El Papa Francisco y AMLO: religiosidad popular y democracia

Cesar Martínez (@cesar19_87)*

Lejos de haber logrado sembrar la cizaña entre el Papa Francisco y el presidente López Obrador al lucrar con los atroces asesinatos de dos jesuitas en la Sierra Tarahumara, el bloque conservador y sus tentáculos mediáticos involuntariamente han puesto sobre la mesa un debate impostergable para el futuro de la democracia en nuestro país: ¿Puede la arraigada religiosidad del Pueblo de México, (especialmente su fe católica), ser un factor a favor de la lucha contra la corrupción y la violencia exacerbadas por los dogmas de fe neoliberales, como los ha catalogado el pontífice argentino en sus cartas encíclicas?

Dicha pregunta involucra poner en tela de juicio dos estereotipos repetidos durante décadas: el primero, que la Iglesia Católica es una cueva de conspiradores retardatarios cuya doctrina es la doble moral; y el segundo, que los movimientos de izquierda tales como la Cuarta Transformación de México no pueden nutrirse de la religiosidad popular porque se viola el laicismo del Estado. Se trata de cierta idea muy arraigada en sectores “modernos” e “ilustrados” de la sociedad según la cual los ministros de culto no pueden ni deben emitir pronunciamientos sobre la estructura socioeconómica y los políticos por su parte no pueden ni deben invocar la ética y la moral en conceptos tales como el bienestar del alma y la felicidad del Pueblo.

Podemos decir que estos estereotipos desprenden un fuerte tufo neoliberal si definimos al neoliberalismo como la privatización de la vida social. De modo que los problemas públicos solamente admitirían respuestas ideológicas (tales como si el Estado debe ser más grande o más pequeño); y en lo relativo a problemas de la “vida íntima” no habría espacio para el diálogo, la deliberación y el debate, prácticas cuyo aprendizaje se desarrolla en la familia como el espacio de convergencia entre la persona y su entorno social. Esta fractura entre esfera pública y esfera privada efectivamente despoja al Pueblo del poder de participar en sus propias decisiones, pues al Pueblo se lo juzga tonto como para entender de instituciones; y además implica que el Pueblo ya no es Pueblo: el único espacio de libertad se reduce a decisiones “personalísimas” donde la opinión del prójimo no tiene valor y por tanto resulta innecesario escucharla.

¿Si el Pueblo en México fue despojado de su derecho a participar en política durante los más de 30 años del régimen neoliberal, entonces cómo podemos exigir una sociedad pacífica donde no se den las conductas antisociales ocasionadas por la desintegración familiar y la degradación del tejido social? Ahí donde el Pueblo pierde poder, lo ganan todo tipo de mafias partidistas, financieras, mediáticas, periodísticas, intelectuales, académicas, científicas, de la delincuencia de cuello blanco y de la delincuencia organizada.

Al mirar completa la entrevista de casi una hora que Francisco concedió a la agencia noticiosa Télam, (misma que fue reproducida por partes en las conferencias diarias del presidente mexicano como forma de desmentir el presunto “quiebre” entre el Gobierno de México y la Santa Sede), se aprecia cómo el Jefe del Estado Vaticano realiza tres declaraciones seguramente controversiales a oídos de las mafias del párrafo anterior: a) que el catolicismo latinoamericano ha resistido gracias a su aspecto de “religiosidad popular”, b) que la cercanía con el Pueblo ha logrado que la Iglesia latinoamericana haya superado los “conatos de ideologización” y c) que la Iglesia cumple su misión divina cuando llega a las “periferias existenciales” como barrios, fábricas, centros para pensionados y espacios de jóvenes donde la cultura del descarte se sufre más, pero donde el Pueblo paradójicamente es más libre.

“Cuando el Pueblo se fue expresando cada vez más en lo religioso terminó siendo protagonista de la historia y eso en la Iglesia Latinoamericana se vio bastante,” dijo el otrora arzobispo de Buenos Aires. Así pues, el Papa presenta al Pueblo como sujeto libre y democrático, y a la ideología como objeto esclavizante y despótico, en un discurso profundo que podríamos comprender mejor trayendo a colación a un prominente pensador católico francés del siglo pasado: Henri de Lubac.

Citando al novelista ruso Fiódor Dostoyevski, De Lubac advierte que las modernas ideologías occidentales representan “la cuestión de la Torre de Babel, que se construyó a espaldas de Dios no por alcanzar el cielo desde la tierra, sino por bajar a la tierra el cielo.” Ideologizar es abordar el drama humano a través de una afirmación de la humanidad que al mismo tiempo es una negación de Dios, de la ética y de la moral, abriendo camino para justificar la dominación y el elitismo: idolatrar a una oligarquía, a una casta o a una tecnocracia y despreciar al Pueblo por motivos de interés material o de simple cobardía. La extraordinaria tesis de De Lubac es que es imposible entender el despotismo actual sin ver su raíz en cierta lógica antirreligiosa según la cual Dios es un objeto creado por la humanidad en un determinado momento de debilidad. Esa es precisamente la idea antirreligiosa de “alienación/extrañamiento” compartida tanto por Ludwig Feuerbach, Auguste Comte, Friedrich Nietzsche y Marx, quien fue desarrollándola hasta acuñar la frase de que la religión es el opio de los Pueblos al ser un aspecto más, de acuerdo a él, de la deshumanización de la mujer y el hombre en el sistema de la propiedad privada.

