En la jaula del prejuicio. Crítica sobre el libro Regreso a la Jaula de Roger Bartra

Héctor Alejandro Quintanar

Dentro del debate político e intelectual, muchas veces cuando un personaje etiqueta a un adversario, más que definir al rival, el emisor trata de definirse a sí mismo, en una fórmula que implica que al imputar alguna postura al Otro, de inmediato el hablante quiere situarse en un campo ideológico o político radicalmente distinto. O al menos esa es la intención consciente o inconsciente.

Hoy, eso suele ocurrir con la palabra “populismo”. La ligereza con la que se usa el término y la carencia de rigor histórico con la que se espeta llevan a pensar que, quienes emplean ese concepto como un simple mecanismo desacreditador, en el fondo nos quieren decir desde qué postura política se ven a sí mismos cuando hablan. A veces, pues, parece que cuando alguien dice “Fulano es populista”, en el fondo nos quiere decir “Y yo soy demócrata liberal” o “Y yo pertenezco a la izquierda ilustrada”. Es, en suma, un intento tácito de definirse a sí mismos por contraste.

El nuevo libro de Roger Bartra, Regreso a la jaula. El fracaso de López Obrador parece ser un compendio extendido del autor para reproducir esa fórmula y tratar de reivindicarse a sí mismo como la medida de la izquierda y la democracia, diciéndonos por qué el gobierno de López Obrador ya fracasó –a dos años de haber iniciado- y, más importante, diciéndonos por qué el gobierno de López Obrador no es de izquierda y sí es un artificio fallido proclive a una deriva autoritaria.

El ensayo, sin embargo, no logra su cometido por una razón estructural: el autor nunca se propuso en su libro ofrecer evidencia, o al menos indicios, de sus asertos y constantes insultos, sino solamente busca exponer, desde una perspectiva autorreferencial, que López Obrador es un político populista de derecha reaccionaria. Y el único “argumento” con que habla Bartra es el de autoridad: para el antropólogo, es suficiente que él crea que es así para que su juicio en automático sea válido.

El formato del libro ya ofrece una señal fuerte en ese sentido, pues se trata en su mayoría de un compendio de artículos del autor publicados previamente en el diario Reforma en los últimos cuatro años, con algunos comentarios añadidos. El autor no sopesa nada ni recurre a otras fuentes más que a sí mismo. Y, en una revisión documental más amplia, nos damos cuenta que en realidad el libro es una repetición de asertos que Roger Bartra lleva diciendo más o menos tres lustros y que expuso en dos momentos clave: un ciclo de conferencias que él organizó llamado Gobierno, derecha moderna y Democracia en México, expuesto en la UNAM en 2008; y un artículo de Bartra, publicado en marzo de 2012, en contra de la convocatoria de la “República amorosa” que hizo López Obrador en fines de 2011. En suma, sin verificar o contrastar sus dichos y creencias de entonces ante la evidencia disponible, el autor prefirió elevarlos a sentencias inapelables en su libro. Mediante estas líneas se busca resaltar esa carencia argumentativa y se hará la disección de dos tesis centrales que dan base a la obra.

“López Obrador ganó por culpa del PRI”

La piedra angular del libro de Bartra es ese aserto: la victoria de López Obrador en julio de 2018 se dio por culpa del PRI. El autor no dice eso como fórmula retórica que haga alusión a que la corrupción e incompetencia de Peña Nieto facilitaron una simpatía ciudadana para votar por su principal crítico, que era el tabasqueño.

No. Bartra expone en su libro que López Obrador ganó gracias a un operativo antidemocrático del PRI y a una movilización oficial de gobiernos locales y otros sectores priistas a su favor. En el tercer apartado de la primera parte del libro, el autor nos dice que el PRI maquinó el triunfo de Morena “mediante gobiernos estatales”, movilización de sindicatos y “penumbras”; en el noveno apartado de esa primera parte asegura que “Peña dio apoyo electoral enorme a AMLO”, que “el PRI auspició el voto por el tabasqueño porque éste se priizó y volvió al rebaño” y el presidente saliente “pactó” con el candidato de la Coalición Juntos Haremos Historia.

