Habitar el sueño

Víctor Hugo Pacheco Chávez

Todo hombre es a la vez su sueño, estar soñando y ser lo que se sueña, la puerta espera al alcance de la mano. Hay que aprender a despertar dentro del sueño, imponer la voluntad a esa realidad onírica de la que hasta ahora sólo se es pasivamente autor, actor y espectador.

Julio Cortázar, Último Round.

 

Comencemos con una provocación. Jonathan Crary nos dice en su libro 24/7. El capitalismo al asalto del sueño que en este momento se puede llegar a realizar una de las más grandes distopías del capitalismo: lograr un mundo en el que la producción y el consumo incesante pueda ser llevado acabo las 24 horas del día en los siete días de la semana sin interrupción. El desarrollo tecnológico, que como siempre empezó en desarrollo de armas de vigilancia y de destrucción que pudieran estar disponibles a cualquier momento, está pasando al terreno del consumo. Por ello, en su sugerente estudio, el autor observa que en la actualidad “el sueño es la única barrera que queda, la única condición natural que el capitalismo no puede eliminar” (Crary, 2015, p. 83).

Es interesante observar cómo en estos momentos en que las nuevas lógicas de acumulación del capital implican un rebasamiento de la explotación del hombre y la naturaleza, están sobrepasando sus barreras naturales al centrarse en la formas de acumulación a través de las redes virtuales y de la manipulación genética, que en el fondo podemos agrupar en la 1) privatización brutal de los bienes y servicios públicos y 2) en la disolución de las formas puras o híbridas de la comunidad aún prevalecientes. Sin olvidar mencionar que ello incluye una de las preocupaciones que la teoría crítica y autores latinoamericanos como Ludovico Silva trataron en el siglo XX, la acumulación del capital a través de la comercialización de las emociones y de la ideología: la plusvalía ideológica. Quizá en este marco de referencia convenga hacerle caso a Crary y repetir uno de los gestos que marcaron el siglo barroco: habitar el sueño.

EL SIGLO DE LAS UTOPÍAS

En el despliegue del capitalismo y de la modernidad/racionalidad, a partir del siglo XVI, surge la utopía. La desgastada Europa necesitó de América no sólo para recomponer su producción, sino también como elemento necesario para poder imaginar un mundo de vida diferente que se opusiera a los signos de despojo del capital, como lo retrataba Thomas Moro en su célebre libro de la Utopía. Todos los grandes pensadores de la libertad, de la posibilidad de una modernidad no capitalista, pensaron en América como ese lugar de renovación civilizatoria.[1] Moro mismo da algunas referencias de que su Utopía tenía un lugar posible a través de las noticias de los viajes de Américo Vespucio. Etienne de la Boétie, en su Discurso sobre la servidumbre voluntaria, se pregunta:

Si, por ventura, nacieran hoy personas totalmente nuevas, que no estuvieran acostumbradas a la sumisión ni atraídas por la libertad, y que no supieran siquiera qué es ni la una ni la otra, si se les diera a elegir entre ser siervos o vivir en libertad, ¿qué preferirían? No cabe duda de que elegirían obedecer tan sólo a su propia razón que servir a un hombre, a no ser que sean como esos judíos de Israel que, sin coacción ni necesidad algunas, se entregaron a un tirano (Boétie, 2009, p. 54).

Nos parece claro que esta pregunta se abre en el marco de las expectativas que generaron las noticias de América mediadas por los viajes de Vespuccio, en donde la imagen de seres nuevos implica una forma de vida que se presenta como fundamento de la ley natural que Etienne de la Boétie trata de fundamentar: la ley de la libertad natural humana. Pero, también hay que recordar que para La Boétie estas discusiones sobre el nuevo mundo y cierta noción de buen salvaje están relacionadas con las pláticas que pudo tener con ese gran humanista que fue Michael de Montaigne.

Esta impronta americana fue sintetizada, entre muchos, por el cubano José Lezama Lima, en una sección de La experiencia americana, titulada, ni más ni menos como “Mitos y cansancio clásico”:

La intimidad que guía a los hombres de la conquista es el encuentro de una sangre nueva o bárbara, que en plena entrada del renacimiento, aportase el nuevo fervor […] donde el cansancio de la imaginación europea había descendido de la búsqueda de la bondad al encuentro de las delicias (Lezama, 2014, p. 224).

