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Europa: La impotencia de las naciones y la cuestión «populista»



Europa: La impotencia de las naciones y la cuestión «populista»*

Étienne Balibar

Traducción de Javier Sainz

En el umbral de un dossier dedicado a problemátizar la noción de «populismo», en relación con la actualidad de los sistemas democráticos en crisis, y esbozando una genealogía de sus usos conflictivos, nos pareció oportuno proponer, no una síntesis imposible, sino, por el contrario, un foco y una reflexión personal sobre uno de los aspectos de la actualidad que –en Europa y en otros lugares– explican el renovado interés que suscita y la insatisfacción que provocan los avances existentes, por muy informados y exigentes que sean. Se trata de la relación equívoca, pero permanente, que el populismo mantiene en la historia contemporánea con el nacionalismo y, por consiguiente, con la xenofobia y sus «usos» políticos. Este aspecto, por supuesto, no es el único, pero quizás nunca sea ajeno a los complejos a los que aplicamos el nombre de populismo. Al menos, hay que cerciorarse de ello, evocando dimensiones políticas así como impolíticas, determinaciones sociales y culturales, incluso inconscientes, a las que las instituciones del Estado moderno han aportado una constitución unitaria de la que hoy se percibe toda la fragilidad.

No obstante, tener que expresarse una vez más sobre el aumento de las xenofobias no es fácil –sobre todo para intentar, como pretendemos, abrir los caminos que conducen a orillas desoladas de la intolerancia, cuyos efectos para Europa se asemejan cada vez más a un suicidio, hacia las líneas de una «renovación de la esperanza»[1]. Así lo expresa el geógrafo y politólogo Ash Amin[2] en la introducción de la serie Uses of Xenophobia publicada en 2011 en el sitio Opendemocracy:

La estigmatización del extranjero parece totalmente coherente con la defensa de la Europa liberal, y quizás necesaria para su construcción. Pero esta combinación es peligrosa y, al final, insostenible. Afrontar los desafíos de un mundo turbulento e interdependiente mediante un sistema de exclusiones culturales y de cierre geográfico significa reducir la complejidad del espacio público europeo en plena transformación a un enfrentamiento entre tradición e invasión, o entre «los del interior», que tendrían derecho a la protección, y «los del exterior», que representarían el peligro de explosión. Así no se atacarán los miedos y las angustias que comparten las poblaciones mayoritarias o minoritarias, y que están vinculadas a los problemas muy reales engendrados por la inseguridad económica y social, el colapso de las esperanzas colectivas, la privatización o la destrucción de los comunes, el aumento de los riesgos y de las inseguridades, el aislamiento de los individuos en el marco neoliberal. Estos problemas se enmascaran, mientras que una nueva cultura de la catástrofe se arraiga, no sólo en detrimento de los extranjeros, sino también en contra de la capacidad de Europa de entrar en el futuro con lucidez y confianza en sus diversos recursos. Pero las barreras de la xenofobia que se levantan son reveladoras de una evolución más profunda y más negra: depende de un estado de ánimo de guerra hacia el futuro, visto como zona de tormentas que exigiría de nuestra parte una vigilancia y una capacidad de intervención permanente. Así es como la violencia hacia lo anormal y hacia el extranjero –ejército de las nuevas tecnologías de la vigilancia y de la reclusión, que van de la propaganda alarmista a la suspensión de los garantías democracias– se ve naturalizada como una necesidad para nuestra supervivencia y normalizada como una forma de nuestra vida cotidiana. La analogía con los períodos de intolerancia más oscuros de la historia moderna de Europa es inevitable y profundamente inquietante.[3]

¿Nos estamos quedando sin imaginación y determinación? ¿O sería más bien que cuanto más lo pensamos, más vemos que tal programa político debería conseguir conciliar exigencias contradictorias, lo que no deja de ser muy improbable? Hay más que una «utopía»: porque la utopía es precisamente lo que llama «política de la esperanza», como se buscó aclarar y esclarecer, el año pasado, en la «Carta abierta a los europeos» publicada bajo el título «Living with Diversity: For a Politics of Hope Without Fear», del Forum of Concerned Citizens of Europe,[4] del que formo parte.

Analogías históricas: riesgos y utilidad

Sin embargo, el espíritu de utopía no impide reflexionar sobre las condiciones, las fuerzas presentes, los conflictos de intereses. Pero la dificultad aumenta cuando intentamos anclar la esperanza en la configuración misma de las tendencias, de los conflictos, de las fuerzas características de la situación política y susceptibles de hacerla evolucionar. De hecho, ni siquiera estamos seguros de entender bien las realidades que se pretenden trasformar, a pesar de que nosotros mismos formamos parte de ella. Tendemos a pensar por analogía con otros períodos históricos, y estas analogías son parte del problema.

Así, no por casualidad sin duda, hoy en Europa (y no solo en la izquierda, o entre los intelectuales) se habla mucho de la gran catástrofe de los años treinta, consecutiva a la «crisis del 29» y al auge del fascismo, cuyos fenómenos actuales hacen temer su regreso. No hay simplemente una manera de sobrecargar nuestro discurso de énfasis y patetismo: no podemos dejar de preguntarnos qué supondrá para nuestros sistemas políticos el hecho de que una ruptura brutal de los equilibrios financieros seguida de una recesión económica precipite a masas crecientes de asalariados en el desempleo y la precariedad (aunque en el propio espacio europeo algunas naciones y algunas profesiones se ven más afectadas que otras), al mismo tiempo que las instituciones políticas y los gobiernos agotan su legitimidad, y que las ideas, las manifestaciones, los discursos políticos xenófobos se hacen cada día más invasivos. Esta analogía ha sido asumida por destacados politólogos, al menos de forma heurística.[5] Estoy, tanto inclinado a ignorar su advertencia como, por otra parte, estupefacto de la ingenuidad con la que en política nos contentamos con fórmulas como «la historia no se repite» o «Europa ha aprendido las lecciones de su pasado» (prueba de ello es la construcción de la Europa unida… pero es precisamente ella la que está hoy en cuestión). Pero también temo que un aumento de la lucidez en este punto deje aún en la sombra la dimensión más desconcertante del enigma político actual: el uso contradictorio que puede hacerse de las referencias a la «democracia», en una perspectiva nacional o transnacional, mientras que las nociones de Europa, de política, de Estado, de representación, de cultura, remiten hoy a realidades profundamente modificadas, que se han vuelto muy inciertas.

