El concepto de ideología (parte II)

George Lichtheim

Traducción de Sandro Brito 

La revuelta romántica

La mención de Weber plantea la pregunta de por qué el positivismo encontró  más resistencias en la Alemania de fines del siglo XIX que en Occidente. A pesar de que este es un tema propiamente histórico, nos lleva de nueva cuenta a la filosofía, porque lo que se interpuso en el camino de una asimilación más rápida de los conceptos positivistas fue la tradición metafísica alemana. Puesto que la última formulación de esta había sido dada por Hegel, se podría haber supuesto que el punto de vista tradicional de la filosofía sería defendido por los marxistas, en la medida en que ellos mismos se consideraban en la línea de sucesión hegeliana. El marxismo, sin embargo, fue objeto de una interpretación positivista con Engels. En consecuencia no hubo ningún enfrentamiento real.  Lo que sucedió más bien fue que —habiendo sido descartada la metafísica idealista— la herencia de la filosofía clásica se repartió entre el positivismo y el vitalismo, con los marxistas colocados de facto en el lado positivista. Como en Francia, la oposición romántica retomó los ataques contra el racionalismo en general, aunque en el escenario alemán un escritor como Nietzsche ejerció una influencia que no tuvo paralelo en Francia. En principio, la división resultante fue un fenómeno europeo general, pero solo en Alemania la corriente anti-racional era lo suficientemente fuerte para imponerse temporalmente como la dominante; al final, logró incluso promover una agitación política.[1]

Sería engañoso tratar esta situación en términos de un conflicto directo entre el racionalismo y el irracionalismo. De hecho, la posición racionalista clásica había sido abandonada por los marxistas así como por todos los demás. Incluso para los académicamente influyentes neokantianos, la filosofía sólo figuraba como el «más allá» de la ciencia. Lo que quedó después de esta debacle intelectual fue un choque entre el positivismo y el vitalismo, y como la filosofía ya no aportaba ninguna idea guía, el debate tuvo lugar en el nivel de la deflación sociológica, o psicológica, de los conceptos generales. La vulgarización Nietzscheana de Schopenhauer (a quien no se puede calificar de irracionalista) tuvo su contrapartida en la popularización de Hegel hecha por Engels. Ambos escribían para el público en general, pero Nietzsche tenía la ventaja de dirigirse a lectores ya predispuestos a caer del lado irracionalista por un siglo de romanticismo literario. En la lucha por la influencia sobre el público culto, que se inició en la década de 1890 y llegó a un clímax trascendental en la década de 1930, los nietzscheanos ganaron terreno a costa de los soi-disant [pretendidamente] marxistas en la medida en que pudieron hacerse pasar por herederos y defensores de una tradición peculiarmente alemana. Sin embargo, los extremos se encontraron en la cuestión de la sustitución de la religión por el “ateísmo religioso”: tanto Engels como Nietzsche creían en el “eterno retorno”. (Por lo demás, Engels sentía suficiente afecto por el mundo de la Edda como para satisfacer los gustos de todo un ejército de entusiastas nórdicos).[2]

Si se hace abstracción del no muy exitoso renacimiento neokantiano, que siguió siendo un asunto académico, la situación brevemente esbozada aquí permaneció sin cambios hasta los primeros débiles atisbos del renacimiento neohegeliano en vísperas de 1914. Hacia 1880, a los alemanes cultos les debió parecer que la filosofía había muerto. No es de extrañar que ese fuera el momento en que la desacreditación de los conceptos universales alcanzó su punto álgido. Para Nietzsche se trataba en gran medida de radicalizar el pensamiento de Schopenhauer, quien, a pesar de su escepticismo sobre el papel del intelecto, no había puesto en duda el principio de que el verdadero conocimiento del mundo es posible. Schopenhauer mantuvo la distinción entre el pensamiento objetivo (es decir, desinteresado) y erróneo (interesado y subjetivo). Su blanco era la corrupción intelectual, no el intelecto como tal. Cuando planteó que los juicios de la gente eran “en su mayoría corruptos y una mera expresión a favor de su partido o clase”[3]estaba siendo cínico sobre sus contemporáneos, sin por ello dar paso a la desesperación con respecto a la capacidad de la mente para llegar a conclusiones válidas. Este paso lo dio Nietzsche, que degradó el pesimismo escéptico de Schopenhauer en un nihilismo destructivo. La tosquedad esencial del pensamiento de Nietzsche queda oculta por un estilo calcado al de su maestro, y por un patetismo declamatorio que emplea la fraseología de la ilustración con el propósito de hacer naufragar la ya de por sí sacudida creencia en la razón.

Vivimos sólo de ilusiones… Los fundamentos de todo lo grande y vivo descansan en la ilusión. El pathos de la verdad conduce a la destrucción.[4]

De este irracionalismo había solo un pequeño paso al vitalismo biológico del Tercer Reich y sus ideólogos. La crítica de Nietzsche a la religión —aparentemente un renacimiento de la tradición del siglo XVIII— desemboca en un subjetivismo no menos antropocéntrico que la propia teología. La caracterización del mundo como “sin sentido” no hace más que invertir la afirmación teológica de que el universo existe con el propósito de manifestar un interés providencial por el ser humano. Como Nietzsche ha “visto a través” de esta ilusión, apela a una fe centrada en la “voluntad de poder” —una metáfora biológica. La crítica de la ideología es reducida a la destrucción de los ídolos religiosos (y a la fabricación de otros nuevos). El vínculo residual con la tradición del siglo XVIII se mantiene sólo en los aspectos externos, como el título en francés de Götzen-Dämmerung de Nietzsche: una obra traducida originalmente (por sugerencia de su autor) como Crépuscule des idoles.[5] En todos los aspectos esenciales dio la espalda a la tradición racionalista. El principal «ídolo» que se propuso aplastar fue la creencia en la razón.

Si no puede haber una percepción válida de los universales, no tiene caso indagar en el sentido de la historia. Lo que queda es “el flujo eterno de todas las cosas”, el “cambio perpetuo”: la noción trivial de que todo tiene su momento en el tiempo. “No hay hechos eternos, como tampoco hay verdades absolutas”[6] También aquí Nietzsche se encuentra con Engels.[7]La principal diferencia es que su tono es histérico, mientras que el de Engels es complaciente —un lejano presagio de las divisiones políticas. Ninguno de los dos fue capaz de salvar la herencia clásica invocada en sus respectivos escritos.