 Aquellas “delicias” que encontró el europeo fueron las del tabaco, ya lo señalaba Fernando Ortiz: “América sorprendió a Europa con el tabaco, ingenio que fabrica castillos en el aire, y el siglo XVI fue la época de las Utopías, de las ciudades de humo” (2002, p. 155). Sin embargo, la devastación y el aniquilamiento de ese primer despliegue del capitalismo y de la modernidad impidieron la realización de esas primeras utopías.

Los primeros intentos de llevar a cabo la Utopía en América fracasaron ante el despliegue del capitalismo en los albores del siglo XVI. Recordemos que, desde momentos tan tempranos, Vasco de Quiroga vio frustrados sus anhelos de instaurar una sociedad más justa para los indígenas de su tiempo. Cabe recordar que Quiroga llegó a México en 1530, momentos antes de que el rey Carlos V, en 1534, aboliera la prohibición de tener en cautiverio a los indígenas lo cual significaba en los hechos propiciar un régimen de esclavitud para los indígenas. Contra esta ley se pronunciaron, entre muchos españoles, tanto Vasco de Quiroga como Fray Bartolomé de las Casas. En las ideas de Moro encontró Quiroga el fundamento de una manera nueva de organizar la sociedad. Francisco Fernández Buey señala algunas de las ideas claves que podemos advertir como influencia de Moro en Quiroga:

He aquí algunas de las ideas de la Utopía de Moro puestas en práctica por Quiroga: comunidad de bienes, integración de las familias por grupos de varios casados, turnos entre la población urbana y la rural, trabajo de mujeres, jornada de seis horas, distribución liberal (generosa) de los frutos del esfuerzo común conforme a las necesidades de los vecinos, abandono del lujo y de los oficios que no son útiles, magistratura familiar y electiva. (Fernández, 2007, p. 93)

La fundación de los pueblos-hospitales, donde intentó poner en práctica estas ideas, dejó de mantener ese mismo sentir con el paso del tiempo, situándose del lado de los encomenderos. A partir de inicios de la década de los cincuenta del siglo XVI, no sólo defiende los intereses de los conquistadores, sino que se podría decir que acepta las tesis de Sepúlveda con respecto a los indígenas llegándolos a acusar de idólatras (Fernández, 2007).

Quizá aquí podríamos poner una segunda provocación: si el siglo XVI fue el siglo de las utopías, rápidamente agotadas, lo que queda es dormir. Por ello, el siglo XVII será el siglo de los sueños.

EL SIGLO DE LOS SUEÑOS

Es interesante notar cómo todo el siglo barroco esta mediado por hombres y mujeres que encontraron en el sueño el lugar para experimentar aquellos deseos, aquellos momentos de libertad, que no podían alcanzar en el mundo terrenal. Todos declaran haber escrito sus reflexiones de noche a la luz de las velas y los más las titulan palabras más, palabras menos, con el sugerente nombre de sueños. Pensemos, por ejemplo, cómo en los inicios del siglo XVII un autor como Johannes Kepler escribe su manuscrito titulado El Sueño. Astronomía lunar (1609), mismo año en que publicara La nueva astronomía: Una descripción de la física celeste con comentarios sobre los movimientos de Marte. En el manuscrito, Kepler cuenta por una parte su autobiografía, pero sobre todo el libro narra las características que podría tener un viaje a la luna, siendo uno de los precursores de este tipo de literatura que hoy podemos englobar como ciencia ficción.

Tiempo después, Pedro Calderón de la Barca nos narra en su La vida es sueño las peripecias de Segismundo para conseguir el amor de su amada. Al final del siglo XVII desde las alcobas del convento de Las Carmelitas, Sor Juana Inés de la Cruz escribe, según dice imitando al gran poeta español Góngora, su pequeño tratado que denominará el Sueño y que se publicó como Primero sueño, donde nos narra algo tan cotidiano y en apariencia poco poético: el momento en que anochece y un cuerpo se duerme y despierta con la llegada del alba.

