De lectores y lecturas

Sebastián Rivera Mir

“Todavía pienso que los profesores no querían entusiasmarnos sino disuadirnos, alejarnos para siempre de los libros. No gastaban saliva hablando sobre el placer de la lectura, porque ellos habían perdido ese placer», recuerda Alejandro Zambra en su libro No leer. El escritor chileno estudió durante la dictadura cívico militar, cuando los libros eran censurados, quemados y sus autores perseguidos.

Sin embargo, pocos años después, un fenómeno generalizado en América Latina convirtió a la promoción de la lectura en todo lo contrario. Las bibliotecas se llenaron de títeres, internet gratuito, infinidad de juegos y la vertiente lúdica ganó terreno. El juego, inculcar el placer por la lectura, parecía la clave para mejorar los índices que iban a la baja, no sólo se leía menos, sino que se comprendía peor. Este proceso, sin embargo, se dio de manera paralela a la concentración del mercado del libro en un pequeño grupo de editoriales transnacionales. La apuesta de estos grupos empresariales se basó en dos elementos fundamentales, el consumo de libros asociados a la entretención o a la autoayuda, y la producción para el Estado mexicano de los libros de texto. En realidad, el 80 por ciento de los libros que se producen en México son libros de texto y ese jugoso mercado se entregó a estas transnacionales.

Esto es necesario tenerlo presente para comprender el esfuerzo de determinados sectores empresariales que ven en los actuales cambios a este modelo, una amenaza directa a su monopolio. Por este motivo, concentrarse en los titulares amañados que se publican en los periódicos de la derecha, puede nublar los debates de fondo respecto a esta temática. ¿De dónde viene el cuestionamiento a la lectura sólo como placer? ¿Cómo se relaciona la lectura con el consumo y el monopolio del mercado editorial? Y peor ¿cómo mejoramos los índices de lectura?

El cuestionamiento al énfasis puesto en el placer lector, no es algo nuevo. Por ejemplo, el recientemente fallecido Jesús Martín-Barbero (2010) apuntaba a una “idea de la lectura como motor de cambio social y cultural, más allá del placer que produce o de los aprendizajes que aporta”. Evidentemente en ningún momento se ha planteado la eliminación de la apreciación estética o de la entretención, como parte de la lectura. Sin embargo, lo que está en tela de juicio es el énfasis de las políticas públicas, con presupuestos limitados, y con poco margen de acción.

El resultado de estos años, con políticas públicas priorizando la vinculación de la lectura con el placer en un contexto de monopolización de la producción editorial (que apuesta por determinados géneros) no ha sido particularmente auspicioso. Entre otros elementos, la frecuencia de la lectura se ha polarizado. Cada vez son más los que señalan no leer, mientras que los que leen, cada vez lo hacen en mayor medida. Esto probablemente se relacione con la estructura de ingresos, que prácticamente ha seguido el mismo camino de polarización, así como con la competencia que debe encarar la lectura frente a otros medios de entretención, más accesibles y baratos.

Según la encuesta nacional de lectura, el principal lugar donde esto se realiza es la casa, y en este espacio, los materiales disponibles son, primero, los libros de texto y segundo los libros de religión. En el sexto lugar aparece recién la novela, aunque antes están los recetarios de cocina. En este mismo informe, se señala que el promedio de libros leídos al año por obligación es 1,8. Pero la mediana (o sea, lo que la mayor parte de la población leyó) es prácticamente 0. El problema está precisamente en ese aspecto, leer no es algo que se considere necesario para la vida cotidiana.

Aunque hay que tener cuidado con estas encuestas pues los implicados tienden a mencionar niveles de lectura, de comprensión y de adquisición de libros, más altos de los que señalan otros indicadores. De hecho, las tasas de comprensión de lectura, asociadas a pruebas internacionales, indican que cerca de 70 por ciento de la población no sería capaz de comprender una receta. Un gran descenso en los índices de lectura viene junto con el fin del periodo escolarizado y a medida que avanzamos en la edad es posible encontrar tasas mayores de lectura por placer. O sea, aquellos formados bajo el esquema que nos menciona Alejandro Zambra, son lectores más asiduos y comprometidos, mientras que los educados bajo la idea de convertir el gusto por la lectura en una forma de consolidar comunidades lectoras, tienden a leer de forma mucha más esporádica.

Frente a esta declinación de la lectura, desde hace algunos años distintos espacios y organizaciones sociales han avanzado en la búsqueda de hacer efectivo el denominado “derecho a leer”. Esto implica un proceso de apropiación de la lectura por parte de la ciudadanía. Detrás de esta propuesta hay una concepción que va más allá de la simple decodificación de signos. Esta debería también estar integrada por la interpretación y la evaluación de los discursos movilizados por esas letras, textos y papeles.

Finalmente, de forma muy amplia y reduccionista, podemos distinguir algunos objetivos de la lectura: se lee para obtener información; para seguir instrucciones; para comunicar un texto a otros; por placer; entre otras alternativas. Pero si no se contempla el tema de manera integral por parte de las políticas públicas, de los actores sociales implicados, de las comunidades educativas, continuaremos con problemas en los índices de lectura. Es necesaria la discusión del paradigma asociado a la promoción de la lectura, considerando el ecosistema en su conjunto (desde los escritores hasta la cadena de distribución, pasando por editores, bibliotecarios y profesores), o de lo contrario, seguiremos sin pasar del titular de la noticia.