Bartra no se hace cargo de sus dichos en ningún momento. Nunca nos dice siquiera qué gobernadores priistas incurrieron en eso y mediante qué recursos. La única “evidencia“ que ofrece Bartra es decirnos en su libro que él oyó esos dichos en algunas conversaciones privadas que tuvo con ciertos actores políticos; nos comparte una encuesta telefónica donde 40 por ciento de los participantes declaró “haber votado por el PRI” antes y haberlo hecho por AMLO en 2018; y por último, señala la presunta investigación que la PGR peñista abrió contra Anaya por lavado de dinero durante la contienda electoral.

Contradiciéndose a sí mismo, Bartra también menciona en numerosas ocasiones que el triunfo de AMLO en 2018 se debió a que la ciudadanía votó “por tedio y aburrimiento contra la democracia” y, asimismo, a que los electores votaron “con desesperación y rabia” a favor de López Obrador en un ejercicio de “nostalgia” absurda por el pasado pre-neoliberal. No hay un solo intento en el libro de conciliar sólidamente dos posturas tan diferentes: si el triunfo de AMLO se dio por un operativo de Estado para movilizar priistas corruptos pero racionales que votaron por interés, eso anularía la tesis del votante irracional pero antipriista que tachó en la boleta en favor de Morena por enojo contra el sistema que encabezaba Peña Nieto. Bartra parece ni siquiera darse cuenta de esa paradoja.

Al parecer Bartra no se tomó nunca la molestia de asomarse mínimamente al perfil de los votantes por López Obrador en 2018 ni el modo en que Morena, y el movimiento político que precedió al partido, han impactado en la historia electoral mexicana reciente.  Para Bartra resulta inexplicable el hecho de que Morena como partido haya obtenido “sólo 6 millones de votos” en la elección de 2015 y, tres años después haya ganado la presidencia con más de treinta millones de votos. Aún si nos guiamos bajo esa lógica reduccionista de especular resultados a partir de los votos obtenidos en elecciones anteriores, los números desmienten a Bartra.

Para el antropólogo resultan prescindibles por lo menos quince años de historia política reciente, en donde nunca notó que, de manera sostenida y ascendente, López Obrador ha sido uno de los políticos de las izquierdas mexicanas electoralmente más exitosos. En 2006, y obviando las chicanadas electorales de ese momento, AMLO obtuvo 14.7 millones de votos. Eso significó el número histórico de casi diez millones más de los que Cuauhtémoc Cárdenas obtuvo en la elección del 2000. En 2012, logró 15.8 millones de sufragios, lo que significó la votación más amplia alcanzada por la izquierda partidista en la historia de México hasta entonces. No es ocioso exponer asimismo que, en 1997, bajo la conducción de AMLO, el PRD logró los mejores números comiciales en su trayectoria hasta ese momento. La inercia de votos a favor del tabasqueño, como en su momento fue el caso de Lula da Silva en Brasil cuando ganó la presidencia en 2002, ha sido siempre al alza en las contiendas donde ha participado.

Y lo verdaderamente importante está en las razones de esa inercia. Para Bartra, fue totalmente prescindible el hecho de que Morena haya sido el partido emergente más electoralmente exitoso de la historia de la democracia mexicana, y que en su primera elección -2015- no compitió para salvar el registro –como suelen hacerlo los partidos debutantes- sino que se posicionó como “partido grande” de inmediato, donde, a excepción de tres entidades federativas, logró ubicarse como un organismo competitivo a nivel nacional; ganó distritos electorales clave en nueve entidades grandes de la república y pudo posicionarse como primera fuerza política en la Ciudad de México.

