos nacionalmente.

Por lo pronto, la oposición aplastada en 2018 alzó la cabeza y probó la eficacia electoral de la unidad y la polarización. Saben que pueden derrotar a la Cuarta Transformación sí y solo sí reúnen sus fuerzas, aunque esta unidad esté dificultada por la diversidad de intereses que divide a sus partes componentes, un dato objetivo difícil de remontar en este tipo de situaciones. Una cosa es que sepan lo que tienen que hacer y otra muy diferente que la realidad se los permita. En cuanto a la estrategia de polarización, es necesario reconocer que fue efectiva en esta ocasión pero sus límites son bastante estrechos. Una política dirigida a los menguados contingentes de la clase media post-neoliberal redituará escasos dividendos sobre todo si, como parece que está sucediendo, los sectores populares y las capas más empobrecidas de la sociedad mexicana se convierten en el nuevo punto de apoyo de la Cuarta Transformación.

Con todo, el problema más grave no es tanto la oposición como las dificultades inherentes a la vía escogida para el proceso de cambio. En ese sentido, las elecciones del seis de junio dejaron en pie los dilemas de la transformación social en el marco del régimen democrático-parlamentario tal como está diseñado en México. La Cuarta Transformación seguirá moderando los alcances de las reformas fundamentales con la finalidad de obtener el voto de la oposición necesario para alcanzar la mayoría calificada en la Cámara de Diputados. Y en el caso de las leyes secundarias y el presupuesto, mucho dependerá de un aliado poco confiable como el PVEM. ¿Podrá la 4T en algún momento alcanzar la acumulación de fuerzas necesaria para no depender de estos acuerdos y alianzas? ¿Deberá modificar todas las reglas del juego heredado de tal manera que la sociedad mexicana exprese su voluntad a través de otros mecanismos? Es muy probable que para romper el impasse sea necesaria una gran reforma electoral que reemplace a todos los procedimientos e instituciones construidos desde 1976 no precisamente para hacer valer la voluntad popular y desmontar el autoritarismo sino, por el contrario, para perpetuarlo. Si esto no ocurre, el Presidente y sus seguidores seguirán atrapados en una lógica que facilita la estrategia opositora de entorpecer el avance de las reformas mediante su empantanamiento legislativo, con la esperanza de generar una sensación de ingobernabilidad, incompetencia y frustración a los ojos de la ciudadanía.