Formularé precauciones análogas en cuanto al uso de la categoría de «populismo», pues hace muy poco yo mismo la he utilizado (y todavía no creo que se pueda evitar).[6] Quizás este término sea hoy el más difundido cuando se trata de designar genéricamente los movimientos xenófobos, que en todos nuestros países son a la vez hostiles a lo que llaman «el monstruo supranacional» (o «Europa contra las naciones») y visceralmente islamófobos (más generalmente intolerantes a las minorías). Ahora bien, no dejan de ganar visibilidad e influencia política, aumentando su peso electoral, actuando aquí o allá como árbitros de la vida parlamentaria, y favoreciendo en todas partes la adopción de legislaciones discriminatorias. Quiero excluir el uso de esta categoría política tanto más cuanto que la historia de sus aplicaciones en Europa y fuera de Europa es larga y compleja. Por lo tanto, nos encontramos exactamente en el punto en que hay que estudiarlo con cuidado.

Quizás porque la propia ciencia política forma parte del sistema de instituciones y representaciones cuya validez y estabilidad se cuestionan bajo el nombre de «populismo», parece que aquí se enfrenta a una contradicción insoluble. Se nos pide que no establezcamos una simple equivalencia entre «populismo» y «fascismo» o «neofascismo» (incluso si se encuentra –lo que no puede ser casual– que una parte de las obsesiones, de los discursos, de los programas y de las personalidades del «populismo» europeo actual proviene en línea directa de la tradición fascista). Pero también se nos señala que el nombre de «populismo» (sobre todo cuando sirve a los partidos políticos de extrema derecha para designarse a sí mismos) es un eufemismo que sirve para hacer presentable el racismo, en particular este racismo (que nada tiene de nuevo) que ataca la diferencia cultural, religiosa y nacional supuestamente «inasimilable» por la comunidad de los ciudadanos (o lo que él llama indiscriminalmente «multiculturalismo»). Ahora bien, este discurso es el mismo que ya funcionaba en el corazón de la política y de la cultura del fascismo, y le permitió movilizar a las masas contra un «enemigo interior» construido, aislado y estigmatizado en nombre de la defensa y de la protección de la identidad nacional. Simétricamente, se constata una divergencia entre los teóricos y analistas para quienes todo movimiento «populista» es esencialmente reaccionario, en el sentido etimológico, ya que expresaría las frustraciones y las rabias que engendra la transformación de las sociedades contemporáneas, dirigidos en particular a los nuevos «ricos» y a las nuevas «élites» en el poder, y a los que ven en él ante todo una contestación del poder establecido, la expresión de una resistencia al proceso de desdemocratizaciónque afecta a las «democracias» neoliberales y que engendra esta monstruosidad sin embargo muy real, una democracia sin el pueblo, incluso contra él. El populismo sería entonces –incluso bajo formas peligrosamente mistificadas– la voz de los sin voz, porque de lo contrario la política no es más que una vigilancia de las tensiones sociales (que a los ojos de las élites son a la vez inevitables e inesperadas, ya que no abren ninguna alternativa real).

Pero los primeros buscan explicarnos que las democracias liberales correrían grandes riesgos al ignorar demasiado el elemento de verdad y de legitimidad que comportan las denuncias de la corrupción y de la sed de riquezas ilimitada de las clases dominantes, o el peligro que corre el sistema ante el hecho de que, cada vez más, la «derecha» y la «izquierda», cuando están en el gobierno, ejecutan exactamente las mismas políticas. Y los segundos están muy avergonzados cuando se trata de explicar por qué cualquier reacción «popular» contra la neutralización de los conflictos sociales y culturales (la regla de oro, en verdad, de la cultura de «gobierno» de las clases dirigentes de nuestros países, que a su vez alimenta la antipolítica) debería coincidir necesariamente con una obsesión por la identidad nacional, o por el patrimonio cultural perdido de la nación; al menos que se admita que en todo debate y análisis hay una noción del conflicto político similar a la de Carl Schmitt, en la que el Estado-nación y la «comunidad existencial» que cimentan forman el horizonte absoluto de la política, o, aún más discutible, que por su misma naturaleza, su condición social o su educación, las «clases populares» privilegian teorías conspirativas de la política, en virtud de las cuales las «élites» y los «dominantes», no tienen otra opción que traer en masa a los extranjeros, a los solicitantes de asilo o a los migrantes para incitar el racismo entre los «nacionales», y luego utilizarlo como espantapájaros para poner a los pobres unos contra otros, arruinando las posibilidades de movimientos sociales que persiguen objetivos revolucionarios o simplemente progresistas…

No creo poder desenredar de un golpe los nudos que comportan todos estos discursos –y menos con la aplicación de un «análisis de clase» que resuelva toda su complejidad. En lugar de ello, quisiera presentar aquí un conjunto de hipótesis, complementarias entre sí, que nos ayudan a comprender las contradicciones de las que se alimenta la crisis actual, de modo que incluso las propuestas para salir de la crisis siguen viéndose afectadas. Formulo estas hipótesis refiriéndome específicamente a Europa y a los obstáculos que han surgido en tiempo pasado ante la «construcción europea»: es una manera de subrayar su urgencia, pero no es una manera de sugerir que el paso de nuevas etapas en esta construcción, si esto fuera posible sin cambiar nada fundamental en su representación o en su actual «idea», constituiría en sí mismo un elemento de solución. Por el contrario, pienso cada vez más que «Europa», tal como es, se ha convertido, como dicen los anglosajones «en un elemento del problema», y no de su solución. Tampoco pretendo que en otras partes del mundo no existan problemas similares: al contrario, estoy convencido de que nos enfrentamos a tendencias mundiales, pero que no pueden entenderse sin condiciones locales o regionales específicas. Por lo tanto, lo que quiero sugerir es que hay que hacer un esfuerzo más para comprender el aumento de la «xenofobia en Europa» como problema europeo en el sentido fuerte del término: engendrado por Europa, y que sin embargo sólo Europa puede esperar resolver, quizás al precio (y al riesgo) de una refundación sobre nuevas bases. Esto sería ya una diferencia de tamaño con la situación de los años treinta y el ascenso del fascismo, así como con otros «fenómenos populistas» en la historia moderna (como en América del Norte y del Sur).