¿A qué reaccionaban estos hombres y mujeres tratando de tematizar sus sueños? podemos decir que a la vacuidad a la cual el despliegue del capitalismo estaba condenando al sueño. Vale la pena poner atención a lo que nos dice Crary en el sentido de que para autores como Descartes, Hume y Locke el sueño era visto como una irrupción de un estado primitivo en los hombres que sólo interrumpía los designios de Dios, ser trabajadores y racionales. Es decir, desde el siglo XVII se comenzó a considerar el acto de soñar y de dormir como un acto de disrupción de la lógica de producción del valor. Un estado de ocio y de desperdicio del tiempo de la acumulación que habría que combatir. El tiempo natural de la producción y reproducción natural fue sustituido por el tiempo abstracto de las jornadas laborales, jornadas cabe recordar extenuantes (Crary, 2015, pp. 23-24). No es casualidad que entre el siglo XVI y XIX la cuestión de la instauración del capitalismo tenga que ver con la conformación de una jornada laboral. Por ello, un artefacto como el reloj comenzó a ganar un lugar fundamental para estos siglos.

Los humanistas del siglo XVI pudieron ser a menudo escépticos y ateos, burlándose de la Iglesia incluso cuando permanecían en su seno; quizá no sea casualidad que los hombres de ciencia serios del siglo XVII, como Galileo, Descartes, Leibniz, Newton, Pascal, fueran tan uniformemente devotos. El paso siguiente en el desarrollo, dado por Descartes mismo, fue el transferir el orden de Dios a la Máquina. Así en el siglo XVIII se convirtió a Dios en el Relojero Eterno, quien habiendo concedido, creado y dado cuerda al reloj del universo, no tenía responsabilidad ulterior hasta que la máquina finalmente se rompiera –o, como pensaban en el siglo XIX, se parara (Munford, 1971, pp. 49-50).

Aquellas utopías que surgieron en el siglo XVII, ya no se presentaron como contrarias al despliegue del capitalismo, sino que fueron perfectamente compatibles con él y con el despliegue de esa cosmovisión modificada en términos de poner a la máquina como el nuevo dios. Aquellos que dejaron de soñar y apostaron por las nuevas utopías tuvieron esta característica:

Las utopías más importantes del tiempo, Cristianópolis, la Ciudad del Sol, por no decir nada del fragmento de Bacon o de las obras menores de Cyrano de Bergerac, todas giran alrededor de la posibilidad de utilizar la máquina para lograr que el mundo sea más perfecto: La máquina fue el sustituto de la justicia, de la sobriedad y del valor de Platón; incluso si lo era así mismo de los ideales cristianos de la gracia y de la redención. La máquina se presentó como el nuevo demiurgo que debía crear nuevos cielos y una tierra nueva. Al menos, como el nuevo Moisés que había de conducir a una humanidad bárbara a la Tierra de Promisión (Munford, 1971, p. 76).

La crítica a esa realidad que se está conformando como una triangulación atlántica en donde la esclavitud, el despojo de tierras y nuevas formas de sociabilidad mediadas por el racismo, la explotación y las diferentes formas de servidumbre sólo pueden ponerse en crisis mediante el sueño. Habrá que poner atención a lo que dice Andrés Lema-Hincapié sobre Segismundo señalando que para este personaje en un primer momento del poema “los sueños, mientras duerme, han sido sin más interrupciones de su vigilia de desdicha” (Lema-Hincapié, 2005, p. 55).

LA CONFUSIÓN DE LOS MUNDOS

Recordemos que para Bolívar Echeverría la ambivalencia del barroco se puede ver en ese espejeo de Las Meninas de Velázquez o en la confusión de los mundos, el de la literatura y el de la vida real, de Don Quijote; o el de la vigilia y el sueño de Calderón de la Barca, momentos en donde lo ficticio se confunde con lo real, representan el gesto barroco más efectivo. Esto porque lo que muestra esa confusión de los mundos es una ambivalencia en donde el filósofo ecuatoriano-mexicano observará la conexión entre el “eco que precede a la voz”, formulado por Severo Sarduy, y su teoría del ethosbarroco. Sólo dentro de esta confusión de los mundos, de esta inversión, resulta una ritualización que tratará de ver la superación de dicha ambivalencia en un regreso a la comunidad. Lo que vemos es que mientras el despliegue del capitalismo trata de devastar las comunidades establecidas bajo la totalidad de la forma natural, el papado y la reforma protestante y la contrarreforma jesuita están disputándose ese lugar de la comunidad. De una parte, el papado, la Iglesia como institución, trata de mantenerse como el símbolo de la comunidad universal y católica. Mientras, por otra parte, cada uno a su manera, tanto los jesuitas como los protestantes, tratan de recomponer esa comunidad por fuera del papado, salvo con una diferencia fundamental unos entregados al ethos realista (los protestantes) y otros al ethos barroco (los jesuitas). Motivo por el cual no sólo Echeverría, sino varios de los autores que han tratado la relación entre los jesuitas y la modernidad ven en ellos un gesto moderno. (Echeverría, 2006).