La crítica de la ideología, cuando se realiza desde este punto de vista, se reduce a lo que se llama desenmascaramiento. Nietzsche no se cansa de quitar la “máscara” de la respetabilidad, de la moral burguesa, de la metafísica idealista y, por supuesto, del cristianismo. La historia es para él una mascarada: no en el sentido hegeliano de que su lógica se revela a través de acontecimientos y personalidades transitorias, sino en el sentido de que los hombres revisten sus impulsos y objetivos biológicos “reales” con trajes idealistas. Todo pensamiento es ideológico; su función inconsciente es servir al proceso de vida. En contraste con este cinismo, Engels —que a diferencia de Nietzsche conservó el vocabulario racionalista, junto con el debido respeto a la tradición clásica (cuyo significado había olvidado)— sostiene que casi todo el pensamiento es ideológico; en la medida en que la causalidad histórica puede ser comprendida y guiada, adopta una visión positiva de la cuestión.

Los hombres hacen su propia historia, cualesquiera que sean sus resultados, al perseguir cada cual sus fines propios con la conciencia y la voluntad de lo que hacen; y la resultante de estas numerosas voluntades, proyectadas en diversas direcciones, y de su múltiple influencia sobre el mundo exterior, es precisamente la historia. La voluntad está movida por la pasión o por la reflexión pero los resortes que, a su vez, mueven directamente a éstas, son muy diversos

…la filosofía de la historia, principalmente la representada por Hegel, reconoce que los móviles ostensibles y aun los móviles reales y efectivos de los hombres que actúan en la historia no son, ni mucho menos, las últimas causas de los acontecimientos históricos, sino que detrás de ellos están otras fuerzas determinantes, que hay que investigar. Pero no se va a buscar estas fuerzas a la misma historia, sino que se les importa de fuera, de la ideología filosófica.[8]

Detrás del juego de sombras histórico hay un ámbito de causalidad “real” que se puede comprender. Por lo tanto, es posible captar la lógica del proceso, pero, dado que no tiene fin, no se le puede asignar un sentido último. La materia es eterna y su movimiento sin fin es la única “ley” de la que podemos estar seguros, la historia se reduce al estatus de una singularidad dentro de la naturaleza. El “materialismo dialéctico” y el vitalismo romántico coinciden en la creencia de que la realidad es un proceso, aunque el primero conserva el anhelo de racionalidad que alguna vez fue la cuestión principal de la filosofía. Esto al menos proporciona un criterio para distinguir entre el pensamiento “objetivo” y el “ideológico”. Para Nietzsche la distinción carece de sentido: todo pensamiento es una especie de poesía, y el Ser real del mundo permanece irreductible al razonamiento discursivo.

La lógica de la ciencia

En esta situación un análisis serio sobre el problema de la ideología no era posible. Su reexaminación alrededor de 1900 se debe a Max Weber, quien se había beneficiado del revival neokantiano. Para Weber, quien ya había asimilado el relativismo histórico de Dilthey, la ciencia era por un lado, autónoma, y por otro, moralmente neutral. Al mismo tiempo, las implicaciones de este punto de vista no se hallaban más veladas por resabios metafísicos. En particular, para Weber no era posible ser complaciente respecto a una dirección progresiva general de la historia. Cómo él lo observaba, no había ninguna garantía de que la racionalización de la existencia promovería las metas tradicionalmente consagradas en la filosofía. La situación estaba, si acaso, empeorando —esto desde el punto de vista de alguien que valoraba la libertad personal. Esta perspectiva pesimista hizo posible que Weber divorciara los juicios normativos de las  declaraciones de hecho de una manera más radical a como lo había hecho Dilthey. El positivismo adquirió entonces un lance estoico: apuntalaba el punto de vista “libremente escogido” de un pensador que se veía así mismo cómo defensor de una causa perdida.[9]

Weber es importante para nuestro tema porque su acercamiento implicaba una aguda distinción entre los dos significados de “ideología”. El término —cómo ha sido mostrado— puede significar tanto la conciencia de una época, como la “falsa conciencia” de los hombres que desconocen su verdadero rol. Lo que una cultura piense de sí misma puede ser “ideológico” en un sentido sin serlo en el otro; así por ejemplo, si en la Edad Media se desarrollaron formas-pensamiento que “reflejaban” la estructura feudal-jerárquica de la sociedad, la ideología oficial podía, no obstante, servir cómo una guía acertada para dicha realidad en particular, puesto que esta era reflejada en las categorías. Este es el sentido en el cual comúnmente fue empleado el concepto tanto por Marx (pero no por sus epígonos) cómo por Weber. Claramente, bajo este supuesto no es necesario que se “desenmascare” a nadie ni a nada. Por otra parte, el pensamiento puede ser “ideológico” en el sentido más estrecho de que distorsiona, en vez de reflejar, la realidad que describe. Así pues,  para Marx la economía era “científica” o “ideológica” dependiendo de si daba o no cuentas de modo objetivo del proceso socioeconómico. Ante sus ojos, no porque Ricardo fuese burgués era menos científico. Marx, sin embargo, también retuvo la noción de que las formas-pensamiento imponían sus propias limitantes, de modo que, por ejemplo, Ricardo (o cualquier economista empleando sus conceptos) estaba limitado por su incapacidad para trascender los marcos mentales propios de la época burguesa: las categorías sociales no pueden ser trascendidas en el pensamientos sino hasta que hayan sido (al menos en principio) cuestionadas en la práctica. Al retener tácitamente este acercamiento, Weber heredó el problema de dar cuenta sobre la “ideología”: no como la consciente o inconsciente distorsión de la realidad por el interés de algún grupo, sino cómo el reflejo intelectual de procesos sociales determinados. A diferencia de Marx, para quien la historia como un todo ejemplificaba una racionalidad implícita, él relativizó la sociología al separarla de la filosofía: cada cultura tiene sus propias normas y valores que entran dentro de la percepción de lo que llamamos “realidad”. Sus normas están atadas solo a quienes las aceptan, aunque esto no les invalide, pues su destino es ser al mismo tiempo “objetivas” y “subjetivas”. No hay manera de trascender esta situación, ya que el crecimiento de la racionalidad conduce solo a una conciencia de que no es posible basar los juicios de valor en una doctrina universalmente aceptada de la naturaleza humana.