Ello no fue producto del “humor social” espontáneo, sino un hecho que Bartra desdeña (o ignora): una sostenida labor de socialización política que, con trabas y zigzagueos pero que de manera constante se hizo presente en la escena política mexicana desde 2005 –cuando el desafuero-, y que ha protagonizado episodios –por su número e impacto- sin precedentes en la historia reciente mexicana, como las movilizaciones electorales de 2005-2006, el registro multitudinario del llamado “Gobierno legítimo” de 2006-2007, o el Movimiento en Defensa del Petróleo de 2008. El impacto electoral de esa vena movimientista es aún un fenómeno por medir, pero da indicios de su fuerza el hecho de que en diversos distritos del país, la socialización política del morenismo ha logrado presencia y votaciones inéditas desde antes de 2018; como fue el caso de distritos locales en Veracruz en 2016.

Por otro lado, cualquier medición mínima de quiénes votaron por López Obrador desbarata totalmente las tesis de Bartra sobre que los electores en 2018 optaron por la nostalgia por “el viejo régimen”. El 63 por ciento de los votantes jóvenes menores de 40 años en 2018 –número en sí mismo enorme- votó por el tabasqueño ¿Cómo podrían esos electores sentir “nostalgia” por un periodo de tiempo que ellos no vivieron? Bartra ni siquiera se da cuenta de esta notoria oquedad argumentativa en sus asertos.

La elección de 2018 arrojó al resultado más contundente de la historia de la democracia mexicana, y el aspirante de Morena obtuvo 30.1 millones de votos. Ganó en 31 de 32 entidades federativas, de las cuales, por primera vez en la historia, solamente 15 eran gobernadas por el PRI (si seguimos la lógica de Bartra, ¿cómo habrán hecho los gobernadores priistas para movilizar a personas priistas para votar por AMLO en entidades que no gobiernan?).

La investigación que documente o mida las razones que impulsaron a ese arrollador número de ciudadanos a sufragar por AMLO es aún una tarea pendiente, pero suponer que tan inéditas y contundentes cifras son producto, o de la maquinaria fraudulenta de los gobernadores tricolores, o de una cauda de zombies que votaron con el hígado, no son, por ningún motivo, hipótesis dignas de tomarse en serio. Esos dos exabruptos son, en el mejor de los casos, un “whishful thinking” de Bartra que entraña ciertas pulsiones elitistas, al especular, sin matiz de ningún tipo, que los votantes de alguien que a él le desagrada son o corruptos manipulables o ajolotes irracionales enojados con la democracia… a pesar de que esos ajolotes participaron copiosa y pacíficamente en el proceso democrático fundacional: las elecciones.

Los académicos, incluido Bartra, debemos tener no sólo la humildad suficiente, sino también la evidencia, para hablar de un fenómeno que aún no se ha discernido del todo debido a su magnitud: recibir 30 millones de votos en el México contemporáneo es un hecho insólito, histórico y contundente que no se puede explicar a través de teorías conspirativas o mediante rumores palaciegos. A menos que lo que se busque sea desestimar o insultar a los electores.

“López Obrador es un populista de derecha y una quimera reaccionaria”

Persistentemente hay en el libro de Bartra una etiquetación condenatoria donde señala a López Obrador como “un populista de derecha de manual”. En esta reseña se obviará el hecho de que Bartra en ningún momento ofrece una definición sociológica de “populismo”. Se sobrentiende en su obra que “populismo” es algo indeseable, pero sorprendentemente el autor mete en esa categoría a políticos no sólo distintos sino contradictorios entre sí, como los actuales postfascistas europeos y anglosajones (Orbán o Trump) y los desarrollistas clásicos latinoamericanos, como Cárdenas y Perón. Así, más que una definición rigurosa sobre “populismo”, Bartra reproduce en su obra la vulgata panista sobre ese término, alejada del rigor científico, que fue el eje central de campaña de Calderón en 2006.

Si se le da el beneficio de la duda a Bartra, pareciera que al calificar como “populista de derecha” a AMLO numerosas veces, el autor está más preocupado por la segunda parte de esa etiqueta que la primera. Hay una urgencia incisiva del antropólogo por decirnos que López Obrador es “de derecha”. De nuevo, el autor deja en el aire ese señalamiento, que suena más a delación que a categorización sociológica, y no la sustenta sólidamente.