La cuestión nacional: persistencia y mutación

¿Cuál será mi primera hipótesis? Simplemente, que existe de nuevo en Europa hoy una «cuestión nacional» abierta, de la que hay que saber reconocer que ha sido ignorada y subestimada (por no decir reprimida) en los debates que, desde hace diez años, se refieren a las modalidades y las consecuencias de la construcción europea, cuando debería haber sido la preocupación permanente de los «arquitectos» de Europa, y más cuanto que querían ver en el nacionalismo un legado envenenado del pasado. Esta afirmación sorprendente parecerá ingenua, porque se pensará en el interminable conflicto entre los partidarios de «la Europa de las naciones» y los de «la Europa federal», pero lo que tengo en vista es otra cosa. Las clases dirigentes en Europa (muy especialmente las de las naciones que pretendían dotarse de un «liderazgo» europeo) creyeron que la integración económica poseía la capacidad irresistible de homogeneneizar las sociedades que la unificación europea yuxtaponía en un territorio «sin fronteras internas»sobre la base del individualismo y del consumismo enmarcados en una red de normas comunitarias cada vez más apretadas. Pero al mismo tiempo (a pesar de algunos bellos programas de intercambios culturales y de creación de una «sociedad del aprendizaje»), se resistían ferozmente a toda idea de desarrollar a la base, para el «pueblo», canales de comunicación y procesos de reconocimiento mutuo, pasando por la educación, pero también por las luchas sociales, por la emergencia de campañas políticas que cruzan fronteras (dirigidas por partidos europeos, en los dos sentidos que puede tener este término) proporcionando progresivamente a los pueblos los medios concretos para comparar sus historias y asociar sus intereses. Pues tales procesos de aculturación (como dirían los antropólogos) habrían puesto en tela de juicio a largo plazo el monopolio de representación que adoptan estas clases dirigentes, tanto a nivel nacional como a nivel «comunitario» y que les permite presentarse como los intermediarios ineludibles de los intereses de «sus pueblos» ante los demás y ante las instituciones europeas. Ahora bien, en cierto sentido, esto es exactamente lo que dice el «populismo»: que Europa es un problema para las naciones, y que amenaza con «desnaturalizarlas». Excepto que deberíamos afrontar el problema por el otro lado: Europa revela la incapacidad de las naciones en el momento actual para resolver sus problemas vitales (ya sean económicos o culturales) en la modalidad del «soberanismo»pero privándolos de toda posibilidad real de resolverlos de otra manera, a otro nivel, mediante el «comercio» mutuo de sus ciudadanos o la puesta en común de sus recursos, convirtiéndose así en comunidades «postnacionales». O más bien, convirtiéndose en naciones «postsoberanas», lo que, contrariamente a lo que repite la propaganda nacionalista, no es lo mismo que las no naciones, o las sociedades desnacionalizadas. En otras palabras, a pesar de muchos discursos hermosos, Europa no ha pensado realmente su propio pluralismo, su propia diversidad, y menos aún se ha dado los medios para instituirla: deficiencia que ha mantenido el fetichismo de las «identidades colectivas», encerrándolas en los estereotipos de la tradición (generalmente «inventada» para las necesidades de la causa) y en el «narcisismo de las pequeñas diferencias» de que hablaba Freud a propósito de los individuos.

Es aquí, por supuesto, donde habría que tener tiempo de entrar en los detalles, recordando cuáles han sido los hitos de una historia hecha, entre otras cosas, de muchas oportunidades perdidas: pienso en particular en los episodios de la descolonización (que, con el tiempo, revolucionó la imagen del extranjero en suelo europeo) y de la caída del Muro al final de la Guerra Fría que, por desgracia –pero ¿cómo se podría haber evitado?– se percibió, en el Este, como la ocasión de resucitar a las naciones históricas aplastadas bajo el yugo del socialismo totalitario entrando directamente en la «sociedad de consumo» y de «mercado», y en Occidente como la apertura de una nueva zona de influencia y subcontratación, pero que también implicaba el riesgo de una competencia a la baja en materia de salarios y de nivel de vida. Saltaré inmediatamente a la conclusión que podríamos sacar: los sentimientos xenofóbicos en Europa son multiformes, irreductibles a un modelo y a una historia únicos, pero se superponen unos a otros, y podría ser que con la «crisis» actual se haya alcanzado precisamente el momento en que esta superposición produce efectos acumulativos. Con ello quiero decir que los sentimientos de hostilidad hacia un «enemigo común» (como la islamofobia y el miedo a los «inmigrantes») no contribuyen en nada a unir a los europeos, contrariamente a lo que sugieren las fantasías de «guerra de las culturas» a la Huntington como las de los partidarios de «la Europa cristiana» (que no tienen nada que envidiar a los de «la Europa laica»). Al contrario, añaden a la desconfianza que los europeos sienten unos hacia otros, o en ocasiones la trasladan como un síntoma en el sentido freudiano. Provocación por provocación, sin embargo, veo un elemento de esperanza: que nuestra lucha y nuestros esfuerzos para hacer retroceder esta hostilidad entre europeos (raramente confesada pero muy real, y que los conflictos en torno a la deuda griega están haciendo salir a la luz) permiten también crear las condiciones de la hospitalidad y del respeto hacia el extranjero no europeo(suponiendo que se pueda trazar una línea de demarcación entre los «europeos» y los «no europeos» en Europa, lo que no es precisamente el caso, incluso desde un punto de vista jurídico). En otras palabras, los diferentes niveles, internos y externos, del «multiculturalismo» son de hecho interdependientes, y nuestros dirigentes que hablan a la ligera de «quiebra del multiculturalismo» harían bien en reflexionar sobre ello.

La impotencia del «todo poderoso»

De ahí mi segunda hipótesis: es la continuación de la primera, pero teniendo en cuenta la cuestión crucial del Estado y de su función en la construcción de las relaciones «de afiliación» entre individuos y comunidades de pertenencia en el marco europeo. Es una hipótesis a propósito de la «constitución material» que permite a los ciudadanos de un mismo Estado-nación negociar salidas y forjar compromisos entre sus intereses, en particular sus intereses económicos. Esto no implica alcanzar un consenso sobre los mismos «valores», o inscribirse en la misma ideología. La mediación no es la unanimidad, lo que también nos permite comprender por qué durante varias decenias (antes de ser aplastada por el avance del neoliberalismo) la «política social» (social policy) no ha abolido pura y simplemente la «política» (politics) pero fue uno de los temas más controvertidos y una de las condiciones de oportunidad. Para elaborar compromisos más o menos ventajosos para los poseedores o los no poseedores, fue necesario seguir luchando, y eso es también lo que hizo de la «nación» un marco político real. A diferencia de su propio mito, las naciones modernas no son entidades eternas que la inercia, las fronteras o la tradición bastan para mantener viva, sino construcciones históricas precarias que hay que recrear permanentemente mediante equilibrios institucionales, que dependen de la evolución de las relaciones de fuerzas entre sus «clases» o sus «partidos» constitutivos. Y esta condición de posibilidad corre el riesgo de desaparecer, o de agotarse: ya sea que la guerra (exterior o interior) la amenace, ya sea que el conflicto civil se vea vaciado de su sustancia y eludido por nuevas técnicas «gubernamentales».