En este punto la crítica de la ideología —originalmente un tema filosófico— se convierte en relativismo. La historia y la sociología se combinan para hacer parecer que la consciencia no puede trascender su horizonte temporal, ya que los conceptos impuestos sobre la materia prima de la experiencia son en sí mismos históricos. Algo así había sido sugerido por Hegel, seguido por Marx, pero ellos fueron salvados del relativismo por la creencia de que, tanto la naturaleza humana como la lógica de la historia, pueden ser aprehendidas en un acto de intuición intelectual. Con Dilthey y con Weber, el subjetivismo ya inherente en  la interpretación neokantiana de las categorías cómo formas vacías impuestas sobre un material desconocido e incognoscible lleva lejos de la noción de una verdad universal. Ahora que la razón ha perdido su estatus cómo un universal concreto, la historia ya no es vista como una totalidad inteligible sostenida en último recurso por el hecho de que es una y la misma para toda los humanos. Lo que queda cuando esta fe ha sido descartada es la libertad subjetiva de cada individuo de actuar conforme a la razón, su razón; una razón necesariamente limitada por el derecho de los otros a hacer lo mismo. Los humanos actúan desde puntos de vista libremente escogidos que son al final incompatibles, con base en convicciones que en última instancia no pueden ser justificadas racionalmente. Desde esta perspectiva el carácter “ideológico” del pensamiento deja de ser un problema. Es aceptado cómo aspecto de una situación que debe —dado que no se puede modificar ni trascender— soportarse estoicamente.

La sociología del conocimiento

La sección anterior estuvo concentrada en dar cuenta del modo en que fue formulado el problema de la ideología entre, burdamente hablando, 1860 y 1920. Las fechas no son escogidas azarosamente, así cómo no es accidental que el debate anterior haya ido desde la revolución francesa hasta el levantamiento de 1848.[10] En ambos casos, estamos lidiando con una transformación social que encontró su contracara intelectual en una manera distintiva de concebir el rol de las ideas. Esto seguramente sería aceptado aún por los críticos del “historicismo”, y para el resto podría sugerirse que una declaración como la anterior no compromete a nada más allá de la desnuda afirmación de que tiene que haber algunacorrespondencia entre la experiencia colectiva de una cultura y la manera en la que esta experiencia es generalizada a través del pensamiento. Esto no significa que el marxismo o el positivismo deban ser entendidos como el “reflejo ideológico” de sus tiempos, aunque en la trivializada interpretación del “materialismo histórico” que le debemos a sus exponentes ortodoxos tal conclusión parecería imponerse. Desde el punto de vista elegido aquí el problema aparece de otro modo.

Ya ha sido sugerido que Weber no “volteó de cabeza” a Marx (por ejemplo, al afirmar que el protestantismo fue la clave fundamental para el crecimiento del capitalismo), sino que desarrolló una contraparte “burguesa” a la teoría de la historia marxiana. Es verdad que en un aspecto importante fue más allá de Marx, esto es, en que su sociología concierne a la “sociedad industrial” cómo tal; de este modo tomó relevancia para la siguiente generación, para el capitalismo y el socialismo por igual. Pero mientras que estos temas son de primera importancia para los sociólogos contemporáneos, resultan ser tangenciales en cierto sentido para nuestro problema. En cualquier caso, es posible compartir el pesimismo Weberiano sobre el futuro de la libertad en un mundo cada vez más racionalizado y burocratizado, sin por ello aceptar el divorcio neokantiano entre los juicios de hecho y de valor cómo un dato último para la consciencia reflexiva. Lo mismo aplica a su noción de que todos los puntos de vista posibles son relativos, no sólamente para la posición de quien observa (difícilmente una revelación demoledora), sino para la razón fundamental del proceso (si es que puede ser descubierto) que ha transformado las ingenuas esperanzas y aspiraciones del siglo de las luces en nuestro desencantamiento actual. Hablar de “proceso” implica suponer que la historia tiene una lógica discernible, pero en tanto que esto no fue negado por Weber no nos estamos moviendo fuera de su marco de referencia al preguntar qué tanto es capaz la “sociología del conocimiento” de clarificar el problema de la ideología.

Aunque el paso de la Wissenschaftslehre al Wissenssoziologie fue tomado por Karl Mannheim, uno se siente justificado a tratar el trabajo de Mannheim cómo un epílogo al de Weber. No es más secreto que un importante vínculo entre ellos fue proporcionado por George Lukács, notablemente a través de Historia y Conciencia de Clase: un trabajo que por años tuvo una existencia subterránea hasta que fue reconocida como  la influencia que era. Aquí, tanto la derivación de Mannheim de Weber, como su dependencia del Lukács temprano, son dadas por hecho y más bien nos preguntamos: hasta qué punto el concepto de ideología fue clarificado por esta fusión tardía del punto de vista Marxista con el positivista.[11]

Si Weber podría ser descrito cómo un “Marx burgués”, Mannheim aparecía para el cognoscenti (esto para quienes estaban al tanto de su formación y sobre la, de alguna manera tenue, relación entre su círculo y el de los marxistas de Budapest quienes participaron en el breve experimento Soviético en 1919) como un “Lukács burgués” —tal vez  injustamente ya que se consideraba a sí mismo cómo socialista y en sus escritos tardíos inclusive convirtió en una especie de fetiche la planificación económica.[12] Nada de esto nos concierne aquí; nuestro tema concierne a la manera en la que él y Lukács —partiendo de una conciencia paralela del supuesto dilema planteado por el historicismo radical de Dilthey y el relativismo resignado de Weber— concebían el problema de la ideología. La exposición de Mannheim al respecto enIdeología y Utopía (publicado por primera vez en 1929) puede ser dada aquí por conocida. No se puede decir lo mismo sobre Lukács, a pesar de su actual prominencia como proveedor de un más o menos ortodoxo marxismo-leninismo.[13] En 1923, cuando apareció Geschichte und Klassenbewusstsein —que fue rápidamente repudiada por su autor cuando se encontró con el inevitable bloqueo crítico desde Moscú— fue justamente considerada como un reto para el “marxismo ortodoxo”, así cómo lo fue también para el positivismo. Lukács, de hecho, había reavivado la concepción hegeliana sobre la historia y la había fusionado con el activismo revolucionario de Lenin provocando una mezcla explosiva  —mucho más explosiva que la versión autorizada en la que el comunismo ya estaba completamente comprometido, pues Lukács realmente profundizó en la cuestión sobre que el proletariado era una “sujeto-objeto idéntico al proceso sociohistórico”.[14] No solo estaba la clase destinada a acabar con la sociedad burguesa: su triunfo por venir significaba la resolución práctica de los problemas teóricosinsolubles desde una posición burguesa, incluyendo el problema Kantiano.[15] Esta conclusión no fue desarrollada a la manera usualmente filistea, la cual virtualmente negaba la mera existencia de la filosofía, sino a través de un análisis de conceptos lógicos y epistemológicos que intentaban establecer su carácter esencialmente histórico. En 1923, Lukács no solo revivió la dialéctica Hegeliana: a su manera hizo lo que Hegel había hecho en su Fenomenología cuando trató las categorías cómo manifestaciones del Espíritu.[16] Con este tour de force intelectual —un logro único, cuyo nivel no fue ni remotamente vuelto a alcanzar por su autor: en sus años siguientes un exponente pedestre del escolasticismo del marxismo-leninismo— la “herencia de la filosofía clásica alemana”, invocada en vano por Engels en su trillado ensayo sobre Feuerbach, parecía de hecho haber sido asegurada para la escuela marxista.

