La batalla política por la historia y la memoria en Colombia.

Damián Pachón Soto
Universidad Industrial de Santander, Colombia.
Universidad de Estudios Extranjeros de Kobe, Japón.

“Afortunadamente, la Historia también conserva la memoria de los grandes luchadores contra la Historia, esto es, contra este ciego poder de lo real”.

(Nietzsche, 2011, p. 383-384).

“El recuerdo del pasado puede dar lugar a peligrosos descubrimientos, y la sociedad establecida parece temerosa frente al contenido subversivo de la memoria” (Marcuse, 1981, p. 129)[i].

El uso de la historia como “carta de batalla” ha jugado un papel fundamental en la contienda por colonizar el sentido común de los colombianos buscando lograr, así, el consentimiento ciudadano en torno a las políticas gubernamentales. Esa batalla ha estado encaminada a desconocer el conflicto en Colombia y a reescribir, cambiar, mutilar y tergiversar el pasado. Sin embargo, esa batalla no ha sido un soliloquio gubernamental; no ha sido una confrontación sin contendiente, pues donde hay poder hay resistencias, como decía Michel Foucault (2008). Ahora, ¿qué concebimos como historia? ¿Qué papel ha jugado en la formación de la nación en la modernidad? ¿Cómo se da la lucha por la historia y la memoria en la Colombia actual? Veamos brevemente estos aspectos. 

I

La historia humana es una historia concreta: es el producto de la experiencia del ser-humano en su acción sobre la naturaleza y en su interrelación con otros. Es el resultado de su dialogo complejo con el cosmos y con las circunstancias en las cuales está inmerso; es un producto de la praxis social que se objetiva en el tiempo. La historia en este sentido, debe ser concebida como “pura actividad práctica” (Gramsci, 2016, p. 60), donde el ser- humano, gracias a su trascendencia, a esa capacidad que tiene de ir más allá de la legalidad natural, crea su propio proyecto de vida. Este proyecto propio del ser-humano -movido por sus necesidades (la ananké), y alimentado por su imaginación y creatividad, ha cristalizado en los mitos, las religiones, el arte, la ciencia, la técnica, el Estado y la política. Todas estas creaciones son, para decirlo con Hegel, espíritu objetivo, objetivaciones de su logos, de su pensamiento, de su libertad.  

La historia puede ser concebida como la estela que el hombre, mediante su acción, deja en el tiempo; es la huella de las acciones humanas. Pero esa historia no es, simplemente, lo-que-ya-no-es, tampoco lo que ya no está. Es, por el contrario, lo que sigue operando en las entrañas del presente, de nuestro tiempo, de la actualidad. El presente es un sedimento del pasado o su extensión. Por eso, estamos constituidos históricamente. Estamos en la historia como el pez en el agua. Y esto trae una consecuencia de la que no podemos escapar, una consecuencia ineluctable: somos el pasado, nuestra identidad está en la historia. En Historia como sistema ha dicho Ortega y Gasset (1971) “si, pues, hay pasado, lo habrá como presente y actuando ahora en nosotros […], que lo único que el hombre tiene de ser, de naturaleza, es lo que ha sido. El pasado es el momento de identidad en el hombre” (p. 52). Y agrega: “el pasado es la fuerza viva y actuante que sostiene nuestro hoy […] El pasado soy yo –se entiende, mi vida” (p. 60).

Esta verdad evidente, no siempre fue asumida con tanta consciencia, con tanta radicalidad, pues si bien desde la antigüedad hubo quienes se dedicaron a la historia, entre ellos, Heródoto, Tucídides o Tácito, tan sólo es en la modernidad cuando surge con fuerza el problema de la conciencia histórica. Es en la Ilustración donde el europeo se lanza a la “conquista del mundo histórico” (Cassirer, 2002, p. 244) y donde la historia misma se convierte en problema, en objeto de conocimiento.  

Si Hegel advirtió que “el individuo es hijo de su época” y que “nadie puede salir de lo sustancial de su época” (1983, p. 85), en un tiempo donde la razón debe dar cuenta de todo, era necesario esclarecer y transparentar ese pasado. Hegel pensaba que la Revolución Francesa había desencadenado los poderes de la razón y que ahora, con este instrumento, el hombre podía lanzarse a la construcción racional de la realidad. De tal manera que era necesaria la conciencia histórica, mostrar cómo nos hemos configurado históricamente, para labrar la estatua del futuro con el cincel de la razón, esperanza que Hegel ponía en la clase media (Marcuse, 2017, p. 278). De tal manera que razón y revolución aparecieron unidas en su pensamiento.