La división de las instancias de responsabilidad y representación entre las instituciones nacionales y europeas ha desempeñado aquí un papel decisivo. Por eso formulo la hipótesis de que, a partir del momento en que la construcción europea no ha sido prácticamente más que el instrumento de la globalización neoliberal, a partir del momento en que ha modificado sus propias instituciones «comunitarias» y sus prácticas de arbitraje en el sentido de una competencia generalizada entre sus propios territorios y sus poblaciones, la función del Estado ha pasado cada vez más de la protección social a una función de destrucción de la sociedad civil. Este deslizamiento no tomó, sin duda, una forma «totalitaria», pero tomó una forma «utilitaria», lo que a la larga es apenas menos violento. La metáfora de la autoinmunidad, que Derrida puso en circulación sobre la soberanía, viene aquí naturalmente a la mente. Si la empujamos al extremo, ello significaría que en el seno de la sociedad europea, el Estado funciona cada vez más, no como conjunto de instituciones representativas y de instancias (incluso coercitivas, injustas o injustas) que instituyen la comunicación y el reconocimiento mutuo de los ciudadanos, sino como una especie de «cuerpo extraño» o de tumor que destruye los vínculos que se pretende reforzar (por ejemplo, desmantelando sistemáticamente los servicios públicos y los programas sociales). Y no es inverosímil que a un nivel fantasioso, esta mutación concuerde con la imagen de una «invasión por cuerpos extraños» que obsesiona las ideologías nacionalistas. Proyectan sobre un exterior indeseable lo que les toma por sorpresa desde el corazón mismo de su historia nacional.

Nunca, sin duda, la función de protección del Estado (teorizada por Hobbes a las auroras del Estado moderno y desarrollada más tarde en la figura del «Estado de bienestar») constituyó una garantía de seguridad universal o absoluta. No ha faltado, ni mucho menos, de aspectos represivos, normativos, disciplinarios, discriminatorios. En lo que en otros lugares me ha sucedido llamar el Estado nacional-socialque le da su forma acabada,[7] la «ciudadanía social» y los «derechos sociales» se adquieren colectivamente, pero también se administran burocráticamente a costa de todo tipo de desigualdades y exclusiones. Sin embargo, existe un claro contraste entre una institución burocrática de la ciudadanía social y una situación esquizofrénica como la actual, en la que el Estado siempre pretende proteger a sus ciudadanos en el sentido tradicional, legitimando así su soberanía, la garantía de sus poderes de protección se ha transferido formalmente al nivel europeo (UE) o incluso al nivel de instancias aún más elevadas, supranacionales, como el FMI o la OMC, que deben dictar las normas de la «buena gobernanza», lo que le permite trabajar por su cuenta privatizando los servicios públicos, o doblegarlos a las reglas de rentabilidad que afectan a las empresas capitalistas: por ejemplo desmantelando el sistema educativo nacional, imponiendo objetivos de rentabilidad a la investigación científica y a la formación de los investigadores, o transfiriendo la misión cultural de las escuelas y de las universidades a redes comerciales de televisión (y ahora de Internet). Una vez más, este proyecto no puede ser independiente de la evolución del populismo y la xenofobia, ya que la utilización insistente de los estereotipos étnicos forma parte de la política de estas redes, junto con la difusión masiva de productos de marketing y juegos prefabricados.

Reconstruir Europa

Soy muy consciente de que este cuadro, si lo es, peca por simplificación. La realidad es la de los conflictos entre tendencias opuestas cuyo desarrollo es desigual de un país a otro. Pero las instituciones de la solidaridad social en todas partes se debilitan cada vez más frente a las fuerzas del utilitarismo, porque éste se apoya a la vez en el mercado y en el Estado, y porque la marcha a la privatización está planificada dentro de la esfera pública misma. Se trata aquí de un juego perverso, en el que Europa figura de justificación y de objetivo a la vez mediante el establecimiento de sus «normas», lo que a los ojos de muchos europeos no deja más que una alternativa: reclamar la represión y la exclusión de toda alteridad, de cualquier «cuerpo» que sea extranjero o diferente, como compensación imaginaria por la crueldad bien real del Protector, o incluso idealizar su función y sus objetivos, para poder seguir creyendo que sus servicios, o los que subsistirán intactos, sólo beneficiarán a los ciudadanos que tengan «naturalmente» derecho a ello. «Preferencia nacional» o «preferencia común», triste dilema…

En tal «esperanza», leo, por supuesto, sólo una forma de desesperación extrema. Por tanto, admito que lo que necesitamos es una «política de la esperanza», en un sentido que no sea autodestructivo y, por tanto, más auténtico. Pero para ello tendría que basarse en una combinación totalmente diferente de fuerzas sociales que hoy, tanto dentro como fuera más allá de las fronteras nacionales, tendría que construir estas fuerzas, fijando objetivos e inventando un lenguaje radicalmente nuevo. La realidad de las contradicciones que revela el encuentro de una Europa en el fondo antidemocrática y de un conjunto de miedos y de resentimientos explotados contra Europa, formando como las dos caras de la misma «cultura» de crisis, puede servirnos al menos de referencia negativa. Se trata de reconstruir Europa como una federación de naciones diferentes e irreductibles a un único modelo, pero libres del mito de la soberanía, apoyándose mutuamente sus capacidades de creación y de intercambio. Digo que «se trata», de manera impersonal, pero esta responsabilidad en realidad es nuestra, es la tarea colectiva que nos incumbe para superar la fuerza que nos reduce a no ser más que prisioneros de nuestros demonios y títeres de nuestra propia historia.

* Publicado originalmete en Actuel Marx, No. 54, POPULISME contre-POPULISME (Deuxième semestre 2013), pp. 13-23. https://www.puf.com/content/Actuel_Marx_2013_n°_54

[1] Este ensayo es la adaptación francesa, con algunas modificaciones, de mi artículo aparecido el 16 de mayo de 2011 en Opendemocracy on line (http://www.opendemocracy.net/etienne-balibar/oureuropean-european-ity), bajo el título: Our European Incapacity. Me ha parecido poder abrir, de modo tópico y personal, el dossier de Actual Marx sobre los «populismos» de ayer y de hoy, cuya coordinación asumo con Emmanuel Renault.

