La Universidad en esta hora de cambio

Job Hernández

Quien afirme que la universidad pública en México no requiere ningún tipo de reforma y que «todo va de la mejor manera, en el mejor de los mundos posibles», está completamente equivocado. Lo mismo quien señale que el claustro académico se sustrajo al neoliberalismo y permaneció en una burbuja de cristal mientras el mundo se reestructuraba por completo bajo la égida de los fanáticos de Friedman y Hayek.

Sólo quienes miran los toros desde la barrera pueden sostener que la función social de la universidad pública en México se mantuvo sin contaminarse del espíritu de la época que hoy comienza a extinguirse. Por supuesto, la versión más dura de la reestructuración en clave neoliberal se detuvo en 1999 y durante todo este periodo no faltó la crítica y la participación de los universitarios en las luchas sociales, además, la formación de cuadros con amplia vocación de servicio nunca se dejó de lado. Pero esto se hizo siempre a contramarcha y no fue la dirección principal del proceso. Me atrevo a decir que, en muchos casos, fueron iniciativas heroicas de resistencia individual o experiencias marginales duramente menospreciadas y castigadas. Ni por asomo fue ésta la política institucional u oficial. Lo dominante fue la lenta, pero feroz, privatización y sujeción de la universidad pública a los “designios” del mercado.

Como se ha señalado en estos días, lo que ocurrió fueron los reiterados intentos por ampliar el cobro de servicios, la reforma en clave neoliberal de los planes de estudio, la imposición de un sistema de retribución académica “productivista” y de un régimen laboral de precarización generalizada, el uso faccioso de la universidad para la acumulación de grandes fortunas personales, la generación de una estructura de retribuciones altamente inequitativa, la profundización de las brechas sociales entre un núcleo privilegiado y una periferia que vive al día y la subordinación de las investigación científica a la agenda de las grandes empresas en detrimento de los grandes problemas nacionales. Neoliberalismo puro y duro. Eso es la universidad pública en México hoy.

El Presidente sólo puso el dedo en la llaga. Y eso está muy bien. Por primera vez en muchos años “el gran público” se asoma a lo que sucede en la bella República de las Letras. Sólo se quejan quienes quieren que sus crímenes sigan ocultos bajo el manto místico de la autonomía. Los demás nos congratulamos que el Presidente magnifique las críticas hechas a voz en cuello durante años pero sin los recursos y los medios suficientes para alcanzar una resonancia significativa.

No deja de ser un signo de los nuevos tiempos que el Presidente sea quien encabece la crítica y la lleve más a fondo. Esta situación es más o menos imprevista e inédita. Pero era cuestión de tiempo que sucediera porque la recuperación de la rectoría del estado y la restauración del interés público en los ámbitos secuestrados por las élites privadas son dos ejes programáticos primordiales del actual gobierno. En el caso de la universidad esto se expresa en la idea de suprimir los obstáculos que restringen el acceso de las grandes mayorías y en la restauración de su carácter público, gratuito y universal. Así se expresó en la primera versión de la reforma educativa enviada por el Poder Ejecutivo a la Cámara de Diputados y en el sentido original de la nueva Ley de Educación Superior, ambas finalmente recortadas en sus alcances por las maniobras de la oposición y los titubeos de las fracciones más moderadas del partido gobernante (amedrentadas por el chantaje de que “con la Universidad no hay que meterse”).

Que el ariete presidencial toque a las puertas de la Universidad en apoyo de las posiciones más progresistas es una oportunidad de que no debería desaprovecharse. En contra del intento de las élites universitarias por silenciar la crítica presidencial mediante el argumento dogmático de que la Universidad es “incuestionable”, en esta hora de cambio los universitarios deberíamos empujar una agenda para la reforma universitaria basada en los siguientes puntos:

  1. Transparencia y rendición de cuentas como principios fundamentales de la administración universitaria. Castigo a quienes hayan desviado recursos durante los últimos años. Fin del despilfarro, política de austeridad y re-direccionamiento del dinero a las finalidades básicas (docencia e investigación).
  2. Basificación de los profesores temporales. Incremento salarial de emergencia para este sector. Nuevo esquema de contratación del personal académico que ponga fin a las trampas y simulaciones hoy comunes en los concursos de oposición. Jubilación digna para profesores y renovación sistemática de la planta académica. Eliminación de la subcontratación y respeto a la materia de trabajo del personal sindicalizado. Política de recuperación salarial dirigida preferentemente a los niveles más bajos del escalafón (intendencia, jardinería, etc.), afectados por cuatro décadas de deterioro de sus ingresos.
  3. Fin de los esquemas productivistas de reconocimiento del trabajo académico. Atención prioritaria a los grandes problemas nacionales como ejes de la investigación y la docencia. Respeto irrestricto a la libertad de cátedra y a la pluralidad de ideas, menoscabadas por la imposición del “pensamiento único” que eliminó materias, enfoques y corrientes en los planes de estudio.
  4. Establecimiento de una política de «cero tolerancia” contra el acoso y la violencia de género. Modificación de los ordenamientos legales para facilitar su castigo. Inclusión de la perspectiva de género en los mecanismos para la selección del personal académico. Garantía irrestricta del derecho de las mujeres a una vida libre de violencia en los espacios universitarios. Paridad de género en instancias colectivas de mando y en la elección de los mandos administrativos.
  5. Democratización plena de la toma de decisiones. Reestructuración profunda de los órganos de gobierno. Derecho de consulta en asuntos primordiales y derechos a la revocación del mandato mediante plebiscito.