Pero para Calderón de la Barca como para los autores barrocos la confusión de los mundos, la confusión entre el sueño y la realidad también será un tema en el cual todos estos hombres y mujeres creen que leen lo que todavía no está escrito. No es casualidad que Kepler, no sabemos si conociendo o no El Quijote, comience su libro de la misma manera que Cervantes con la imagen de un hombre que se queda dormido y comienza a soñar que lee algunos libros. En el caso de Kepler podemos leer en el primer párrafo del libro: “Ocurrió entonces cierta noche que, después de contemplar las estrellas y la Luna, me tendí en mí cama y me quedé profundamente dormido. En mi sueño parecía estar leyendo un libro que había conseguido en el mercado”. (Kepler, 2005, p. 86)

En ese momento, en ese acto, las fronteras entre el sueño y la realidad se confunden. Pero, no sólo los confundidos son nuestros soñadores sino incluso la sociedad de su tiempo a la cual también le cuesta distinguir entre el sueño y la realidad, por mucho que los racionalistas quieran someter la realidad a los designios del capital. La separación entre estas dos esferas son tan tenues que cuando Kepler escribe en El sueño:

Cuando era pequeño mi madre solía llevarme de la mano o ponerme sobre los hombros para ir a las colinas más bajas de Hekla. Esas excursiones tenían lugar especialmente hacia la época de la fiesta de San Juan, cuando el sol ocupa el cielo las 24 horas y no deja lugar para la noche. Allí recogía hierbas que se llevaba a casa y hervía en medio de complejas ceremonias, después de lo cual las metía en bolsitas de piel de cabra que vendía a los marineros de los barcos, en la bahía cercana, como amuletos. Así se ganaba la vida (Kepler en Lear, 2005, p. 88).

No faltó quien leyera este pasaje como la prueba irrefutable de que la madre de Kepler, la madre del cosmógrafo de la corte, era bruja. Y sí, la madre de Kepler fue procesada en 1611 por actos de brujería y no fue llevada a la hoguera porque el científico que ya era un personaje importante pudo mover sus influencias. Esta relación entre la creencia de la brujería y los sueños a la luna fue al parecer algo común al siglo barroco. Munford señala de manera breve lo siguiente:

En el siglo XVII, Joseph Glanvill, que todavía creía lo suficiente en la brujería como para escribir un libro denunciándola, también anhelaba otras consecuencias prácticas de la ciencia como el fonógrafo y la comunicación instantánea a distancia. Y lo que resulta más increíble, en 1638, John Wilkins, un obispo inglés y durante algún tiempo maestro en el Trinity Collage de Cambridge, escribió un libro en el que proponía un viaje a la Luna; y otro en 1641, titulado Mercury of the Swif Messenger, en el que precedía una serie de nuevos inventos como el fonógrafo o el carruaje volador. Un año después, en su Discourse Concerning a New World, sugería que “tan pronto como se haya descubierto el arte de volar, alguna de (nuestras) naciones establecerá una de sus primeras colonias en ese otro mundo” (Munford, 2016, pp. 293-294).

El signo barroco de la confusión de los mundos trata, de alguna manera, de restablecer la unidad entre el sueño, no sólo como una concepción natural del hombre, sino como una necesidad básica que corresponda con su orden de reproducción natural. Recordemos un curioso pasaje que nos da Lezama Lima con respecto a la visión de Hegel y los indígenas americanos, que vale la pena citar, aunque sea un poco extensa. Nos dice Lezama Lima que en las Lecciones sobre Filosofía de la Historia de Hegel:

Hay allí una observación que no creo haber visto subrayada, que es necesario crear en el americano necesidades que levanten su gozosa creación. Además de la función y el órgano, hay que crear la necesidad de incorporar ajenos paisajes, de utilizar sus potencias generatrices, de movilizarse para adquirir piezas de soberbia y áurea soberanía. “Recuerdo haber leído –dice Hegel con una displicencia casi exenta de ironía— que a media noche un fraile tocaba una campana para recordar a los indígenas sus deberes conyugales”. ¿Han meditado lo que implica esta testaruda afirmación de Hegel, de desarrollar en el americano el concepto y la vivencia de la necesidad? La gana española que pasa a nosotros como desgana, falta de rechazo y aproximación. La gana española es un manifestación de signo negativo, “no tener ganas” en el español es apertrecharse para una resistencia si alguien pretende sacarlo de sus apetencias. En el desgane americano hay como un vivir satisfecho en la lejanía, en la ausencia, en el frío estelar ganando las distancias dominadas por el impersonal rey del abeto. (Lezama, 2015, p. 225)

SOÑADORES Y VISIONARIOS

El capitalismo, pues, desde sus inicios cuestionó el lugar de los sueños como “integrales a la vida de los individuos y las comunidades”. Esta manera de concebir el sueño como algo integral permitía a las diferentes civilizaciones tener sus propios visionarios, sus propios guías, donde el soñar estaba articulado también a lo religioso.

Esta capacidad imaginativa del soñador sufrió una erosión implacable y esa identidad dañada del visionario quedó para una tolerable minoría de poetas, artistas y locos. La modernización no podía proceder en un mundo poblado por un gran número de personas que creían en el valor o en la potencia de sus propias visones (Crary, 2015, p. 112).

Y es que este siglo es también un siglo de visionarios y visionarias de las cuales Sor Juana Inés de la Cruz apenas es una de tantas monjas que escriben sus sueños. Estas santas no titularon sus escritos como sueños pero si como Revelaciones o premoniciones, muchos de estos escritos con un alto grado autobiográfico. Tanto en España como en América, muchas de ellas padecieron la excomulgación y el culto popular. En sus escritos se puede ver cómo en sus visiones estas monjas traslapan el mundo soñado y el mundo real, pero también, de alguna manera, cómo el sueño les sirve para situarse en la huida de la rigidez de los conventos y de la represión social. Llama la atención el fenómeno de la bilocación que estas monjas experimentaran. Tomemos el ejemplo que pone Rosa María Alabrús, en relación a las monjas españolas, pero que vale la pena tener en cuenta:

La monja que acuñaría el más logrado arquetipo de visionaria y profetisa fue María de Ágreda. Su Mística ciudad de Dios (comenzada en 1637), destruida y luego reescrita en 1655-1660 y finalmente publicada en 1670, es un repertorio de revelaciones sobre la vida de la Virgen. Su capacidad para narrar bilocaciones fue portentosa, siempre referidas a la capacidad de desdoblar su presencia física al mismo tiempo en su convento y en América. A Teresa de Jesús también se le atribuyó alguna experiencia de bilocación en la América de sus hermanos. Onofrisia de Mendoza dijo de ella que estaba en Quito al lado de su hermano Francisco. La misma capacidad se le atribuye a alguna otra monja posterior como la franciscana asturiana Inés de Jesús Franco que supuestamente podía estar en un convento y en las Indias al mismo tiempo. Siempre América como referente del deseo de estar en dos territorios a la vez (Alabrús, 2015).

Sor Juana no sólo comparte la situación que se ha señalado en diversos estudios de que “las monjas dormían poco y soñaban mucho. Las autoras de autobiografías dejaron constancia de que reducían sus horas de reposo a tres o cuatro horas y dormían en condiciones físicas difíciles” (Alabrús, 2015); basta acercarse a su biografía para dar cuenta de ello. También recordemos que Sor Juana dice experimentar este estado de bilocación en su Primero sueño, el traslado del cuerpo soñado hacia las pirámides de Egipto representa en su texto el situarse frente al conocimiento y su mayor anhelo en la vida (Alatorre, 2010), cuestión a la que no podía acceder del todo en la sociedad de su tiempo.

De Kepler a Sor Juana se observa esa constante del sueño como un pasar a otro lado, pero también el paso del gesto barroco de obliterarse de Europa a América. Este gesto lo podemos notar con el paso del Hombre Barroco al Señor Barroco, tal como quedan contrastados en las obras de Rosario Vellari y de José Lezama Lima. Quizá podamos ver dicha obliteración en esa realización plena del barroco en estas tierras. Sin embargo, dicha obliteración espacial sólo pudo ser realizada en la espacialidad del sueño.