[2] Ash Aamin, Profesor en la Universidad de Cambridge (U.K.), es el autor, en particular, de Cities: Re-Imagining the Urban, Cambridge, Polity Press, 2002 (con Nigel Thrift); de Political Openings: An Essay on Left Futures, Durham, Duke University, 2012 con Press (N. Thrift); y de Land of Strangers, Cambridge, Polity Press, 2012. Fue uno de los iniciadores de la llamada Living with Diversity, lanzada en 2011 en Barcelona por diferentes intelectuales agrupados en el Forum of Concerned Citizens of Europe: verhttp://www.forum-europa.org/. La carta abierta fue publicada en Francia por el sitio Mediapart con el título «Que detenga la política del miedo» (http://blogs.mediapart.fr/edition/les-invites-part-part/article/300710/que-la-politique-lamiedo).

[3] Ash Amin, Uses of Xenofobia, http://www.opendemocracy.net/ash-amin/xenophobic-europe. Traducción de E. Balibar.

[4] http://www.livingindiversity.org/manifesto/

[5] Por ejemplo, en Francia, Alain Duhamel: véase su artículo «Crise économique et tentation des années 30», Libération, jueves 25 de junio de 2011.

[6] Véase mi ensayo “Europe: crise et fin?” publicado el 24 de mayo de 2010 en el sitio Mediapart, seguido de mi discurso en la Universidad Panteion de Atenas el 14 de junio de 2010 (edición francesa en Les Temps Modernes, abril-junio de 2013, nº 673, pp. 128-151: “Reflexiones sobre la crisis europea”.

[7] Balibar étienne, La Proposition de l’égaliberté, Paris, Puf, 2010.




Mítica del populismo. La invención de un oponente condenado



Mítica del populismo. La invención de un oponente condenado

Julián Hernández Mora

Genealogía de un esencialismo antagónico

El populismo es un enemigo que emergió derrotado. Alrededor de su figura se ha construido una mítica demonizante. Se le ha dotado de una carga peyorativa tanto en el mundo académico como en la opinión pública. Los medios corporativos de comunicación han contribuido ampliamente a ello. Su banalización permitió degradar el término de tal forma que la complejidad de su contenido se mantiene en las sombras. Es el curso que ha seguido la narrativa hegemónica global de racionalidad burguesa contra lo que se aleje de su concepción del mundo, pues el signo negativo que la categoría arrastra deviene de una retórica que distingue como inadmisible a todo aquello que se aventure a cuestionar el status quo. Así pues, el populismo, en su acepción vulgar, es el acervo de lo que un gobierno no debe ser: polarizante, poco institucional, demagógico, personalista, autoritario, erigido sobre la base de un liderazgo mesiánico; todas ellas, se dice, diferentes manifestaciones de irracionalidad política.

Curiosamente, cuando se crítica la gestión de algún régimen populista, el acento suele estar puesto en los indicadores macroeconómicos que más encarnizadamente defienden su santidad el Banco Mundial y otros organismos financieros supranacionales: responsabilidad fiscal (gastar menos y ahorrar más) e inflación. Nada se dice −o si se hace apenas son exclamaciones tímidas− sobre la abismal condición desigual del ingreso entre los miembros de la sociedad, una variable verdaderamente significativa para medir el desarrollo de una nación. Un “programa populista”, pues, es la manera displicente, cuasi universal, en que se denomina a ciertas políticas que tienden a forzar una redistribución equitativa de la renta.

El efecto más deleznable de toda esta épica que ambiciona mantener inamovible el estado de las cosas es la denigración de las clases subalternas por parte de los sectores potentados. Aporofobia y racismo parecen ser dos condiciones sine qua non la oligarquía no puede constituirse como tal. Se ocupan de responsabilizar al otro campesino, trabajador e indígena de contribuir a mantener la posición de subdesarrollo ante los ojos del “primer mundo”. Sus intelectuales orgánicos construyen marcos teóricos que pretenden explicar la marginalidad en todas sus dimensiones tergiversando las condiciones sociológicas que la determinan para hacerlas parecer atributos psicológicos. Conciben a los sujetos oprimidos como sus propios verdugos, centrando sus investigaciones en supuestas deficiencias de conducta y rasgos culturales silvestres. No prestan atención, y no parecen tener interés en hacerlo, a las estructuras históricas de dominio, a las desigualdades de clase, a la complicidad del Estado. Es un síntoma de que el orden colonial en América Latina sigue estando vigente, no se trata de un fenómeno que terminó con los procesos independentistas que se dieron a lo largo de la región durante el siglo XIX. El patrón de poder emergido del colonialismo se mantiene inalterable. La lógica que adquiere el orden social gira alrededor de los valores culturales heredados del imperio conquistador, es decir, todos los ámbitos de nuestra existencia se encuentran articulados a la visión del mundo que el colonizador posee y que el colonizado adhiere como propia. Y en el caso de Latinoamérica, esa visión tiene una triple dimensión: 1) estructuras sociales jerarquizadas por medio de la idea de raza (la noción de que los cuerpos blancos son superiores a los no blancos); 2) el eurocentrismo epistémico, que coloca a Europa como espacio intelectual primigenio en la producción de conocimiento; y 3) una occidentalización de los estilos de vida, expresada en la moda, la arquitectura, la literatura, la tecnología, el idioma, el arte, la religión, etcétera (Quijano, 2020). Por eso su llamado «primer mundo» es el resultado de ser beneficiarios históricos del establecimiento del orden colonial. El capitalismo jamás se hubiera desarrollado sin la explotación de los territorios de este continente. Y ese es el sistema contra el que estamos resistiendo.

Pero volviendo a nuestro enemigo mítico, otra vertiente sobre la cual resulta interesante reflexionar es la manera habitual en que los detractores del populismo piensan al poder. Se trata de un esquema común en la comentocracia reaccionaria concebir al poder como una masa homogénea que se concentra en una figura dada. Se distingue en debates televisivos, en programas de opinión y en columnas de circulación nacional. Esa figura, se dice, es el Estado, que se suele confundir con el Gobierno (la totalidad con las partes). El poder, pues, es el gobierno gestionando. Desde ese mar de imprecisiones, surgen frases como «Al poder se le revisa, no se le aplaude» para advertir una supuesta actitud crítica ante el Todopoderoso. Pero el poder no se detenta, se ejerce, y su vida está organizada en una heterogeneidad de elementos que nos permiten afirmar que cuando una voluntad se somete a otra, nos encontramos frente a una relación de poder, y que la distribución misma del poder es asimétrica, lo que deriva en regímenes de dominación diversos. En este sentido, no existe una unidad condensada de poder que se aglutine en alguien o algo, por el contrario, el poder está distribuido desigualmente en entes de tamaño diverso, lo que sintetiza patrones de fuerza hegemónicos y subalternos. Lo demás es ignorancia exacerbada, o un intento ingenioso de la élite dominante y sus intelectuales orgánicos de mantener funcional todo sobre lo que se sustenta su régimen de potestad: la psique política enraizada en el individualismo de elección racional y en la sustitución del «Nosotros» por el«Super yo».