El interés por la historia, por la historiografía, surge, pues como un producto de la Revolución Francesa. Ya la historia no es asunto de aficionados, de amateurs, que usan métodos discutibles, que son meros coleccionistas de hechos. Ahora la reflexión implica pensar la relación entre historia y pasado, historia y porvenir y, sobre todo, historia y cambio social. Y esto generó un rechazo a la historia especulativa, entre ellas, la de Hegel. Porque si se quería dirigir el cambio histórico era necesario superar las grandes narrativas, también la historia militar de los reyes, las apologías a los monarcas; era preciso salir al archivo, los documentos, el material empírico, y así trascender la mera especulación. Y así fue, sostiene Inmanuel Wallerstein (2013), “como los historiadores, que no habían querido seguir trabajando en la justificación de los reyes, se encontraron dedicados a la justificación de las naciones y a menudo de sus nuevos soberanos, los pueblos” (p. 19). De ahí que la “primera de las disciplinas de la ciencia social que alcanzó una existencia institucional autónoma real fue la historia” (p. 17).

He dado este rodeo, porque la “conciencia histórica” no es más que el depósito de la memoria de un pueblo, de las gentes, tanto de los de arriba como de los de abajo. La historiografía en su versión positivista asumió esa tarea en el siglo XIX, especialmente, en la segunda mitad de siglo. Su objetivo era apresar la historia tal como fue, según decía Von Ranke, como si el historiador pudiera viajar en el tiempo y regresar con el pasado entero, tal como fue, en la cabeza. Desde luego, la reflexión teórica sobre las categorías, el objeto, los métodos, etc., de esta historiografía ingenua, fueron superados ya con la historiografía de la Escuela de los Anales (Burke, 1990, p.  11 ss.), pero lo cierto es que, en sus inicios, ha historia fue concebida como la biografía de esa universalización forzosa que fue la creación de los Estados-nacionales europeos y los latinoamericanos; una biografía de la nación.

Esa universalidad que implica la creación del Estado-nación, al imponer una sola lengua, símbolos, costumbres cívicas, delimitar territorios, etc., concomitantemente supuso un proceso violento de exclusión y de amoldamiento de la población. La nación es una universalización o totalización que tiene tras de sí la violencia como dispositivo constitutivo. De ahí que hay una historia de los vencidos sepultada por la historiografía oficial de cada Estado nacional. Debajo de las historias nacionales corre un río de sacrificios y exclusiones, un río que arrastra sus propias víctimas.

II

Si concebimos el Estado como un pacto, producto de un consenso social, tal como pensaron filósofos- políticos como Francisco Suárez, Thomas Hobbes, John Locke o J.J. Rousseau, es preciso decir que ese pacto está en una permanente tensión y, por ello mismo requiere, constantemente, ser refrendado, ajustado. Esto es así porque la legitimidad política de los gobiernos no está garantizada de una vez por todas. Por eso, los gobiernos en la lucha por mantener esa legitimidad y lograr amplios márgenes de gobernabilidad, se ven compelidos a usar los dispositivos ideológicos con los que cuentan. Es el uso de lo que Lois Althuser llamó “los aparatos ideológicos del Estado” (2016), los cuales, a diferencia de los represivos que operan con la violencia, movilizan la ideología para lograr y mantener la hegemonía política y social sobre los ciudadanos. Entre estos aparatos ideológicos encontramos las instituciones culturales, “el sistema de las distintas escuelas públicas y privadas […] prensa, radio, televisión, etcétera” (p. 115-116). El uso de estos aparatos puede estar combinado con el uso de los aparatos represivos (violencia pública legítima) y de la violencia privada.