Lukács y Mannheim 

Desde nuestro actual punto de vista es bastante claro que esto fue un espejismo, y no sólo porque la historia se negó a seguir el camino trazado por el teórico. Escribiendo casi una década antes del redescubrimiento de los Manuscritos económico filosóficos de Marx, Lukács se había fijado intuitivamente en la enajenación y la restitución del ser humano como los puntos cruciales de la visión del mundo marxiana.[17] Esto le dio el punto de vista meta-histórico que necesitaba para obtener una visión crítica del proceso en su conjunto. Pero mientras que así eludió el relativismo inherente al enfoque ortodoxo, se enredó en un dilema diferente: un punto de vista fuera de la historia empírica es un punto de vista metafísico, y en tanto que no buscaba hacer una crítica de la filosofía hegeliana (o de cualquier otro tipo) ello resultaba problemático para un marxista. Así, cuando se enfrentó a la indignación ortodoxa, Lukács no pudo mantener su posición. Para ello, habría tenido que reconocer que la categoría de “totalidad”, que desempeñaba un papel clave en su pensamiento, trascendía no sólo la artificialmente reducida visión positivista, sino cualquier punto de vista compatible con lo que se llama ciencia. Lukács había entendido bien que el empirismo nunca puede alcanzar una comprensión intelectual de la “totalidad concreta” de la historia. Lo que no pudo ver —o eludió cuando se le sugirió— fue que el empirismo de la ciencia es el único punto de vista posible para un pensador que está decidido a seguir adelante sin la ayuda de la metafísica. Su propia “apuesta” por la revolución —aunque en las circunstancias de entonces no fue irracional— contenía un elemento de subjetividad romántica que se negó a reconocer. Desde un punto de vista puramente teórico no había ninguna razón particular por la que el proletariado —en lugar de la intelligentsia o algún otro grupo— debería haber sido visto como el “sujeto-objeto idéntico” de la historia. De hecho, si se trataba de establecer un punto de vista que trascendiera la lucha de clases (del que por lo demás Lukács no tenía intención), la intelligentsia era más factible .

Esta, como sabemos, fue la solución de Mannheim, pero antes de llegar a ella, veamos cómo debe entenderse el papel de la conciencia desde las suposiciones de Lukács. Siendo el único marxista que ha escrito un libro entero sobre el tema, puede ser bueno considerar lo que tiene que decir. Partiendo de la visión hegeliana-marxista de la historia como una totalidad concreta de circunstancias aparentemente no relacionadas, comienza criticando la manera en que el empirismo ha hecho un fetiche de la ciencia como descripción correcta de aquellas estructuras congeladas que confrontan al individuo como “realidad social”.[18] El método dialéctico, que restaura la inteligibilidad del proceso, también revela el carácter ideológico de aquellas formas de pensamiento pseudo-empíricas y “científicas” que presentan las típicas antinomias de la cultura burguesa tardía en declive —por ejemplo, el conflicto entre individuo y sociedad— como si necesariamente pertenecieran a cada etapa histórica. La dialéctica marxista es capaz de desempeñar este papel porque (a diferencia de la dialéctica idealista de Hegel, con su atención retrospectiva fija en el pasado) trasciende tanto el status quo como las categorías que son su contrapartida intelectual. Estas categorías reflejan una realidad particular cuyo significado se oculta al individuo por el modo de pensamiento burgués, que al final encuentra su apoteosis en el culto a la ciencia positiva. Todos los dilemas típicos de la vida moderna —la división entre teoría y práctica, forma y contenido, la ciencia y la metafísica, etc— surgen de esta situación. El conflicto más agudo es el que existe entre la racionalización progresiva de aspectos particulares de la existencia y la creciente irracionalidad del conjunto. La superación de esta división —no solo en la teoría sino en la práctica— es la tarea de la conciencia: específicamente la conciencia que trasciende la era burguesa, a saber, el marxismo. Con la historia avanzando hacia un clímax que involucra el destino de la humanidad[19], el creciente antagonismo entre la clase dominante y el proletariado (el cual se ve obligado posteriormente, en aras de la autoconservación, a luchar por lograr fines no necesariamente presentes como tales para cada uno de sus miembros individuales) asume el aspecto de una carrera entre la necesidad «ciega» y el propósito consciente. Pues el automatismo del proceso histórico, sobre el que el “marxismo vulgar” antes de 1914 había confiado para la consecución de sus fines, es bastante capaz de promover una catástrofe universal.[20] La transición desde el «reino de la necesidad» el “reino de la libertad” no es en sí mismo un paso necesario. Al contrario, es precisamente durante este período crítico de transición que el automatismo ciego de las estructuras cosificadas existentes adquiere el carácter de una deriva fatídica que sólo puede ser detenida por la revuelta de la clase explotada. Esto último es, a pesar de su deficiencias empíricas, la incorporación histórica de la voluntad humana a la lucha por escapar de la autodestrucción. Su conciencia, que trasciende la fijeza de las categorías de una sociedad en proceso de disolución, coincide con la “verdadera” conciencia de la humanidad. Esta autoconciencia no es “científica”, porque la ciencia es en sí misma una ilusión: la última y más grande de las ilusiones burguesas, y una que, si no se supera, promoverá indefectiblemente la catástrofe de la humanidad. El conflicto entre burguesía y proletariado implica, pues, el destino de la humanidad. Pero el proletariado empírico está él mismo sujeto a las confusiones ideológicas y crisis típicas de la sociedad burguesa en la era de su descomposición, y por lo tanto —aquí Lukács se despide del marxismo clásico y adopta el punto de vista leninista— requiere la dirección de un partido revolucionario que encarne la conciencia de la época.[21] Al final, por lo tanto, la conciencia de la que literalmente todo depende es una vez más la de un grupo de individuos, porque, por supuesto, el partido en sí tiene que ser dirigido. En sus últimos años, Lukács se mostró dispuesto a afrontar las implicaciones de esta dialéctica: si la razón puede localizarse en un grupo, también podría encontrar su encarnación temporal en un individuo que sustituyese al grupo.