Populismo e identidad popular

Dentro de la teoría populista, el sujeto popular que aspira a construir el populismo va más allá de la posición de clase. Se argumenta que no existe una relación directa entre sujeto/constructor y pertenencia de clase dado que, por ejemplo, la burguesía nacional industrial puede ser parte del proyecto popular, así como la alta burocracia del Estado o también lo que hoy llamaríamos las “clases medias”, todos ellos sectores pertenecientes a clases sociales diferentes. No se distingue con claridad, pues, entre una acción colectiva fundamentada en preceptos ideológicos de izquierda y otra dirigida por demandas liberales de derecha, lo que nos permitiría determinar una tipología de los populismos.

En la práctica, sin embargo, para los movimientos políticos progresistas el populismo simboliza más bien la constitución de una identidad popular, y lo popular se encuentra encarnado por los de abajo. Dicho de otra manera, el populismo es el advenimiento de la identidad política del excluido, la irrupción del plebeyo en busca de la dignidad que le fue despojada. Vuelve del dominio público las desigualdades sociales para incorporar a la vida política a las poblaciones históricamente relegadas. Su marcha está condicionada por la voluntad de las mayorías subalternas, por lo que exige una amplia participación en las decisiones de la rēs pūblica, incentivando la intervención incluso de los sectores más apáticos del espectro social. Por ello, el populismo es un fenómeno de ensanchamiento de la democracia; y más aún, «simplemente, un modo de construir lo político» (Laclau, 2005, p. 11) mediante el levantamiento de trincheras enemistadas en lo social que se enfrentan al arreglo institucional existente, interpelando para ello a nuevos sujetos −los marginados, los desechados, los indeseables− que conduzcan el cambio.

Dado el momento en el que se desarrolla, el populismo concibe la política como un espacio en conflicto permanente. Se nutre de una tradición filosófica agonista (Mouffe, 2014). Por tanto, traza fronteras, crea un “nosotros” frente a un “ellos” para establecer un antagonismo sin eufemismos; sin embargo, la reyerta es conducida a través de las instituciones, pues se enmarca en un contexto de democracia procedimental que reconoce la legitimidad del oponente. La potencia disruptiva de su movimiento se nutre de la noción de que para consolidarse como clase dirigente requiere ser Estado, rehacerse como Estado, instrumentalizar sus aspiraciones desde el Estado.

Así mismo, el surgimiento del populismo como proyecto político está caracterizado por la crisis, el momento en que se desarrolla una ruptura de las lealtades, fidelidades y complacencias entre gobernados y gobernantes. En América Latina hay una serie de eventos enigmáticos para ejemplificar esto: el «Caracazo»de 1989 en Venezuela; la «Marcha de los Cuatro Suyos» del 2000 en Perú; el «Cacerolazo» de 2001 en Argentina; la «Guerra del Gas» de 2003 en Bolivia; y la «Rebelión de los Forajidos» de 2005 en Ecuador. El fruto en todos los casos ha sido la constitución del “yo” colectivo, el pueblo, que es una pluralidad organizada en torno a un proyecto de construcción y ejercicio del poder en clave emancipatoria. Funciona como una unidad diversa estructurada de acuerdo al nivel de integración de sus diferentes miembros y a la magnitud de la lucha que avizoran; por ello, el pueblo puede tener distintas identidades: ciudadana, campesina, obrera, indígena, dependiendo la manera en que se condensen las formas organizativas que conviven en la colectividad para que de ellas emerja una con mayor irradiación e influencia. Así pues, una de estas identidades será la hegemónica y sus demandas e intereses se tornarán de carácter universal dentro del dominio popular. De manera que, en su definición ampliada, el populismo es la construcción del poder a través de la invención y sintetización de diversas identidades populares despreciadas en el devenir histórico.

Por otro lado, el populismo se construye en un espacio intermedio en el cual se articula el momento de la movilización y el momento de la institucionalización. Ambas, la institucionalización y la movilización, representan las dos antípodas en un continuo que rara vez pueden materializarse, dos polos puros y totalmente contrapuestos sustancialmente imposibles de habitar. Y esto es así puesto que un populismo extremo significaría la disolución de la calidad institucional de una sociedad; en cambio, un institucionalismo radical llevaría al deceso inexorable de la política debido a que ésta sería reemplazada por la administración, de manera que los problemas sociales se remediarían administrativamente y la movilización de fuerzas sociales no personificaría ningún papel. En palabras de Jorge Abelardo Ramos (Biglieri y Cadahia, 2021), «la sociedad nunca se polariza entre el manicomio y el cementerio» (p. 171), representando lo primero un enfrentamiento exacerbado, permanentemente contingente, sin lugar para consensos y acuerdos; mientras que lo segundo, un régimen completamente institucionalizado, que coopta la protesta y gestiona el conflicto.

El retorno de la parodia

Durante los más de 40 años que perduró la Guerra Fría, las naciones capitalistas propagaron la idea de la «amenaza roja» con el fin de advertir el supuesto peligro que representaba el comunismo para las garantías individuales y la democracia liberal. El colapso de los gobiernos comunistas en Europa central y oriental, y en gran parte de África y Asia, significó el triunfo simbólico de esa narrativa. Hoy, se usa la misma retórica para señalar a un nuevo enemigo: el populismo, que es acusado de manipular la voluntad general en detrimento del bienestar privado y en favor del centralismo autoritario. Sus críticos lo dibujan como un ente homogéneo, con una posición difusa en el espectro político izquierda-derecha. No parece importarles. Parten de la premisa de que todo populismo es abominable. Se convencen de que es imperante combatir a los “tiranos” que produce y fuerzan una falacia de asociación entre líderes políticos despóticos para tildar al fenómeno en su conjunto: Bolsonaro es malo. Bolsonaro es populista; por tanto, el populismo es malo.