LA ESPACIALIDAD DEL SUEÑO

Es interesante observar cómo un autor como Henri Lebvre, en su libro de La producción del espacio, tiene que empezar problematizando el siglo XVII para poder tratar de esclarecer una teoría sobre el espacio. Así Lefebvre señala que “Con el advenimiento de la razón cartesina, el espacio irrumpió en lo absoluto” (Lefebvre, 2013, p. 63) Las consecuencias de esta afirmación son muy interesantes pues esto implica que Descartes rompe con toda la historia anterior en donde el espacio era considerado desde los griegos una categoría del conocimiento que servía para designar y clasificar los hechos sensibles, cuestión que va a ser restituida hasta Kant. Sin embargo, esta fractura permitió un nuevo entendimiento del espacio que quedo restringido al ámbito matemático. Por ello, no es casualidad que Kepler sea uno de los grandes pensadores del espacio, su astronomía lunar y, en general, todos sus libros sobre astronomía veían el cosmos como un espacio geométrico totalmente armónico. Los matemáticos hicieron del espacio su proliferación y comenzaron a hablar de muchos espacios: infinito, euclidiano, etc. Dejando después nuevamente la problemática a los filósofos que no tardaron en remitir el espacio nuevamente al ámbito epistemológico. Hasta Heidegger quien desplazará nuevamente esta discusión. Sin embargo, la cuestión, nos dice Lefebvre, sigue sin estar resuelta o el espacio es una cosa mental o es un lugar de la experimentación sensible. Nos parce que toda esta discusión la resume de manera magistral Lezama Lima cuando se ve en la necesidad de establecer el espacio como posibilidad.

La reacción heideggeriana frente a cartesio, en lo espacial, se puede referir también a Pascal, si el espacio no está en el sujeto, menos podrá ser pensado. Pero esta negatividad en lo espacial, a la situación angustiosa pascaliana, aunque el espacio puede no estar, ni aun ser pensado en el hombre, cabe la posición de lo que hemos llamado espacio gnóstico (Lezama, 2014, p. 376).

Y cuando Lezama habla de espacio gnóstico, no habla de cualquier posibilidad, al inicio del texto, que someramente titula “Lectura”, comienza diciendo “Ningún honor yo prefiero al que me gane en la mañana del 30 de septiembre de 1930” (Lezama, 2014, p. 371). Una fecha totalmente emblemática. La fecha en donde el movimiento estudiantil cubano se lanzó contra Gerardo Machado y abrió el lugar a la posibilidad. Después de narrar ciertos hechos, que por el momento no vienen al caso, comienza una reflexión sobre el descenso de Quetzalcóatl a los infiernos y su muerte y su resurrección, y nos da un ejemplo más sobre esos descensos a los infiernos y de la resurrección de los muertos, aquel que hizo Inés de Bobadilla en busca del Inca Garcilaso y de Hernando de Soto. Recordemos que para Lezama Lima la muerte y el infierno, más precisamente el fuego que se encuentra en el infierno, es uno de los mayores símbolos del Barroco, por ello nos dirá en La expresión americana que entre el Sueño de Sor Juana y la Muerte de Gorostiza sólo hay una breva pausa que los conecta. Así, también Lezama Lima ve una breve pausa entre la sublevación de los estudiantes y el descenso a los infiernos de Quetzalcóatl y de Inés de Bobadilla. Así después nos dice:

La tercera carrera de aquella mañana en el esplendor de la posibilidad infinita, levanta ya los gritos y las aleluyas. El recuerdo melancólico de la frase de Martí: “continuamos con nuestra serenata ante balcones que no quieren abrirse” […] Descendíamos la escalera de piedra con la ceniza de un héroe de los estudiantes, entre el silencio sudoroso de los lazos negros y las frentes caídas (Lezama, 2014, pp. 372-372).

Lo que podemos ver ahí es el hecho de que el espacio gnóstico del barroco es un espacio de resistencia. Concluye Lezama Lima su texto de la siguiente manera:

Si el hombre vive para el juicio después de su muerte, para la resurrección dentro de la eternidad, el espacio gnóstico, el que ya también es creador y que opera directamente en el hombre, abre su curiosidad, tan necesaria, y la fija en el hombre, acariciando su destino, protegiendo al decidido perdedor terrenal (Lezama, 2014, p. 376).