Lo que hizo que este análisis pareciera a la vez convincente y abrumadoramente urgente fue la distinción intelectual del autor. A principios de los años veinte, los profetas de la perdición abundaban en Europa Central; uno más o menos no habría hecho diferencia. Lo que distinguió a Lukács fue la firmeza con la que planteó su mensaje en el contexto de la filosofía clásica alemana. Su análisis del pensamiento kantiano y neokantiano —largamente desarrollado[22] en el intrincado y elusivo estilo que había adoptado de sus profesores de antes de la guerra en Heidelberg— empleó el vocabulario hegeliano-marxista con efecto revelador, hasta demostrar que la crisis del pensamiento contemporáneo presagiaba la inminente catástrofe de la sociedad que había dado origen a esta misma filosofía. Sin duda había intuido las cosas correctamente, aunque se equivocó al suponer que “la revolución” le daría la razón. Lo que realmente sucedió fue que la crisis europea dio ascenso a los totalitarismos rivales del comunismo y el fascismo. Su propio lado, además, lo repudió, y ello a pesar de que había elaborado el fundamento filosófico apropiado para el leninismo. La visión apocalíptica de una crisis en la que el destino de la humanidad estaba en juego tuvo su efecto sobre la élite intelectual del marxismo europeo; pero horrorizó a la nueva ortodoxia moscovita, ya comprometida con su propio tipo de cientificismo, y era inútil como medio para promover el optimismo revolucionario entre las masas. Por lo tanto, se mantuvo como una doctrina clandestina, y su autor como un hereje con licencia que al final repudió sus propias ideas a favor de un “materialismo dialéctico” renovado. Esto necesariamente implicó transcribir una común teoría de la percepción en lugar de la teoría dialéctica de la cognición presentada en la obra de 1923. Con esta vuelta a la ortodoxia, el problema de la ideología asumió una vez más su estatus subordinado: había una verdadera conciencia (la de la clase trabajadora, o más bien de “su” partido) y una falsa (la del “enemigo de clase”), pero ambos tenían la misma estructura. Se trataba simplemente de sustituir la «ciencia burguesa» por la “ciencia socialista”, o —incluso más absurdamente— “ideología burguesa” por “ideología proletaria”. Que la “ciencia” en sí misma representa una forma “ideológica” de pensar que por su naturaleza no puede dar un informe adecuado del mundo —esta noción, verdaderamente sorprendente y genuinamente “revolucionaria”, que Lukács había extraído de Hegel—, desapareció de la vista. Su propio autor llegó a renunciar a este punto de vista. Después de todo era mucho más fácil ceñirse a la noción consagrada de que la ciencia nos dice todo lo que necesitamos saber, siempre que no esté distorsionado por los intereses de una clase «reaccionaria». Este había sido el mensaje del marxismo ortodoxo, tal como lo formuló Engels, Plejánov, Kautsky y el propio Lenin (aunque la práctica de Lenin estaba fuertemente en desacuerdo con ello y exigía una teoría de la cognición totalmente diferente). Al volver a esta tradición, Lukács no se limitaba a ir sobre seguro, sino que, con toda probabilidad, también satisfacía un deseo psicológico muy arraigado de certeza espiritual: el hereje había encontrado la paz en el refugio de una nueva iglesia secular.[23]

A la luz de lo anterior, la obra de Mannheim aparece, por decirlo así, como la contrapartida dialéctica de la ruptura frustrada de Lukacs. Ideología y utopía (1929) fue la réplica positivista a Historia y conciencia de clase (1923). Mannheim (que en 1919 se había alejado de los compromisos políticos de Lukács) adaptó lo que podía utilizar para su propio propósito, que era francamente “teórico” en el sentido contemplativo condenado por Lukács, para quien la teoría carecía de sentido si no está unida a una práctica concreta. Ideología y Utopía está llena de pasajes que reflejan la conciencia de su autor sobre las cuestiones que Lukács había suscitado unos años antes. En particular, el análisis de Mannheim sobre el modo en que se forman las nociones ideológicas se basa en la filosofía de la conciencia  desarrollada por Kant y sus sucesores.[24] Así, también para él la conciencia no se limita a “reflejar” el mundo de la experiencia, sino que, por el contrario, contribuye  a formarlo.[25] La noción de “falsa conciencia” (ideología en el sentido preciso o estricto) está así vinculada a la discusión de Kant y Hegel. El punto de vista marxista tradicional es descartado como insostenible, en la medida en que trata de eximirse del veredicto inherente a su propio planteamiento: también el socialismo debe ser tratado como una ideología.

Con el surgimiento de la formulación general de la concepción total de ideología, la nueva teoría de la ideología se convierte en la sociología del conocimiento. Lo que en alguna ocasión fue el arsenal intelectual de un partido se convierte en un método de investigación para la historia social e intelectual.[26] 

Como sucedió con Comte un siglo antes, el socialismo se convierte en sociología, pero esta vez el problema del relativismo se afronta con franqueza.

Una vez que reconocemos que todo el conocimiento histórico es relacional, y que solo se puede formularlo con relación a la posición del observador, nos enfrentamos una vez más con la tarea de discriminar entre lo verdadero y lo falso… La pregunta entonces surge: ¿Cuál es el punto de vista social que, frente a la historia, ofrece el máximo de probabilidades de llegar a un punctum optimum de la verdad?[27]

Estamos de regreso con Max Weber. De hecho, la posición de Mannheim se puede definir muy precisamente como una amalgama (sin duda él la consideraba una síntesis) de Weber y Lukács. Lo nuevo y original fue la respuesta que dio a su propia pregunta: el punto de vista óptimo es el que ocupa el grupo social que se especializa en formar conceptos generales —la intelligentsia.