En América Latina, particularmente, se ha instrumentalizado el lawfare (judicialización de la política) como táctica de guerra para desestabilizar proyectos políticos progresistas y perseguir a sus dirigentes más visibles por encarnar alternativas populistas a la hegemonía neoliberal (Cristina Fernández en Argentina, Rafael Correa en Ecuador, Dilma Rousseff y Lula Da Silva en Brasil, Evo Morales en Bolivia, entre otros). Una persecución en algunos casos apoyada por una considerable mayoría de los sectores de las clases medias y populares que se vieron favorecidos por los regímenes antineoliberales, como sucedió en Argentina con la victoria de Macri o en Bolivia con el referéndum que rechazó la reelección de Evo. Para ejemplificar, según cifras de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, 2020), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID, 2020) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT, 2020), en el periodo 2005-2014 la ola progresista latinoamericana sacó de la pobreza a más de 50 millones de personas y de la indigencia a más de 20 millones; el peso del gasto social en el Producto Interno Bruto (PIB) se situó en más del 18% y el gasto promedio en educación fue de 36%; el salario mínimo promedio tuvo una alza de casi el 50% durante 2005-2012; el 10% peor remunerado en el 2005 se apropiaba del 0.8% de los ingresos, pero para el 2013 pasó a ser el 1.4% (64.5% más). ¿Cómo se explica entonces que con semejante prosperidad regional y una marcada tendencia a continuar por ese rumbo, la gente haya elegido un giro repentino a la derecha? Son dos los fenómenos que parecen arrojar luz al respecto: el efecto comunicacional del discurso antipopulista, legitimado en parte por los diferentes escándalos de corrupción que acompañaron a los gobiernos progresistas, y lo que Rafael Ton (2016) llamó el «síndrome de Doña Florinda».

Lo último resulta una analogía sugestiva si se entiende la referencia. Se trata de una porción de la clase media que al ver mejoradas sus condiciones de vida (trabajo estable, seguro social, crédito hipotecario para adquirir un hogar, etc.), idealiza que forma parte de una clase social a la cual en realidad no pertenece, por lo que comienza a manifestar menosprecio por el resto de su “vecindad” y se vuelve funcional a los grupos de poder. Doña Florinda personifica a la clase media; Don Ramón y el Chavo del 8 a las fracciones degradadas o la “chusma”; y el Señor Barriga al capitalista compasivo que guarda la admiración y el respeto de la clase media. A este respecto, Alex Guardiola (2016) expone brillantemente el formato en que se manifiesta dicho atributo del desclasamiento en tiempo de elecciones: «La gente vota por quien se parece a lo que él mismo quiere llegar a ser, por el candidato o la candidata que representa sus aspiraciones sociales, por la figura que sintetiza su sueño no de sociedad o de país sino de figuración social; votar se convirtió en un acto de arribismo».

Por otro lado, como ya antes se dijo, la nueva clase dirigente no estuvo exenta de caer en excesos durante este periodo de bonanza territorial (corrupción, clientelismo, peculado), situación aprovechada por las oligarquías locales para incentivar el regreso de la gestión tecnocrática. Como oposición política, se encargaron de señalar con vehemencia la supuesta incompetencia del gobierno y se apoyaron en diversos casos probados -e inventados- de envilecimiento público. Sin embargo, su ambición de restituir la tecnocracia, lejos de simbolizar un anhelo por mejorar las condiciones de vida del grueso de la población, estaba fundamentada en una visión elitista de la democracia. Las ideas que los guiaban se orientaban a acusar de analfabetas a los sectores populares que llevaron a las izquierdas moderadas a ejercer el poder. Su objetivo era confeccionar un principio minoritario que regresara la autoridad a las élites políticas y a su burocracia dorada al servicio del empresariado. Y aunque su movimiento se caracterizaba por levantar las banderas de la libertad, la tolerancia, el derecho a la propiedad privada y la indiscutible separación de poderes, su verdadero móvil era la edificación de una democracia de nobles. Concebían al pueblo como una masa incapaz de seleccionar el camino más óptimo para alcanzar su felicidad. Argüían que un nubarrón de ignorancia y volubilidad les cegaba la vista. No estaban calificados. Carecían de las cualidades necesarias para llevar los asuntos del gobierno. En consecuencia, una casta de personajes ilustrados tendría el deber de guiar el destino de sus prójimos, pues el haber desarrollado un elevado intelecto les permitía distinguir con mayor claridad el mejor de los mundos posibles. Esta idea, en abierto antagonismo con lo que se propone defender, priva al ser humano de la libertad para elegir su porvenir. La fortuna que ha de acompañar su vida recae en la voluntad de otro(s). Así, la organización política se vuelve una aristocracia con apariencia democrática y la dominación se normaliza por medio del consenso. La historia, pues, se repite dos veces.

Referencias bibliográficas

Banco Interamericano de Desarrollo (2020). Sociómetro-BID [base de datos]. https://www.iadb.org/es/investigacion-y-datos/pobreza,7526.html

Biglieri, Paula y Cadahia, Luciana (2021). Siete ensayos sobre populismo. Barcelona: Herder.

Comisión Económica para América Latina y el Caribe (2020). Cepalstat. Base de datos y publicaciones estadísticas [base de datos]. https://statistics.cepal.org/portal/cepalstat/index.html?lang=es

Guardiola, Alex (2016). El síndrome de Doña Florinda. Opinemos.https://opinemos.wordpress.com/2016/01/05/el-sindrome-de-dona-florinda/

Mouffe, Chantal (2014). Agonística: pensar el mundo políticamente. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Organización Internacional del Trabajo (2020). Ilostat. La principal fuente de estadísticas laborales [base de datos]. https://ilostat.ilo.org/es/topics/wages/

Quijano, Aníbal (2020). Cuestiones y horizontes: de la dependencia histórico-estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder. Buenos Aires: CLACSO. http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/se/20201009055817/Antologia-esencial-Anibal-Quijano.pdf

Ton, Rafael (2020). El síndrome de Doña Florinda. Argentina: Autoedición.




Reseña de «Populismos. Una defensa de lo indefendible» de Chantal Delsol




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Reseña de «Populismos. Una defensa de lo indefendible» de Chantal Delsol

Chantal Delsol, Populismos. Una defensa de lo indefendible, tr. de María Morés, Ariel, México, 2016, 185 pp.

Adrián Rodríguez

Historiador y político de calle

Este libro, redactado por la filósofa liberal Chantal Delsol, podría considerarse una buena introducción sobre algunos aspectos de ese fenómeno conocido como “populismo”, aunque en esencia la autora busca revalorarlo dentro del espectro político. Los méritos del libro van en ese sentido, pero vamos primero por aquellos detalles que consideramos deficiencias.

Por una parte, en la edición material del libro por parte de la editorial Ariel hay un juego de mercado. En español el libro se subtitula c“Una defensa de lo indefendible” y lo acompaña una portada de un hombre con una venda en los ojos. La idea que se desprende de tal decisión editorial es precisamente convertir al libro en algo controversial para fines exclusivamente de venta. Pero también abona a la confusión del lector. Por una parte, en el libro hay una intención de revalorar al populismo más allá de conocidos prejuicios. Sin embargo, me parece exagerado llamarlo “una defensa”. Pero de ello no es culpable la autora. El subtítulo original de su libro es “Les demeurés de I’Historie”, algo así como “los estadios de la Historia”, lo cual ya de entrada da una idea clara de que se está ante un estudio de índole histórica.