Es la realidad que vive Colombia en la actualidad. El ejercicio del gobierno, el desarrollo de sus políticas, la materialización de la visión de sociedad del partido Centro Democrático al cual pertenece el presidente electo Iván Duque Márquez en Colombia (2018-2022) requiere ajustar el pacto social. En una sociedad polarizada ideológicamente, con desacuerdos profundos en torno al proceso de paz, las prioridades de la agenda de gobierno, las fuerzas sociales antagónicas luchan por defender sus intereses, su concepción de la realidad social, política, cultural y económica. En este caso, la sociedad civil misma es el escenario de la batalla ideológica; se convierte en la sede del conflicto y el antagonismo políticos. Y la prevalencia de una concepción del mundo o de la otra, condicionan el ejercicio del gobierno, ya sea favoreciéndolo, ya sea limitándolo. Por eso, en este escenario, el Estado pone a funcionar sus dispositivos represivos e ideológicos.

Es en este contexto donde aparecen la historia y la memoria como campo de batalla. Historia y memoria en este escenario no son meras palabras, son conceptos fundamentales que fundamentan nuestra comprensión de lo real. Todo…

Concepto se emplea para designar la representación mental de ‘algo’ que es comprendido, abarcado, conocido como el resultado de un proceso de reflexión. Este ‘algo’ puede ser un objeto de uso diario, o una situación, una sociedad, una novela. De todos modos, si ellos son aprehendidos (begriffen; auf ihren bergrif gebracht) han llegado a ser ‘objetos del pensamiento’ y como tales, su contenido y significado son idénticos y, sin embargo, diferentes de los objetos, de la experiencia inmediata (Marcuse, 1981, p. 135).

Lo que se juega en el concepto de historia en Colombia, es el contenido, el “algo” del concepto. De tal manera que ese contenido no puede prescindir de otras realidades. Si defino vaso como “una especie de loza que sirve para beber líquidos”, loza, líquidos, etc., son otras realidades, otros ‘algos’ que me sirven de mediación para lograr el significado de la palabra “vaso”. En nuestro caso, si pensamos dialécticamente, no podemos decir, por ejemplo, que el conflicto colombiano es producto de una sola causa, sea cual sea, pues estaríamos dejando por fuera otros contenidos, otras realidades y un conjunto de contextos que me sirven de mediación para representarme adecuadamente lo real. Por eso, todo concepto es producto de una reflexión. La historia y la memoria, entonces, pasan a ser conceptos cuyo contenido se torna objeto de disputa política, ideológica. Darles contenido implica no perder la visión general del cuadro, pues en este caso, vale la famosa frase de Hegel “solo el todo es verdadero”, la cual opera como un desiderátum para la investigación, pues nos alerta para que no pensemos las cosas de manera simple y aislada. Desde luego, en el caso que nos atañe, la historia colombiana y la determinación de sus contenidos, no es un producto de la mera especulación. Esos contenidos se determinan con la investigación empírica y con la inserción de la investigación cuantitativa en el marco de una determinada teoría, de una determinada interpretación.

Por eso, la reconstrucción histórica del pasado colombiano, con metodologías adecuadas, con métodos historiográficos determinados, se convierte en el caudal que acreciente la memoria sobre lo ocurrido en el conflicto. La memoria no sólo es una facultad humana que sostiene el pensar mismo, pues no podríamos pensar sin memoria, sino recordáramos las palabras y los conceptos, sino que en sí misma nuestras memorias son sedimentos de muchas experiencias. En la vida personal es así, pero en la vida colectiva la memoria no sólo proviene de las experiencias compartidas por los miembros de la comunidad, sino también de la tradición recibida ya sea de forma oral, escrita o audiovisual. Entonces, en la medida que la historiografía aporte a una fina reconstrucción del pasado está contribuyendo a formar la memoria de las generaciones actuales, pero también de las futuras. Por eso la memoria misma es un deber que tenemos para con las generaciones venideras, justamente para que sepan de donde vienen.  

En este marco, comprendemos la importancia del pasado, lo que recordamos y percibimos de él. Y comprendemos, también, que hay interesados en que ciertas cosas no se recuerden para así salvar su responsabilidad. Es justamente aquí, cuando nos percatamos, con Althusser de que “este combate filosófico por las palabras es una parte del combaste político” (2016, p. 21).