La base para esa afirmación estriba en que Bartra entiende el discurso de AMLO como un entramado moralizante, de extracto religioso, que tiene una epítome y ejemplo máximo en la propuesta de la “Constitución Moral” que propone el tabasqueño, a la que Bartra dedica muchas páginas.

Los dicterios de Bartra en este sentido, de nuevo, carecen de evidencia y no pasan de ser burlas simplistas contra López Obrador y contra otros personajes cercanos al tabasqueño que colaboraron en la redacción de esa obra. El antropólogo achaca ese tono moralista en AMLO a su mentor juvenil, el maestro Rodolfo Lara Lagunas –por ser éste el autor de un libro llamado Jesús, líder de izquierda-, y espeta sarcasmos en contra de algunos de  los seis coordinadores de la obra Guía ética para la transformación de México. Más allá del tono burlesco y de la falacia ad hominem que ejerce Bartra (dirigida por cierto a personajes respetados de la academia y el periodismo, como Enrique Galván Ochoa o Margarita Valdez, colega de Bartra en la UNAM), la realidad es que en esa crítica de nuevo el antropólogo se repite a sí mismo… sin haberse documentado ni al mínimo.

La acusación de que López Obrador encabezaría un gobierno “populista de derecha” basado en una “quimera reaccionaria” la hizo por primera vez el autor en un artículo publicado en Letras Libres en marzo de 2012, en respuesta a la convocatoria del entonces precandidato AMLO hizo en noviembre de 2011 sobre construir los “Fundamentos para una República amorosa”. A Bartra le bastó el tono retórico –y acaso cursi- de esa convocatoria del tabasqueño para interpretarla como una ocurrencia religiosa y condenarla, pero nunca se tomó la molestia de mirar sus fundamentos empíricos y el origen concreto que tuvo.

Y es ahí donde es necesario ofrecer la evidencia que Bartra, de nuevo, pasó por alto, por ignorancia o por desidia ¿Cuál es el contexto histórico que dio vida a aquella convocatoria que, luego de algunos años, desembocó en un escrito axiológico que hoy el Gobierno difunde entre adultos mayores?

En el año de 2007, tras la asunción fraudulenta de Felipe Calderón, López Obrador y un grupo de colaboradores iniciaron un recorrido por todo el país, en aras de hacer socialización política y fortalecer la presencia territorial del llamado Gobierno legítimo, que fungía como figura de mediación entre ese equipo político y los simpatizantes del tabasqueño que no militaban en partidos políticos.

Como se ha documentado numerosas ocasiones, a partir de ese momento López Obrador y colaboradores cercanos recorrieron el país localidad por localidad, a ras de tierra, mientras iniciaba la principal acción del gobierno de Calderón: la llamada “guerra contra el narco”. Con el transcurrir del sexenio y el recrudecimiento de la violencia en el país a niveles inenarrables, los recorridos de AMLO se tornaron en un visor social para la confección de un nuevo diagnóstico de país.

A decir de Jesús Ramírez Cuevas, entonces colaborador del tabasqueño, en ese ejercicio de recorrido del país en tiempos del calderonismo destacó una cuestión: ante la explicación reduccionista, de que la pobreza económica es la causa principal de que las personas se sumen a las filas de los cárteles del narcotráfico, había un hecho paradójico y resaltable: en algunas zonas del país -como Oaxaca o Chiapas-, a pesar de su extrema pobreza y del acoso del crimen organizado, ciertos grupos sociales eran reticentes a unirse a los cárteles del narco, y la razón de ese rechazo era al fuerte sentido de comunidad existente entre ellos. Pesaban más en la conducta de esas localidades la cohesión y valores comunitarios, a pesar de las evidentes carencias materiales.

