Descolonizar la historia colonial desde las fronteras

Diana Roselly Pérez Gerardo

IIH, UNAM

A 500 años de la caída de Tenochtitlán, la disputa por la interpretación de la Conquista y la Colonización en América reabre la arena política para la revisión de los conceptos utilizados para dar cuenta de estos procesos. En el centro del debate se sitúa lo colonial, su configuración como categoría de análisis histórico y sus múltiples cargas semánticas acumuladas. A su vez, la resistencia, con su respectiva polisemia, se erige como contrapunto de las narrativas imperiales, pero presenta nuevas discusiones y objeciones al remitir a una confrontación binaria de fuerzas que por un lado empujan la dominación y la incorporación de territorios a las monarquías ibéricas mientras que, por otro, hay quienes resisten la impronta. En esta coyuntura es preciso preguntar si es posible descolonizar la historia colonial. La propuesta de este trabajo es enunciar a las fronteras como el prisma privilegiado para subvertir la continuidad del discurso histórico que funciona como operador de las relaciones de poder coloniales.

Silenciar lo colonial

El intento de silenciar lo colonial ha sido sistemático. Los intentos y propuestas para desterrar este concepto se remiten a la primera mitad del siglo XX y desde entonces se han sucedido términos para sustituirlo. Por ejemplo, hablar de “América española” en lugar de “Hispanoamérica colonial” (Levene: 1951 en Riquelme:2020) o el de denominar al periodo como virreinato y no como época colonial. Otras propuestas como la de Annick Lempériére se deslindan de “lo colonial” y el “colonialismo” porque consideran que estos se ubican en el campo de la ideología y la política (Lempériére , 2004) e insisten en separar a la historia de la militancia (Gordillo, 2004). También se ha cuestionado la pertinencia de la categoría de “estudios coloniales” dado que se considera al término colonial como un hito cronológico tan convencional que no designa relaciones sociopolíticas específicas (Schaub, 2008). Otra vertiente propone, mediante la crítica al esquema centro-periferia, un modelo policéntrico e interconectado[1] que subraya la incorporación de los territorios a las monarquías ibéricas en tanto no perdían su identidad ni estatus de reinos autónomos y en donde el consenso predominó sobre la coerción (Cardim, Herzog, Ruiz y Sabatini, 2012).

Bajo la consigna de romper con las interpretaciones binarias que oponen dominación a resistencia, varias propuestas se han concentrado en priorizar la negociación y el consenso y presentar a los indígenas como agentes dinámicos y eficaces en la relación con el monarca. No obstante, al proponerse trascender las narrativas de los indios como víctimas y objeto de las políticas reales se diluyen sutilmente los procesos de despojo, explotación, desprecio y represión que sufrieron los grupos indígenas del continente. Por otro lado, se ha apuntado que la efectiva existencia de múltiples centros políticos no anula la jerarquización de estos dentro del concierto político y económico global (Cañizares-Esguerra). En este sentido, el silencio sobre lo colonial y su recuperación como concepto válido para el análisis histórico tiene una serie de implicaciones que es necesario atender.

Para ello, es necesario reconsiderar la operación metodológica que nos lleva (o no) a distinguir “la colonia” como un periodo histórico que abarca a buena parte del continente americano y que corre entre el siglo XVI e inicios del XIX, frente a “lo colonial” que “remite a una dimensión simbólica, que coexiste con la colonia pero que no se agota en sus límites” (Añon y Ruffer, 2018), al “colonialismo” entendido como un sistema de dominación y a la “colonialidad” que alude al modo más general de dominio que trasciende a la forma de organización sociopolítica establecida por las monarquías ibéricas en estos territorios y que se encuentra directamente vinculada a la construcción del binomio modernidad/racionalidad como paradigma universal y a la imposición de una clasificación racial y étnica de la población mundial (Quijano, 1992; Quijano y Grosfoguel, 2007).

En este sentido, recuperar “lo colonial” adquiere centralidad por su coetaneidad. Es decir, por la presencia y continuidad de aquellas “imposiciones que eran perfectamente ‘lógicas’” después de una conquista militar sobre “pueblos no cristianos (y lejanos o “exóticos”)” y que resultan incompatibles con la compleja estructuración jurídica emanada de “la sucesión dinástica sobre pueblos cristianos (y europeos)” (Garavaglia, 2005). Pensar la continuidad de la colonialidad no pretende obviar la historicidad y las transformaciones de las estructuras materiales, de las lógicas políticas e institucionales ni de los esquemas epistemológicos a lo largo de más de trescientos años, pero sí apunta a ubicar elementos cuya conexión con los modelos vigentes de dominación permiten interrogar al pasado (a lo que del pasado queda en las fuentes y archivos) desde los problemas del presente.