Al vincular la sociología del conocimiento a la posición de un estrato definido de la sociedad, Mannheim había anclado el ejercicio de la libertad en el interés de grupo de los intelectuales.[28] Daba así un paso más allá de Weber, para quien el problema de la cognición estaba ligada al papel del pensador solitario que se enfrentaba al mundo. La preocupación de Mannheim por el pensamiento de grupo, sin embargo, no afrontaba la objeción de que sólo una clase “histórica” ​​particular en un momento particular del tiempo puede remodelar la situación histórica. El mundo del individuo es siempre un mundo “dado”, en el sentido de que se experimenta como una totalidad que el intelecto crítico no puede alterar significativamente. Un grupo está todavía formado por individuos cuyas conciencias están comprometidas con varios aspectos de la experiencia y cuyos diferentes puntos de vista probablemente se cancelarán entre sí. Este juego de opinión y cancelación mutua de “prejuicios” es de hecho considerado por Mannheim como esencial para el surgimiento de un punto de vista científico adecuado.

La tarea de un estudio de la ideología que trata de liberarse de los juicios de valor es comprender la estrechez de cada punto de vista individual y la interacción entre estas actitudes distintivas en el proceso social total.[29]

Sin embargo, la referencia al “proceso social total” parece presuponer un punto de vista diferente y más filosófico. Sobre las suposiciones hechas por Mannheim en tanto sociólogo, no hay ninguna buena razón por la que deba invocar casualmente la totalidad de la historia cuando le acomoda. De hecho, cuando lo hace, está empleando un lenguaje que tiene sentido sólo en la suposición (hegeliana) de que el todo determina sus partes, y que la lógica de la historia debe entenderse antes de que uno pueda pasar al asunto de la investigación empírica.[30]

El problema de la conciencia

El problema de la historia es el problema de la conciencia. Fue Hegel quien lo señaló por primera vez, y sus sucesores ―incluyendo Marx, que invirtió su lógica pero no la reemplazó por una forma de pensamiento radicalmente diferente― continuaron planteando la cuestión que él había abierto: ¿Cómo podría ser percibida la racionalidad de la historia por el intelecto, tomando en cuenta que los seres humanos están tanto dentro como fuera del proceso histórico? El problema subsidiario de la “falsa conciencia” surgió de la conciencia de que los diversos puntos de vista posibles eran inadecuados e incompatibles. Mientras tanto, el análisis de la cognición había llevado a la búsqueda del “sujeto-objeto idéntico” de la historia: un universal cuya actividad fuera sinónimo de la revelación de la peculiar lógica de la historia. La búsqueda de este objetivo en los últimos dos siglos no debe entenderse simplemente como una búsqueda desapasionada de la verdad objetiva, aunque la creencia en una ratio común a todos los hombres era inherente al intento de discernir una lógica histórica. El esfuerzo intelectual fue en sí mismo un factor en esa unificación teórica y práctica del mundo que ahora está avanzando ante nuestros ojos. La creciente preocupación por el fenómeno de la “falsa conciencia” era un índice de la conciencia de que el futuro de la civilización ―si no de la existencia de la humanidad― podría llegar a depender de la obtención de una “verdadera conciencia” que individuos y grupos pertenecientes a las más variadas sociedades y culturas pudieran compartir. Desde el punto de vista aquí elegido, se puede sugerir que el intento de discernir una lógica de la historia era más que un juego ocioso con conceptos: respondía a un propósito práctico que en nuestra propia era se ha vuelto más urgente a medida que el mundo se encoge, y las culturas históricamente divergentes y dispares se presionan entre sí. Debido a que estas presiones son experimentadas como conflictos ideológicos entre personas que a primera vista tienen objetivos diferentes e incompatibles, sigue siendo tarea del intelecto crítico desarrollar modos de pensamiento que permitan a la humanidad reconocer el propósito común subyacente a sus divergencias.

Desde esta perspectiva, la transformación experimentada por el concepto de ideología aparece como un índice de la tensión entre el proceso histórico real y una conciencia crítica nutrida de las tradiciones del racionalismo clásico. En su forma original de finales del siglo XVIII, el concepto representaba una crítica implícita de la sociedad desde el punto de vista del liberalismo temprano: un punto de vista que era a su vez “histórico” en el sentido de que dio por sentado (y por lo tanto trató como “naturales”) las relaciones sociales propias de una fase particular de la historia europea.[31] Esta ingenua certeza desapareció durante y después de la Revolución Francesa. Esta última marcó un punto de inflexión en el sentido de que la crítica de las instituciones existentes (tradicionales pero en descomposición, por lo tanto claramente irracionales) ya no podía ofrecerse en nombre de principios aparentemente evidentes. En cuanto a las nuevas instituciones, que alegaban estar acordes con la razón, resultaron ser racionales sólo en términos del propósito histórico particular al que servían: la emancipación del “tercer estado” no podía equipararse para siempre con la consecución de un orden natural concebido como la encarnación de la razón absoluta. Por lo tanto, el equilibrio fugaz alcanzado alrededor de 1800 dio paso a un escepticismo cada vez más profundo respecto a la “ideología” misma cuyos impulsores originales se habían propuesto rastrear con ella la historia natural de las ideas. En la filosofía de Hegel, que surgió directamente de la necesidad de comprender el significado de la revolución, ya aparece en germen la noción de que las formas de conciencia son relativas a las situaciones históricas cambiantes. La universalidad del conjunto tiene que ser reconstruida, por así decirlo, a partir de toda las secuencia de los fósiles históricos ―esto último comprendiendo, entre otros, los objetivos conscientes (subjetivos) de los individuos que ocupan el primer plano. Estos objetivos aparecen ahora como medios inconscientes para realizar un propósito oculto; se han vuelto “ideológicos” en un sentido no pretendido por los ideólogos originales.