Así, para De Lubac, Dostoyevsky no solo fue un gran pensador a la misma altura que Nietzsche o Marx, sino que fue un santo y un profeta alertando que, cuando existe una humanidad sin fe, cualquier institución política, socioeconómica, cultural y aun religiosa es susceptible de la “ideologización” que condena el Papa. Justamente el cuento del “Gran Inquisidor” en Los Hermanos Karamázov es protagonizado por un jerarca de la Santa Inquisición que encarcela e increpa a Jesús Cristo, diciéndole que a los hombres solo les importa vivir de pan (y no de toda palabra que sale de la boca de Dios). Este teólogo francés corona su magistral exposición con la siguiente idea: una postura antirreligiosa es una postura antimetafísica, porque niega que exista la libertad como capacidad de la persona de salir de sí misma y contemplar el bien común desde la perspectiva de la inmortalidad. Políticamente hablando, la antimetafísica niega que el Pueblo, que la gente humilde y sencilla, pueda llegar a ser protagonista de la historia aquí en la tierra.

Cuando Francisco nos habla de la “infalibilidad de Pueblo de Dios in credendo” (es decir que cuando el Pueblo actúa con fe, el Pueblo tiene un instinto certero, infalible), él está continuando la doctrina social del catolicismo desde la encíclica Rerum Novarum de León XIII hasta las conferencias del episcopado latinoamericano de Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida, pasando por el Segundo Concilio Vaticano: tener fe no es creer “que el cambio está en uno mismo”, no es voluntarismo y tampoco superstición, sino reconocer las realidades materiales de la acumulación de riqueza en manos de unos pocos y el despojo al trabajador del producto de su trabajo, sin recurrir a la guerra de clases, sino a la opción preferencial por los pobres (“por el bien de todos, primero los pobres”) y al amor al prójimo.

Si nuestras posturas fueran antirreligiosas sin remedio, y quisiéramos entender cuál es el significado de ser parte del “Pueblo de Dios” en términos filosóficos y no teológicos, diríamos entonces junto con Feuerbach y el (joven) Marx que se trata de la consciencia de formar parte de una humanidad universal, social y natural: es el ser genérico o Gattungswesen, donde los atributos y las necesidades definen nuestra condición humana sin discriminaciones. Dramáticamente, hay que decir que conforme Marx fue alejándose de sus ideas juveniles sobre la condición humana, él comenzó a profetizar el apocalipsis capitalista y la destrucción de la burguesía a sangre y fuego. Para Francisco, en contraste, dictadura, imperialismo, hegemonía y fascismo son contrarios al bienestar del alma y al amor cristiano: en última instancia, la persona déspota, de carácter autoritario, es una persona que en lo recóndito de su ser está sufriendo. Así, en la entrevista al Santo Padre, puede interpretarse que la crisis de la pandemia de coronavirus ha exhibido que las clases que típicamente operan a las burocracias públicas y privadas y a los medios de comunicación, esto es, las clases altas y las clases medias, padecen también sus propias situaciones de “periferia existencial” en sentimientos de apatía, superficialidad, narcisismo, desesperanza y coprofilia.

¿Puede entonces la honda y arraigada religiosidad que el Pueblo de México demuestra (especialmente en aquellas periferias marginadas tras décadas de neoliberalismo) convertirse en fuerza transformadora de democracia y paz? Al hablar de paz, evitemos la equivocación de ver en el Papa Francisco al párroco blandengue que no dice lo que piensa por miedo a la polarización. En este sentido, la idea más contestataria de su entrevista con Télam es que debemos tener fe en la política como resultado de nuestra fe en el Pueblo de Dios: “El mundo político es ese choque de ideas que nos purifica y nos hace ir juntos adelante. Por eso los jóvenes tienen que meterse en política como esta ciencia de la convivencia, pero también de lucha política que nos purifica de egoísmos y saca las instituciones adelante” puntualizó. La dialéctica de Bergoglio no es, por lo tanto, la guerra de ideologías ni la de clases socioeconómicas que culmina en tal o cual sistema gubernamental, sino la lucha de raíz entre una humanidad que asume el misterio de su libertad como el mandato del amor al prójimo… y una humanidad que solo quiere y le importa vivir de pan. No le falta razón al presidente López Obrador cuando declara que Francisco es el dirigente espiritual y político más importante del mundo.

*Maestro en Relaciones Internacionales por la Universidad de Bristol y en Literatura de Estados Unidos por la Universidad de Exeter.

Bibliografía:

De Lubac, Henri (1995) The Drama of Atheist Humanism, Ignatius: San Francisco.