¿Qué es lo que ha sucedido en Colombia con este importante problema de la historia y la memoria? Veamos: tras el proceso de paz que permitió desmovilizar a más de 6000 hombres de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC, por sus siglas) -que dio pasos significativos en el reconocimiento de las causas estructurales del conflicto armado, producto no sólo de las guerrillas, sino del paramilitarismo; tras un proceso que terminó en un acuerdo, imperfecto, desde luego, pero que posibilitó mirar al futuro con propuestas que buscaban superar la guerra con las FARC, las desigualdades sociales y el atraso en el campo, entre otros aspectos; un proceso de paz que garantizaba unos mínimos de verdad, justicia, reparación y no repetición, etc.- el ascenso al gobierno de los opositores al Acuerdo de Paz, en cuyas filas se encuentran miembros del ejército, ganaderos, industriales, políticos, empresarios, iniciaron una guerra ideológica contra la narrativa  histórica que reconocía la existencia del conflicto armado desde hace, por lo menos, cinco décadas.

Es en este marco donde aparece el proyecto de reescribir la historia. Es tomar la ‘historia’ como un significante o etiquetas, para recordar aquí a Francis Bacon, a la cual se le puede insuflar cualquier contenido o noción (2011, libro I, Aforismo 14). Si en el siglo XIX las constituciones fueron “cartas de batalla”, donde la carta política era el garrote con que un partido destrozaba las posibilidades políticas y los intereses del adversario (Valencia, 2010), ahora, en pleno siglo XXI, la historia asume ese lugar. Desde luego, ya en el siglo XIX y comienzos del XX, en la lucha por la interpretación del pasado la historia se había convertido en “carta de batalla”. Basta mencionar el caso del puesto dado a Bolívar y Santander en la historiografía liberal y conservadora (Pachón, 2015), sin embargo, lo que está en juego hoy es, sin duda, más relevante, porque se trata de la conciencia histórica y la memoria colectiva presente en los colombianos que han sido víctimas del conflicto en Colombia.

En ese conflicto la casta dirigente siempre ha tenido responsabilidad. Desde los años 50 liberales y conservadores- desde sus cómodos escritorios en las ciudades- arrearon a campesinos inocentes a destrozarse en el campo en una guerra fratricida que los perjudicaba, especialmente, a ellos. Como resultado, emergen guerrillas liberales, chulavitas, y luego, tras el vergonzoso maridaje político entre los dos partidos durante el Frente Nacional, se sientan las bases para la emergencia de las FARC y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) en respuesta a la exclusión política generada por el régimen político. A ese conjunto de actores, a los cuales hay que sumar bandoleros y otros grupos guerrilleros, se adiciona en los años 70 los narcotraficantes que después, junto con ganaderos, políticos regionales, ejército y fuerzas de policía, apoyaran el naciente paramilitarismo en Colombia, generando la espiral de violencia y el círculo dantesco de la guerra en el país. Todo esto fue detalladamente investigado por la Comisión histórica del conflicto y sus víctimas (2015).

Ahora, tras el acuerdo de paz, esta narrativa histórica choca al gobierno de turno. Quieren sepultarla, cambiarla, mutilarla, tergiversarla, en fin, quieren una historia bajo pedido, una historia de bolsillo para lavar la “mala conciencia”. En la nueva versión, tal como afirma el recién nombrado director del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), Darío Acevedo, no hubo conflicto armado en el país. Lo que ha existido es una guerra del Estado frente al terrorismo. Esta interpretación del pasado está avalada, desde luego, en lo que el filósofo francés Jean Baudrillard, llamó, en su libro adecuadamente titulado Las estrategias fatales, “el problema de la seguridad” o la “securitizacion” de la sociedad (2000, p. 37). Esa securitización planteada por Baudrillard en 1983, tomó cuerpo con el ataque a las torres gemelas en el año 2001. El terrorismo se convirtió a partir de allí en punto central en la geopolítica mundial y legitimó el intervencionismo militar de los Estados Unidos en otros países. Lo que ya Noam Chomski había llamado “el nuevo humanismo militar”, que fomentaba la “intervención humanitaria” (2002, p. 91), como ocurrió en Kosovo, fue puesto al día tras el 9-11. El atentado generó la ideología contraterrorista, convirtiendo el globo en un panóptico mundial, donde todos vigilan, y donde nadie está seguro. Para el caso colombiano, este discurso, que como tal, es material y genera realidades, permitió al gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) marcar y adjetivar cualquier disidencia como “terrorista”. El ataque a las torres gemelas devino, a su manera, en seguridad democrática en Colombia.