Este es el concepto de ideología que Marx heredó de Hegel. Le sirvió como un medio para desacreditar las afirmaciones universales de la ideología liberal que encontró en su paso de la filosofía a la política. Al mismo tiempo, retuvo la fe racionalista en una lógica objetiva del proceso histórico ―ahora entendido como el proceso de la autocreación del hombre. Para Marx, como para cualquier hegeliano, el mundo real de la percepción empírica era sólo una realización imperfecta ―a veces una caricatura― del mundo real o racional, en la cual la naturaleza esencial del ser humano (su racionalidad) no habrá de superar la existencia reificada que lleva mientras el mundo de objetos circundante no sea percibido como el producto de su propia creatividad. La consecución de este estado liberado es obra de la historia, cuya dialéctica no es revelada por la percepción empírica, sino por la reflexión crítica (filosófica) sobre la totalidad del proceso. Un entendimiento fijado en aspectos aislados de esta totalidad necesariamente se queda corto del objetivo de la razón filosófica. Es ideológico por partida doble en tanto que confunde las estructuras reificadas de la experiencia inmediata con constituyentes permanentes de la realidad. Trata, por ejemplo, la guerra, la pobreza, las distinciones de clase, etc., como rasgos permanentes de la historia, en lugar de verlas como objetivaciones temporales del surgimiento gradual y dolorosamente lento de la humanidad del reino de la naturaleza. Así entendido, el concepto de ideología recupera su antiguo pathos: es ahora empleado para demostrar la transitoriedad de aquellos arreglos que ―irracionales en sí mismos― sirven sin embargo a la racionalidad del todo.

Es sólo con la pérdida de esta dimensión que la “ideología” deja de denotar falsa conciencia. Ahora se convierte en sinónimo de cualquier tipo de conciencia que pueda relacionarse así misma con la actividad en curso de una clase o grupo lo suficientemente eficaz como para hacer algún tipo de diferencia práctica. Este es el concepto de ideología del positivismo contemporáneo. Su limitada relevancia práctica no debe ocultar su incompatibilidad con la tradición intelectual (en última instancia arraigada en la metafísica clásica) que se pretende cuando uno habla de la filosofía de la historia. Esta filosofía surgió de un complejo de problemas teóricos y prácticos, de los cuales los ideólogos originales, y sus precursores del siglo XVIII, tomaron nota al esbozar un modelo rudimentario de la historia mundial. Esencialmente lo que les interesaba era el crecimiento de la racionalidad y la imposición de un control consciente sobre el caos «natural». El carácter pragmático de esta empresa nunca estuvo totalmente oscurecido por su lenguaje teórico. Fue desde el principio un intento de imponer un orden ideal al mundo, haciendo un llamamiento a la “naturaleza” del ser humano. Su éxito o fracaso estuvo y está ligado al poder de la razón para ver a través del velo de la ideología las realidades perdurables de la existencia humana. Una comprensión de lo que implica el concepto de ideología es, por lo tanto, al mismo tiempo un ejercicio en esa imaginación histórica que nos permite ver a nuestros predecesores como seres humanos comprometidos en una empresa cuyo resultado todavía nos concierne. En lenguaje hegeliano podemos decir que ―la última categoría que conserva y preserva dentro de sí misma el contenido de todas las anteriores― la unificación y la pacificación del mundo (si se puede lograr) demostrará que la historia es en realidad un universal concreto. Porque es sólo a este nivel que lo que se llama historia mundial se convierte en sinónimo de salida colectiva de la humanidad del estado de naturaleza. Sean cuales sean sus diferencias residuales, esta es una perspectiva que el liberalismo y el marxismo tienen en común.

 

[1] H. Stuart Hughes, Consciousness and Society (Nueva York, 1958), pág. Para Gerth y Mills (op. Cit., 61 y ss) Weber representa una síntesis del enfoque marxista y nietzscheano al problema de la ideología, es decir, el problema de relacionar las ideas con sus raíces (sociales o psicológicas). Esto parecería acreditar a Nietzsche con más penetración intelectual de la que en realidad poseía. En cualquier caso, el contrapunto popularmente eficaz a su posición fue proporcionado por Engels y sus sucesores. En términos políticos, esto correspondió a la polarización de la vida intelectual alemana en versiones socialdemócratas y nacionalsocialistas del pensamiento post-liberal.

[2] La elaboración del concepto de eterno retorno por parte de Nietzsche es demasiado conocida para que sea necesario citarla. Para la actitud sorprendentemente similar de Engels (aunque desarrollada de forma bastante independiente), véase la Introducción a su Dialektik der Natur, MEGA (Moscú, 1935); cf. Obras selectas de Marx-Engels (Moscú, 1951), II, 57 y ss. especialmente 72-73: “Este es el ciclo eterno en que se mueve la materia, un ciclo que únicamente cierra su trayectoria en períodos para los que nuestro año terrestre no puede servir de unidad de medida, un ciclo en el cual el tiempo de máximo desarrollo, el tiempo de la vida orgánica y, más aún, el tiempo de vida de los seres conscientes de sí mismos y de la naturaleza, es tan parcamente medido como el espacio en que la vida y la autoconciencia existen; un ciclo en el que cada forma finita de existencia de la materia… es igualmente pasajera y en el que no hay nada eterno do no ser la materia en eterno movimiento y transformación….. Pero, por más frecuente e inexorablemente que este ciclo se opere en el tiempo y en el espacio, por más millones de soles y tierras que nazcan y mueran…tenemos la certeza de que la materia será eternamente la misma en todas sus transformaciones, de que ninguno de sus atributos puede jamás perderse y… que con la misma necesidad férrea con que ha de exterminar en la Tierra su creación superior, la mente pensante, ha de volver a crearla en algún otro sitio y en otro tiempo”.

[3] Sämtliche Werke, ed. Hübscher (Leipzig, 1937-41), V, 479; cf. Barth, 199.

[4] Gesammelte Werke (Munich, 1923-29), VI, 17, 74.

[5] Friedrich Nietzsches Briefwechsel mit Franz Overbeck, ed. Oehler and Bernoulli (Leipzig, 1916), 453.

[6] Werke, XI, 154.

[7] “La gran idea cardinal de que el mundo no puede concebirse como un conjunto de objetos terminados, sino como un conjunto de procesos.. .esta gran idea cardinal se halla ya tan arraigada… que expuesta así, en términos generales, apenas encuentra oposición… si en nuestras investigaciones nos colocamos siempre en este punto de vista, daremos al traste de una vez para siempre con el postulado de soluciones definitivas y verdades eternas; tendremos en todo momento la conciencia de que todos los resultados que obtengamos serán forzosamente limitados y se hallarán condicionados por las circunstancias en las cuales los obtenemos; pero ya no nos infundirán respeto esas antítesis irreductibles…. de lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo idéntico y lo distinto, lo necesario y lo fortuito; sabemos que estas antítesis sólo tienen un valor relativo”. (Esto, sin embargo, no previene a Engels de afirmar en el mismo pasaje  que a través de todos estos procesos relativos “se afirma un desarrollo progresivo al final”.)