Las discontinuidades y la resistencia

Los discursos históricos que apuestan a la continuidad temporal y la homogeneidad del relato suelen ser fraguados por los vencedores.[2] Narrar la gloria requiere de un discurso sin fisuras. En cambio, la discontinuidad es el vestigio de las resistencias. Transgredir la continuidad requiere asumir el conflicto y buscar aquellos fragmentos y fracturas que pueden conectarse en una narrativa que rompa el relato imperial. Al analizar las piezas del entramado discursivo del colonialismo y de las relaciones de fuerza que legitima y reproduce, se reconoce al discurso histórico como operador e intensificador del poder colonial. Por ello, resulta indispensable “no reproducir las exclusiones y asimetrías que el colonialismo estableció en las Américas en nuestros marcos socioculturales actuales” (Catelli, 2012) y hacer una rigurosa y sistemática crítica a las categorías étnicas y a las clasificaciones políticas emanadas de la documentación colonial, pues “no son descriptivas, sino que retratan las calificaciones, morales, eurocéntricas que desociabilizan, invisibilizan y despersonalizan al otro” (Pérez, en prensa).

Si bien la historia de las resistencias puede funcionar como contrapunto del discurso colonial no está exenta de interpretaciones binarias que han opuesto sumisión a rebelión, y cambio a permanencia. Las interpretaciones que concebían a toda mutación como pérdida de un ser auténtico y originario que poco a poco se diluía en el otro a través de la aculturación, presentaron como únicas opciones luchar para permanecer o desaparecer al cambiar. Además, al centrarse en los movimientos armados y violentos se dejaba en segundo término al extenso abanico de estrategias no bélicas adoptadas por los diferentes grupos indígenas para impugnar el orden. Sin embargo, los enfoques más recientes han generado verdaderas transformaciones de perspectiva al “tomar en cuenta el punto de vista indígena”, “analizar los procesos combinados de resistencia, adaptación y cambio” y “prestar atención a la emergencia de nuevos grupos identidades a través de los múltiples procesos de mestizaje y etnogénesis” (Boccara, 2002: 48).

La intervención activa de los indígenas en su devenir no puede entonces leerse como una obstinación de aferrarse al pasado sino como la voluntad de trascendencia que los condujo a servirse de diferentes acciones y estrategias como la negociación, la adaptación, la recreación, y otras formas veladas y cotidianas de oponerse a los modelos de subordinación y explotación colonial y a la violencia ejercida por los colonizadores (Vos, 1994: 68). Bajo estos principios, la memoria de las luchas y las resistencias al colonialismo requiere pues de conexiones entre los indicios rescatados de los documentos por medio de lecturas entrelíneas. La apuesta por comprender lo colonial a partir de aquello cuya conexión con el relato imperial ha sido desplazado implica entonces colocar en el centro a los saberes locales y discontinuos (Foucault, 1976), a las resistencias, a los sujetos marginales,[3] a los y las transgresoras, a las ritualidades heréticas y a las fronteras en tanto espacios inestables.

La frontera

La imagen de la frontera funcionó, en primera instancia, como símbolo de la expansión del dominio fáctico de la Corona española sobre espacios que aún o habían sido recorridos, representados ni apropiados. Por ello se privilegiaba el carácter violento de estas regiones destacando bien, el arrojo de los conquistadores o el carácter indómito de los indios en resistencia, replicando en ambos casos la narrativa que separaba nítidamente a los espacios conquistados de los no conquistados y a la civilización de la barbarie. Otras aproximaciones como los Estudios fronterizos (Villalobos, 1982) situaron a la frontera como una categoría que permitía pensar otras dinámicas transicionales tales como el mestizaje, la aculturación los intercambios comerciales, la evangelización y otras instancias de negociación. Sin embargo, esta aproximación, marcó una oposición entre guerra y paz en la que se daba a entender que una vez terminada la guerra cesaba el intento de dominación (Boccara, 1999). De este modo, se obviaba que durante “la paz” se mantenía el desequilibrio de fuerzas gestado durante la guerra, mientras que las instituciones de la pacificación (el fuerte, la misión, el presidio y los parlamentos) constituían nuevos dispositivos que prolongaban la guerra, es decir, se mantenía la intención de imponer el orden colonial sobre los no sujetos.