Ahora, apoyados en la lógica del discurso antiterrorista, hoy se quiere suprimir parte de la historia colombiana. La misma realidad de conflicto que ha dejado más de 250.000 mil muertos, miles de desaparecidos, millones de desplazados, cientos de torturados, etc. Quieren eliminarlos de la historia o, mostrarlos a lo sumo, como producto del daño colateral de la lucha antiterrorista. Para lograrlo, las “estrategias fatales” que ha venido usando el establecimiento ha incluido el matrimonio efectivo entre posverdad y psicopolítica, tal como ocurrió en la votación del plebiscito por la paz. Esta estrategia implica el uso político de las emociones y su manipulación usando la producción serializada de la mentira (Pachón, 2017). Igualmente, han cooptado las Instituciones culturales, como el mencionado CNMH; también pretenden regular la educación en los colegios y continuar atacando las minorías políticas, raciales y sexuales. El gobierno, como si hubiera leído a Antonio Gramsci, busca tomar la hegemonía de la sociedad civil y para ello usa los recursos que tiene a la mano. En esta estrategia fatal, son plenamente conscientes de que su triunfo político e ideológico, depende de: “No cansarse nunca de repetir los propios argumentos (variando literalmente su forma); la repetición es el medio didáctico más eficaz para actuar sobre la mentalidad popular” (Gramsci, 2017, p. 297).  La repetición de eslóganes como “#LaJepEsImpunidad” en la red social Twitter, y el uso mutilado de la información, son expresión de la “funcionalización del lenguaje” y de la lucha contra la complejidad de la realidad social colombiana emprendidas por el establecimiento gubernamental.

III

Ahora, ¿cuáles son los efectos de estas “estrategias fatales”? Veamos.

En las Tesis sobre el concepto de historia que Walter Benjamin (2018) escribió poco antes de su suicidio en 1940, tras la persecución nazi, hay unas líneas que están a la orden del día en Colombia tras la lucha del establecimiento gubernamental contra la historia, contra la memoria. La tesis VI dice: “tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer” (p. 310). 

En las tesis de Benjamin se buscaba liberar el potencial del pasado, de la memoria, del recuerdo, buscando que dicha irrupción irradiara el futuro, iluminándolo, creando una ruptura en el presente para así construir un porvenir donde las esperanzas frustradas de los vencidos, de las víctimas de la historia, pudieran realizarse. Este acto realizaría la justicia con las víctimas de la barbarie. Con todo, cuando el enemigo vence, cuando éste vuelve a triunfar, esas víctimas de la historia vuelven a ser criminalizadas, vuelven a ser vencidas y sus anhelos quedan, de nuevo, sepultados. Es lo que dicen las líneas trascritas de la tesis VI. Es lo que se busca con el ataque contra la historia y el deseo de borrar, modificar, tergiversar y usar políticamente el pasado, tal como se propone actualmente en Colombia con la negación del conflicto armado.

Los actos del establecimiento gubernamental -el nombramiento de Darío Acevedo en el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH) y la remoción de los directores de importantes instituciones culturales- tiene consecuencias nefastas, pues promueve la absoluta irresponsabilidad de la sociedad y sus actores frente a la escandalosa violencia y el círculo dantesco de muerte en el país; entrona la falta de solidaridad con los familiares de los muertos; se constituye en un aplauso solapado y cómplice con los verdugos; moviliza institucionalmente la insensibilidad frente a la barbarie y sus víctimas; niega la aniquilación y las causas reales que provocaron el exterminio de las esperanzas frustradas y las vidas mutiladas, los futuros y los horizontes rotos por la violencia, por las muertes prematuras. En fin, mata de nuevo a los muertos. Con esos actos se intenta negar, ocultar y tergiversar los males constitutivos de la formación social colombiana y de los intereses mezquinos y egoístas atizados y convertidos en ley general por quienes se han beneficiado históricamente de las injusticias. Se quiere exonerar a los responsables, y re-victimizar a las víctimas.