[8] Ludwig Feuerbach, S. W., II, 354-5. [Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana]

[9] Löwith (op cit., passim) desarrolla este tema a través de un análisis de la relación de Weber tanto con el Marx histórico como con el “marxismo vulgar” de sus epígonos; cf. también en Runciman, 43 ff. El desarrollo subsecuente de la crítica weberiana a la sociedad moderna y sus ideologías está vinculado al nombre de Schumpeter: cf. en particular el último Capitalismo, Socialismo y Democracia (Londres y Nueva York, 1950).

[10]Zur Kritik der politischen Okonomie [Contribución a la crítica de la economía política] de Marx, que incluye el bien conocido prefacio donde se plantea la “concepción materialista de la historia” apareció en 1859; la lectura de Weber en “Wissenschaft als Beruf” fue presentada en 1919: una fecha que podría ser recordada cómo el final efectivo de la época histórica que había dado pauta tanto al positivismo cómo al “marxismo ortodoxo”.

[11] Para los siguientes cf. Georg Lukács, Geschichte und Klassenbewusstsein: Studien über marxistische Dialektik (Berlin, 1923), Karl Mannheim, Ideology and Utopia (Londres, 1953); Karl R. Popper, The Poverty of Historicism (Boston, 1957).  [Las tres obras editadas en español: Historia y conciencia de clase, España, 1969; Ideología y utopía, México, 1941; La miseria del historicismo, España, 1984] La última obra mencionada es virtualmente una crítica de Mannheim, quien aparece en ella como una encarnación del pensamiento “holístico” e “historicista”; es cuestionable que tan apropiadas son sus generalizaciones para otros objetivos.

[12] Cf. su Mensch und Gesellschaft im Zeitalter des Umbaus (Leiden, 1935); Diagnosis of Our Time (Londres 1943).

[13] No se hace referencia aquí a los trabajos de Lukács sobre arte,  sus dos grandes volúmenes sobre estética (Die Eigenart des Aesthetischen [Neuwied, 1963]) recientemente publicados cómo parte de sus trabajos selectos editados actualmente en Alemania occidental.

[14] Op. cit., 64.

[15] Op. cit., 134 ff.

[16] Desafortunadamente esto no puede ser demostrado a detalle. Para lo restante debe ser suficiente mencionar la influencia evidente de Lukács en el trabajo de H. Marcuse.

[17] Cf. el largo ensayo “La cosificación y la conciencia del proletariado” que presenta una crítica de la filosofía idealista en términos conceptuales derivados de Hegel (e incidentalmente rechaza la crítica de Engels a Kant como el absurdo que es).

[18] Op. cit., 22 ff. Además del método sociológico orientado a Comte y Spencer, Lukács también condena a aquellos marxistas que habían regresado a Kant. Porque al hacerlo habían ignorado el hecho de que «la crítica de Marx a Hegel es… la continuación directa y el desarrollo de la propia crítica de Hegel a Kant y Fichte» (31).

[19] Op.cit., 82.

[20] Ibid.

[21] Op. cit., 261 ff, 276 ff, 298 ff.

[22] Ibid., 122 ff.

[23] Aunque en sus escritos cuasi filosóficos nunca logró deshacerse del todo de su preocupación juvenil por el papel de la mente y el irreductible carácter de la experiencia espiritual. Desafortunadamente, este tema, que es importante para apreciar el trabajo de Lukács en estética, no se puede desarrollar aquí.

[24] Op. cit., 57 ff.

[25] 58. «Esto no implica que el sujeto refleja únicamente la forma estructural del mundo exterior, sino que, en el curso de esa experiencia del mundo, desarrolla espontáneamente los principios de organización que le permiten comprenderlo».

[26] Ibid., 69.

[27] Ibid., 71.

[28] Op. cit., 143: “… los intelectuales son capaces de llegar a una orientación total incluso cuando se han unido a un partido. ¿Debería considerarse la capacidad de adquirir un punto de vista más amplio como un peligro? ¿No debería más bien considerársele como una misión? Solo aquel que puede realmente elegir, tiene interés en abarcar el todo de la estructura social y política. Solo en ese periodo tiempo y en esa etapa de la investigación que se dedica a deliberar, hay que buscar el lugar sociológico y lógico desde el cual se pueda contemplar una perspectiva sintética que se debe buscar … La posibilidad de una interpenetración y de una comprensión mutua de las corrientes de pensamiento se debe a la presencia de clases medias relativamente desligadas….”

[29] Op. cit., 72. Cf. también más adelante: “La doctrina filosófica tan en boga que admite  cautelosamente el hecho de que el contenido de la conducta se determina históricamente, pero que al mismo tiempo insiste en la retención de formas eternas de valor … ya no es sostenible”.

[30] Op. cit., 83. “El estudio de la historia intelectual puede y debe hacerse en tal forma que la sucesión y la coexistencia de los fenómenos aparezcan como algo más que relaciones meramente accidentales, y su propósito será descubrir en la totalidad del complejo histórico el papel, importancia, y el sentido de cada elemento componente.” La inconsistencia inherente a tales pronunciaciones (para las cuales Mannheim podría haber invocado la autoridad de Dilthey y Troeltsch) expuso a su autor a la acusación de que, a pesar de todos sus aires escépticos, era realmente un historicista de corazón; cf. Popper, op. cit., 80.

[31] Jürgen Habermas, Theorie und Praxis: Sozialphilosophische Studien (Neuwied, 1963), passim. [Teoría y praxis: estudios de filosofía social]. Para una reciente defensa del punto de vista positivista cf. Arnold Gehlen, Studien zur Anthropologie und Soziologie (Neuwied, 1963), passim. Para una crítica del positivismo desde un punto de vista neohegeliano cf. H. Marcuse, One-Dimensional Man(Boston, 1964), passim. Para una visión crítica de la posición neomarxista cf. Morris Watnick, “Relativism and Class Consciousness: Georg Lukács”, en Revisionism: Essays on the History of Marxist Ideas (Londres y Nueva York, 1962), 142 y sigs.