La propuesta aquí esbozada pretende entender a la frontera como un dispositivo de dominación, pero no como el avance de la civilización sobre la barbarie, ni como el último espacio de la resistencia indígena, tampoco como el lugar privilegiado del encuentro y el sincretismo fraterno. En cambio, al situar a las fronteras, tanto materiales como simbólicas, como parte de las diferentes estrategias dominación y dispositivos de poder ejercidos durante el proceso colonial en el mundo americano es posible atender tanto las imposiciones y condicionamientos como las resistencias y acomodamientos. Asimismo, al hacer énfasis en el carácter bidireccional de las relaciones y las formas recíprocas de intervención sobre el otro (Néspolo y Cutrera, 2009: 1), la frontera se entiende como un espacio cuya dinámica permitió que se gestaran en ella cambios radicales en la subjetividad tanto de colonizadores como de colonizados, dando lugar al surgimiento de nuevos sujetos históricos[4] y a novedosas formas de interacción entre ellos. Estos procesos creativos abren un abanico de operaciones tales como, la etnogénesis, la subjetivación de nuevos actores coloniales, la adecuación de las estrategias de imposición colonial y, en última instancia, la resignificación de lo americano y de lo normal colonial.

Bajo este enfoque, los alcances hermenéuticos de la noción de frontera la colocan como una categoría que posibilita descolonizar la historia colonial. Para ello resulta indispensable 1) centrar la atención en las capacidades de adaptación y creación de todos los agentes, pues al generar formas de comunicación con el otro e incorporar nuevos elementos a su repertorio cultural, todos los agentes sacan provecho de los recursos ajenos y así desafían a las estructuras políticas y jurídicas coloniales que se esforzaban en mantener jerarquías y espacios diferenciados; 2) pensar la frontera con perspectiva continental y fuera de la impronta de los paradigmas nacionales permite estudiar identidades múltiples, nómadas, intersticiales y constituir a los sujetos históricos marginales como el posible núcleo articulador de la dinámica colonial; 3) no dejar de lado las dinámicas de territorialización desplegadas por las coronas ibéricas por el control de ciertos territorios y recursos y la incorporación de los indígenas como mano de obra. Finalmente atender la yuxtaposición de diferentes fronteras (aquellas que enfrentarnos a las distintas monarquías europeas como a éstas con los indígenas americanos no conquistados) y los puntos de fricción generados entre los distintos niveles local, regional y monárquico.

La frontera, como espacio inestable, desafía la continuidad del relato colonial. También remite a aquellos emplazamientos insertos en el núcleo de la sociedad pero que son impugnados o subvertidos y que de ese modo quedan fuera del canon vigente e incluso lo amenazan. Por ello, no sólo se consideran las fronteras territoriales, también las culturales y las simbólicas. Se trata entonces de heterotopías, “lugares que están fuera de todos los lugares, aunque sin embargo sean efectivamente localizables” (Foucault, 1966 :70). Así la frontera colonial no sólo se ubica en los desiertos del norte novohispano o en los algarrobales al sur del Biobío, ni en las selvas de Maynas, tampoco en la inmensidad de la pampa allende el Río Salado o en los huaycos del Tucumán, también se encuentra en el sutil pero reiterado límite entre la ortodoxia y la herejía, entre la santidad y la perversión, entre el pecado y el crimen, entre el placer y la culpa.

Siguiendo esta ruta, es posible subvertir el discurso histórico triunfalista y legitimador de la dominación colonial. Al presentar las fracturas del orden impuesto no sólo en términos territoriales sino en el seno mismo de su matriz civilizatoria, el estudio de las fronteras coloniales permite cuestionar la idea de un imperio homogéneo y todopoderoso que ejerce el poder sobre los territorios, los cuerpos y los saberes de los colonizados.

Bibliografía

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Notas

[1] Otras denominaciones incluyen la calificación de las monarquías ibéricas como “compuestas, corporativas, de agregación, múltiples, policéntricas, globales, etc.” En todas, la idea es revertir el paradigma de una monarquía centralizada y absoluta y postular la formación pluriterritorial y descentralizada de la misma. (Riquielme:2020)

[2] “A la imagen de una continuidad temporal homogénea y sin fisuras que es la historia de los vencedores, Benjamin oponía la discontinuidad de la historia de resistencia de los vencidos” (Grüner, 2002: 112) 

[3] Se incluyen en ellos a sujetos que se desenvuelven en los márgenes de lo normativo, que cumplen funciones de mediación y que mediante sus prácticas hacen de la frontera el amplio margen en el que se fraguan nuevas identidades y se tejen nuevas formas de ser y de vivir. Entre ellos, «go-between» (Metcalf, 2005), “sujetos liminales», «indianizados» (Bernabeu, 2012), «ensalvajados», «seres fronterizos» (Grana y Argouse, 2017), entre otros.

[4] Entre ellos, baqueanos, bandeirantes, truchements, capitanes de amigos, lenguaraces, ladinos, civilizados abominables, desertores, cimarrones, cautivos y cautivas, rehenes, renegados, refugiados, agregados, tránsfugas, náufragos, etc.