El espacio gnóstico y la confusión de los mundos tiene mucha relación con lo que Lefebvre dirá que es la noción clásica del espacio entre los siglo XVII al XIX, como espacio absoluto. Un espacio que hereda hasta la entrada de la modernidad, ese espacio católico repleto de entidades mítico-religiosas, mezcla de sueño y realidad que tendrá que convivir con el despliegue burocrático, estatal y racional, como espacio absoluto (en lo aparente) y relativo en lo real, pero, como podemos ver, con un sentido más potente del que marca Lefebvre. Con la potencia de ser el lugar de la posibilidad revolucionaria, utópica, a través del sueño.

EL ARTIFICIO BARROCO

Quizá en esta época deberíamos, pues, actuar con cierta barroquitud ante el capitalismo, es decir, de una manera intencionalmente barroca (Celorio, 2001, p. 100). Tratar de actuar de esta manera puede pensarse un tanto artificial. Sin embargo, aun así seríamos fieles al barroco mismo, ya que uno de los signos distintivos del mismo es justo el artificio (Sarduy, 2009). En una época que difícilmente se reclama barroca no hay más que exagerar los mismos gestos barrocos, para tratar de subvertir la relación que hay entre barroco y capitalismo y poder rescatar aquello que Severo Sarduy veía como el elemento transgresor del mismo:

¿Qué significa hoy en día una práctica del barroco? ¿Cuál es su sentido profundo? ¿Se trata de un deseo de oscuridad, de una exquisitez? Me arriesgo a sostener lo contrario: ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación (Sarduy, 2013, p. 208).

Juzgar, parodiar, amenazar el núcleo central del capitalismo que es, siguiendo la lectura de Karl Marx, el fetichismo de la mercancía, cuestión que un autor como Walter Benjamin relacionó de manera constitutiva entre el barroco y el capitalismo en general:

Relación entre mercancía y alegoría: el “valor”, como espejo ustorio natural de la apariencia histórica, desborda el “significado”. Difícilmente se puede disipar su apariencia, que es, por otra parte, la más reciente. El carácter fetichista de la mercancía todavía estaba en el Barroco relativamente poco desarrollado. La mercancía tampoco había estampado tan profundamente su estigma –la proletarización de los productores— en el proceso productivo (Benjamin, 2013, p. 354).

Sarduy apunta un elemento, aunque no lo desarrolla a fondo, dentro de su teoría del barroco, que a nosotros nos parece que puede ser muy fructífero avanzar en ello y es aquél en donde la elipse, la cual nos dice el cubano, es la representación fiel del barroco en términos cosmogónicos y como signo de la episteme moderna, tiene su correspondencia en la representación económica del carácter dual de la mercancía. Para ello, Sarduy rescata una cita de la obra de Philippe Sollers titulada Nombres, en donde la lectura económica de la elipse tiene su representación en la mercancía:

Su desarrollo que hace aparecer la mercancía como cosa de dos caras, valor de uso y valor de cambio, no hace desaparecer esas contradicciones sino que crea la forma en la cual pueden moverse. Se trata por otra parte del único método para resolver las contradicciones reales. Es por ejemplo una contradicción que un cuerpo caiga constantemente sobre otro y sin embargo lo rehúya constantemente. La elipse es una de las formas del movimiento a través de las cuales esta contradicción a la vez se resuelve y se realiza. (Severo, 2013, p. 182)