Independientemente de la complejidad de esos hechos y del modo aún intuitivo con el que el equipo de López Obrador los interpretó, éstos fueron determinantes para que en el año 2010, en el nuevo diagnóstico de país que pretendía suplir al de 2006 como plataforma programática de una eventual candidatura de López Obrador en 2012, el primer postulado del programa fuese que una transformación y camino a la pacificación del país pasaba no sólo por la mejora material de las condiciones de vida de la población, sino también por la promoción de valores donde la defensa del sentido de comunidad y de lo público retomaran primacía. En su interpretación, esos dos valores eran los que habían hecho que muchos mexicanos en determinadas regiones pobres rechazaran, por ética y sentido de pertenencia a una comunidad unida, la promesa de una mejora material que ofrecía el crimen organizado.

El libro que condensó ese nuevo diagnóstico de país –ahora bajo las circunstancias a las que lo orilló el calderonismo-, se publicó en 2011 y llevó por título Nuevo Proyecto de Nación, un compendio de ensayos de 37 intelectuales (donde destacaron Asa Laurell, Luis Javier Garrido, Lorenzo Meyer, Irma Eréndira Sandoval, Elena Poniatowska, Bertha Luján, Ignacio Marván, entre otros) coordinado por Jesús Ramírez Cuevas y prologado por López Obrador.

La ponderación de “una revolución de las conciencias” promovida como prioridad en ese proyecto, y que aparecía como el postulado número uno de esa agenda programática, era, en suma, una reacción ante el desastre de la estrategia belicista –y hoy sabemos que corrupta- del calderonismo para “combatir” el crimen. El asunto se llevaría más a fondo poco después.

En noviembre de ese mismo 2011, a raíz de esta inquietud, fue que López Obrador hizo público el llamado a participar en los “Fundamentos de una república amorosa”. El resultado de dicha cuestión no fue baladí: en marzo de 2012 una diversidad de voces de académicos, intelectuales, periodistas, especialistas y expertos de diversos rubros –donde imperó la pluralidad de ideas-, participó en una serie de conferencias y reflexiones al respecto entre el 15 y el 16 de marzo en la Facultad de Economía de la UNAM, coordinados por Enrique Dussel, Armando Bartra, Alfredo López Austin, entre otros académicos.

El acto supuso 60 conferencias y 60 ponencias de la sociedad civil que, fundamentalmente, pusieron en la palestra la necesidad de nuevas directrices éticas en el país y propuestas para lograrlas. Las ponencias se condensaron en un libro coordinado por Armando Bartra –por cierto, primo de Roger- llamado Los grandes problemas nacionales, publicado en 2012. En esencia, esa serie de propuestas devino en un aporte al proyecto de Nación que enarbolaba AMLO como candidato en ese año, y que se resumió en ser una propuesta de reforma de contenidos educativos que ponderaba la necesidad de una adecuación de valores más incluyentes y de respeto a la otredad, principalmente en el nivel de la educación básica (primaria) del país.

Ese es el antecedente que dio pábulo a la idea de publicar en 2019 una Guía ética para ser repartida entre ciudadanos por el gobierno de López Obrador. No es una ocurrencia santurrona sino un proyecto añejo nacido de un hecho muy concreto: tratar de promover los valores de comunidad, a través de los cuales ciertas personas, durante el calderonismo, prefirieron no unirse al crimen organizado a pesar de sus carencias materiales.

Se pueden criticar los alcances y limitaciones de esa propuesta. Se puede criticar o dar seguimiento para evaluar si se ha concretado o no la propuesta lopezobradorista de fomentar una educación básica más incluyente, que promueva una formación cívica acorde a los valores de una sociedad plural y compleja. Se puede criticar o evaluar los cambios entre el diagnóstico que AMLO defendía en 2012 y el nuevo de 2018 con respecto a cómo enfrentar el crimen organizado. Pero lo que no se puede hacer es tildar a ese ejercicio como “quimera reaccionaria de derecha” cuando no se tomó ni la mínima molesta de revisar los antecedentes reales de ella y, además, cuando se trata de una propuesta que nació de buscar una vía diferente para combatir la violencia del calderonismo, cuya estrategia, ahora con García Luna en la cárcel, sabemos que no sólo fue un belicismo de derecha sino una farsa gansteril cuyos efectos mortales siguen lacerando al país.