Ahora bien, en otro orden analítico, la propuesta de dotar al populismo de un marco histórico (desde la cultura clásica), es interesante, pero no deja de caer en la pretensión o el prejuicio del “ídolo de los orígenes”, como lo llamó Marc Bloch. Es decir, la obsesión de que los orígenes de algún fenómeno explican todo su desarrollo o proceso histórico, lo cual realmente lo que hacen es descontextualizar. Pero bueno, es la manera común como se entiende el estudio de la historia, y Delsol no es historiadora. Lo que es incomprensible, es que la autora en su estudio no cite a otros autores que por demás son conocidos dentro del debate populista. Ya no se diga a Ernesto Laclau, sino incluso a Chantal Mouffe. Por lo mismo, este trabajo parece más un ensayo que un estudio concienzudo del fenómeno analizado. Más allá de esto, me parece que el libro aporta ideas y conceptos importantes, desde  una sana crítica o autocrítica.

La sana reflexión de la que parte Delsol es su intención de revalorar el populismo dentro del pensamiento político occidental, básicamente Europa, aunque realice un par de referencias a figuras latinoamericanas (Chávez, Perón). De hecho, a mi en particular me parece que la autora comprende a los populismos como parte de la familia de las modernidades, en el sentido que Marshall Berman lo vio. Es decir, como una de las muchas respuestas organizadas a los excesos de la modernización. Con esto, al populismo se le da un rostro claro y definido, como parte de un proceso histórico, y por lo tanto, racional, y eso me parece bastante rescatable.

En la misma tónica, me parece que al concebirlo de esta forma, queda una sensación al lector de que, para la autora. los populismos son por naturaleza reaccionarios, puesto que, desde una defensa de conceptos o valores como “la Patria”, “la familia”, “la tradición”, se contraponen a la expansión de los principios universales de la modernidad: los derechos humanos inalienables promulgados desde la Revolución Francesa. Incluso, en este esquema muy simple la autora realiza su análisis: hay una contraposición de dos entidades. Por una parte, los populistas, que defienden lo que llama “el arraigo” (lo particular, lo concreto, lo real) y los cosmopolitas, que defienden “la emancipación” (lo universal, lo ideal, lo abstracto).

Esta dicotomía la presenta la autora desde un principio y es su controversial leitmotiv: en la época clásica ya se hacía distinción entre los numerosos, que se les identificaba con el idios, es decir, con lo particular (de ahí el idiote, que en un principio no era un insulto). En un viraje extraño, el particular fue concebido como un imbécil o un egoísta, puesto que se conformaba con la opinión expresada por todos, sin buscar la verdad superior, la universalidad, el bien común. De esta manera, Delsol asegura que ya para la época ateniense existía un embrión de lo que será después la idea de populismo, y donde se hacía la distinción entre un pueblo ignorante y una élite educada. Para la autora, inclusive, Aristóteles es el verdadero demócrata de la antigüedad. Porque el filósofo griego nos descalificaba de entrada a los numerosos, puesto que les reconocía lucidez para hablar de asuntos del bien común.

En este aspecto la propuesta analítica de Delsol es muy controversial. Pareciera caer en un tipo de anacronismo. O sea: ver en el pasado elementos propios del presente, sin una crítica más minuciosa para reconocer diferencias entre entonces y ahora. Pero esa falta de crítica se compensa con su capacidad crítica para deslindar al populismo de ciertos prejuicios o reconocer cómo el concepto ha evolucionado o cómo lo hemos heredado. La autora revisa los usos del concepto populista en Estados Unidos y en Rusia; cómo a este ha quedado marcado de por vida la experiencia nazi; cómo se ha relacionado “el pueblo” con “la revolución”, en la experiencia soviética; cómo el populismo se vincula más a las provincias que a las capitales mundiales; los numersos conceptos con los que se vinculan actualmente: la tontería, el ensimismamiento, la brutalidad, la frustración. Cada uno de estos abordajes, tiene sus particularidades analíticas con las que no podríamos estar de acuerdo, sin embargo abonan al objetivo de la autora: quitarle al populismo el velo irracional con que se ve y que le sirve a otros agentes para descalificarlo por principio, aunque se hagan llamar demócratas.

Por ejemplo, muy importante me parece el deslinde que presenta DelSol entre el populista y el demagogo. Que explica así: “la demagogia recoge los caprichos y los eleva a rango de voluntades políticas. El populismo escucha y revaloriza la defensa de las particularidades”. Para Delsol el populista articula auténticamente las “voluntades del pueblo” para llevar a cabo “proyectos útiles y posibles que complacen a los electores”. Es decir, nace de la demanda de “lo particular”, de separar los valores de las meras pasiones. Igualmente, la crítica de Delsol ha la democracia me parece muy acertada. Desde la señalización de que normalmente se piensa que criticar la democracia es automáticamente una apología de la dictadura, hasta la hipocresía que propicia tal régimen, cuyos adeptos defienden en la idea y en lo abstracto, pero que en la práctica se entregan a la corrupción, los privilegios y la individualización de la sociedad, precisamente algunos de los males que el populismo combate desde la moralización de las funciones públicas.

La reflexión final de Desol es muy prudente y acertada, porque reconoce una inversión de los factores y actores. Menciona que muchos ataques, caracterizaciones y señalizaciones que hoy en día sufre el populismo de parte de los defensores cosmopolitas de la emancipación, son males que más bien permean entre estos últimos. Empezando por el pensamiento particular, relacionado con el idiotes. Efectivamente, como menciona Delsol, las élites viven en su propio mundo, que es el mundo entero, el de las capitales universales, donde se hablan varios idiomas, donde negocian fortunas, donde se estudia en las mejores universidades. Una élite que prefiere destruirlo todo en nombre del logos antes de darle la razón a los populistas; que prefiere mofarse de ellos antes de tomarse las cosas enserio, que prefiere ponerse al servicio de las nobles causas humanitarias en África antes que arreglar las carencias de la propia comunidad donde vive, porque aquellos valores que no están conceptualizados no valen nada para ella. Por eso la autora propone una educación o reducación de las élites en torno “a la exigencia de los límites” y el “sentido de la realidad”.  

En esencia, por eso me parece que el libro de Chanta Delsol logra su objetivo a pesar de algunas deficiencias analíticas: el populismo es una forma de hacer política, con sus propias características (una “rebelión de lo real”), y que por lo mismo merece ser revalorado críticamente, es decir, en su verdadera dimensión, puesto que en ella puede haber una vacuna contra las enfermedades causadas por ese sistema político mocho conocido como “democracia”.