Quizá por ello diga Bolívar Echeverría que la teoría de Sarduy de “el eco que precede a la voz” sólo tome forma efectiva al pasarla por el ethos barroco (Echeverría, 2006). Es decir, esta visión cosmológica de “el eco que precede a la voz” está enmarcada en lo que Sarduy denominó como Retombée, de la cual decía que “es también una similaridad o un parecido en lo discontinuo: dos objetos distantes y sin comunicación o interferencia pueden revelarse análogos” (Sarduy, 2009, p. 59), donde uno puede mostrarse como el doble del otro, en el caso de la mercancía como ese doble cara de Jano, en la cual no hay jerarquía, para Sarduy, entre el modelo y la copia. Nos parece que esta retombée, esta elipsis, el doble que se genera entre valor de uso y valor de cambio se puede pensar al modo de un espejeo. En la última reedición, corregida y aumentada, que se ha hecho en Cuba del libro que han publicado en coautoría Franz Hinkelammert y Henri J. Mora, Hacía una economía para la vida, dedican un apéndice a lo que denominan “La teoría del reflejo y la teoría del espejo: algunas reflexiones sobre realidad y conocimiento a partir de la teoría del fetichismo de la mercancía”. En dicho texto Hinkelammert y Mora afirman que para Marx las relaciones económicas actúan como el “reflejo en el espejo”, se espejean, en las relaciones jurídicas. Así, tenemos que “la tesis de Marx es que vemos las relaciones económicas en un espejo y no directamente” (Hinkelammert y Mora, 2014, p. 632). Pero, esta misma lógica del espejeo está implícita en el proceso de valorización del valor. Nos dirá Marx en El Capital que:

Por medio de la relación de valor, pues, la forma natural de la mercancía B deviene la forma de valor de la mercancía A, o el cuerpo de la mercancía B se convierte, para la mercancía A, en espejo de su valor. Al referirse a la mercancía B como cuerpo del valor, como concreción material del trabajo humano, la mercancía A transforma al valor de uso B en el material de su propia expresión de valor. El valor de la mercancía A, expresado así en el valor de uso de la mercancía B, adopta la forma de valor relativo (Marx, 2005, p. 65).

Como podemos apreciar en este espejeo de los valores entre dos mercancías lo que se muestra es el sacrificio del valor de uso. Empero, en su forma total o desplegada de valor sucede lo mismo, por ello, más adelante Marx dirá al respecto que “el valor de una mercancía, por ejemplo el lienzo, queda expresado ahora en otros innumerables elementos del mundo de las mercancías. Todo cuerpo de una mercancía se convierte en espejo del valor del lienzo” (Marx, 2005, p. 77). Es decir, la mercancía A se muestra como el espejo de las mercancías B, C, D, etc. Más allá de las reflexiones que puedan derivarse de este aspecto de la relación entre significado y significante, lo que nos interesa recalcar es que precisamente la supresión del valor de uso en este espejeo muestra el grado de fetichización dentro del capitalismo; cuestión que Marx ilustra de la siguiente forma: “Si las mercancías pudieran hablar, lo harían de esta manera: Puede ser que a los hombres les interese nuestro valor de uso. No nos incumbe en cuanto cosas. Lo que nos concierne en cuanto cosas es nuestro valor” (Marx, 2005, p. 101).

Y es precisamente en ese espejeo de los valores que el valor de uso es sacrificado, como una reactualización permanente del mito prometeico. Sacrificio que para Echeverría el barroquismo no cumple, sino que hipostasia el sacrificio de los valores de uso, de la forma natural, por el sacrificio del valor de cambio, o del proceso de valorización del capital, y que para un autor como Crary se puede llevar a cabo a través de la única dimensión de lo social no colonizada por el capitalismo: el sueño.

Habitar el sueño es, hasta cierto punto, mantenerse en la utopía, pero en una utopía que no está capturada por la racionalidad instrumental… ahí, cuando ni la utopía se ha salvado del diseño del capital, no queda más que echarse a dormir: habitar el sueño. Permítanme recordar algo que decía Jacques Derrida sobre el sueño:

Si yo les dirijo un discurso tan onirofílico hoy, es que el sueño es el elemento más acogedor al duelo, a la obsesión, a la espectralidad de todos los espíritus y al regreso de los espectros/resucitados […] El sueño es también un lugar hospitalario para las exigencias de justicia como para las esperanzas mesiánicas más invencibles (Derrida, 2001, p. 14).

 

Bibliografía

 

Alabrús, R. M. (2015). Visiones y sueños de las monjas del barroco español, e-Spania, 21 juin, mis en ligne le 26 mai 2015, consulté le 18 novembre 2016. URL: http://e-spania.revues.org/24474; DOI: 10.4000/e-spania.24474.

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[1] Thomás Moro no duda en relacionar el inicio de su Utopía en lo que por entonces fue el acontecimiento más revolucionario de su época: los viajes de Americo Vespucio. No es casualidad que quien da la noticia de tal región sea un tal Rafael Hitlodeo quien se presume acompañó a Vespuccio en su último viaje (Moro, 2004, pp. 70-71).