Para Bartra todos estos hechos (comprobables, medibles, verificables) resultaron prescindibles o de plano nunca se enteró de ellos. Una visión crítica del significado de esos hechos habría sido un aporte valioso. Pero como el autor los omitió, su “crítica” más bien fue de nuevo un insulto simplista y frívolo, tal como lo fue en 2012.

¿Así habla alguien de izquierdas?

A la par de esas dos tesis insostenibles, hay en el libro de Bartra algunos exabruptos reveladores. A lo largo de su libro, el autor da su visto bueno dos veces a la alianza PAN-PRD en Veracruz a la gubernatura en 2016, misma que tuvo como candidato a Miguel Ángel Yunes, un desprestigiado personaje que no sólo está alejado de cualquier inercia socialdemócrata, sino que se trata de un hombre de prácticas gangsteriles, represor de las izquierdas en los noventa sobre quien pesan acusaciones de colusión con redes de pederastia.

Asimismo, en el tercer apartado de la segunda parte de su libro, Bartra usa un lenguaje propio de los partidos postfascistas que dice despreciar, al llamar “invasores” a los migrantes de Honduras y Guatemala que fueron parte de las caravanas migrantes en 2019 en México. Eso no sólo es impropio de la izquierda sino que se parece mucho al lenguaje trumpiano con el que el magnate postfascista se refería a los mexicanos.

En ese mismo apartado, Bartra resta gravedad al Golpe de Estado que padeció Evo Morales en Bolivia, al no llamar a esa defenestración antidemocrática por su nombre y reducirla al hecho de que “a Evo Morales lo obligaron a dimitir”, sin decir que los autores de esa “obligación” fueron los militares. Después, se queja de que Morales fue a México a “dejar pólvora bolivariana”. Muy parecida acusación a la que suele hacer la derecha movilizada de “FRENAA” en México.

Asimismo, en el octavo apartado de la segunda parte de su libro, en un acto carente de todo rigor intelectual, Bartra calumnia e insulta al intelectual y periodista Rafael Barajas. Bartra retoma el desplegado que él promovió en julio de 2020 para alertar contra una “deriva autoritaria” causada por López Obrador en México, dado que, en su interpretación, Morena es un partido “representado” en el Congreso y a que la libertad de expresión está bajo asedio por culpa de las conferencias matutinas del presidente. En respuesta, Rafael Barajas y otros intelectuales publicaron otro desplegado para desmentir y confrontar ideológicamente (como es válido en una democracia) las ideas de Bartra.

El antropólogo, sin embargo, desdeña la argumentación del segundo desplegado y a todos los que participamos firmándolo. Desde el empíreo del autoengaño, Bartra acusa que Barajas “como funcionario de partido” se dedicó a “acarrear” firmas y “movilizar a sus cuadros” . Bartra insultó así a todos quienes firmamos el texto, quienes lo hicimos libremente, y agredió a Barajas, al ignorar que se trata de un intelectual que lleva tres años trabajando voluntariamente en una instancia donde no recibe pago alguno, y al ignorar que todos los firmantes lo fuimos motu proprio.

¿Son estos exabruptos constantes una práctica o postura dignas de un intelectual de izquierdas? Por supuesto que no.  Sin embargo, un análisis mesurado sobre la trayectoria de cualquier figura pública debe ponderar muchos factores y ser panorámico en sus conclusiones. Por eso, resultaría injusto reducir a Bartra a los apuntes desafortunados que nos ofrece en El regreso a la jaula y desdeñar los valiosos aportes que a las izquierdas, y a la democracia, este antropólogo ha hecho en México.

Pero a la luz de la evidencia sí es legítimo señalar que esta última obra aporta poco al terreno de las ideas sociológicas y mucho a la pólvora de la retórica incendiaria de las derechas contemporáneas en México ¿Cómo explicar esto? Quizá el punto más revelador está en la primera parte del libro, donde nos dice que en un sector de la política mexicana “se han sustituido las ideas por los sentimientos”. El aporte de Bartra es valioso si leemos esta frase no sólo como una preocupación, sino también como una involuntaria autocrítica del autor.