Así como en la memoria está la identidad personal del individuo, en la memoria colectiva encontramos la identidad de los pueblos, de las comunidades. En la memoria está el contenido de sus luchas, sueños, ilusiones, derrotas, pero también en la memoria está la presencia permanente de los muertos, de las muertes. Es todo esto lo que se quiere borrar de un plumazo negando el conflicto. Por eso hay que preguntarse: ¿por qué se quiere decretar la no existencia de un conflicto armado en Colombia? ¿Por qué se quiere inducir una amnesia colectiva en las generaciones venideras? ¿Por qué se quiere borrar la realidad del país? ¿Por qué se quiere construir otra narrativa, negando lo que cientos de investigaciones realizadas dentro y fuera del país han demostrado, a saber, que Colombia ha estado atravesada por el conflicto por más de cinco décadas? La respuesta ya fue insinuada, pero tal vez el mismo Benjamin ofrece otra idea: el fascismo es enemigo de la memoria y necesita de la amnesia colectiva no sólo para legitimarse y salvar su responsabilidad, sino para perpetuar su política desigual, excluyente, clasista, racista, xenófoba y misógina. 

Hay que decir, que los proyectos deliberados de borrar el pasado, cambiarlo y modificarlo, no son nuevos: la historia está plagada de ellos. También la literatura lo ha mostrado magistralmente. En su texto “La muralla y los libros” Jorge Luis Borges nos cuenta que el emperador Shih Huang Ti, el mismo que ordenó la construcción de la monumental muralla china, “dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él”. Borges agrega que “quemó los libros -entre otras razones- porque la oposición los invocaba para alabar a los antiguos emperadores” (2015, p. 151). Pues bien, este relato, además del clásico 1984 de George Orwell, muestra que reescribir la historia ha sido utilizado no sólo por razones políticas (y no producto de finas discusiones epistemológicas sobre historiografía), sino para controlar el presente y el futuro. El que borra la historia actúa como el “Ministerio de la verdad” de Orwell, que quiere imponer una sola versión del pasado, y que incita a sus seguidores al piensabien, seguidores “fanáticos, ignorantes y crédulos en quienes prima el miedo, el odio, la adulación y una perpetua convicción de triunfo” (2006, p. 166-167).

Lo que se busca con estos crímenes contra el tiempo es no sólo legitimar el crimen pasado sino fundamentar una era nueva y borrar las oposiciones dialécticas que evidencian las profundas contradicciones de la sociedad o, lo que es lo mismo, sus conflictos constitutivos. Se busca, también, invisibilizar las demandas, los derechos y el clamor de justicia de los vencidos, de los muertos y los sobrevivientes. De ahí que las instituciones del Estado son tomadas y utilizadas para producir en serie el olvido; para intentar borrar el tiempo sedimentado, con el cúmulo de atrocidades que han padecido las víctimas en su corporalidad y en su psiquis, y de esta manera ponerse de parte de los victimarios. Es legitimar la desechabilidad de los cuerpos con los horrores que llevan inscritos encima, y con lo que esto significa simbólicamente para evitar que ese mismo horror se repita.

Hay que rescatar, entonces, la importancia de hacer memoria, pues “el olvido ataca, destruye o disuelve la verdad y la existencia de la injusticia” (Reyes Mate, 2016, p. 59). Y el olvido, como dice Marcuse en Eros y civilización (1969)si bien es necesario para la higiene mental, es “también la facultad […] que sostiene la sumisión y la renuncia […] olvidar el sufrimiento pasado es olvidar las fuerzas que lo provocaron- sin derrotar esas fuerzas” (p. 214). El olvido inducido por el Estado en las generaciones presentes y futuras, al reescribir la historia, no es más que la legitimación de lo que fue, dejando intacto el crimen y sin poder superar (levantar-conservar), en sentido hegeliano, ese pasado. Por eso, la sociedad colombiana necesita una razón histórica que actualice permanentemente lo ocurrido en las décadas de conflicto. Por eso, no hay que transigir con los asesinos de la historia que, a la vez, asesinan doblemente a quienes ya no están, a quienes no han sido redimidos por la verdad y la justicia. Hay que rescatar la fuerza del pasado, pues el recuerdo “es capaz de exorcizar los gérmenes letales del presente siempre dispuestos a repetir la historia” (Reyes Mate, 2008, p. 213-214). Tal vez así evitaremos que la violencia y la guerra triunfen de nuevo, y de que quienes vencieron…vuelvan a vencer.

 Referencias

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[i] Modifico levemente la traducción inglesa: ver MARCUSE, Herbert. One-Dimensional man. New York: Routledge Classics, 2002, p. 101.