De Acatempan a Jaramillo*

Jorge Carrión

“Los hombres han sido siempre y seguirán siendo, en política, víctimas necias del engaño de los demás y del propio, mientras no parendan a descubrir detrás de todas las frases, declaraciones y promesas morales, religiosas, políticas y sociales los intereses de tales o cuales clases”.

V. I. Lenin

Había sido abrazado por generales y presidentes. La sombra de traición original de Acatempan lo señalaba. De Zapata aprendió la estrategia; de su pueblo –el de Emiliano Zapata– tomó la bandera. Pero creyó en las promesas, se dejó tender los brazos y esperó con las manos vacías los expedientes agrarios de un departamento burocrático, esclerosador de la reforma agraria, que, caído Rubén Jaramillo en celada de abrazos y ráfagas de ametralladoras, escribió su mejor epitafio: «Era indisciplinado y de continuo creaba problemas”.

No hay pecado mayor en México que crear problemas y ser indisciplinado. Por indisciplinado, Emiliano Zapata combatió contra Huerta, contra Madero, contra Carranza, y cayó asesinado en emboscada de abrazos y balas: creaba problemas a las facciones de la burguesía triunfante en la Revolución.

Por indisciplinado cayó Rubén Jaramillo, inmolado, como en rito excomulgatorio de la burguesía dominante, con exterminio de la matriz de su esposa, de la semilla humana apenas engendrada. Murió con los estigmas que se imponen a los réprobos: bandolero, asesino, ladrón de tierra, y así su semejanza con Zapata, si menor en el buen éxito, creció en el sacrificio.

Se arrojaron paletadas de pronto olvido: entre las pestilentes notas rojas de la prensa, con mezquina disciplina que no crea problemas, perdida en líneas ágatas regateadas en favor del revanchismo de unos asesinos traficantes de drogas que mataron a otros asesinos con placas de policías, ahí apareció en la prensa independiente, disciplinada, la reseña del cruel asesinato de Jaramillo. Estaban en su papel esos sucios papeles.

Pero ¿y las voces de la izquierda qué coro hicieron, fuera de los reclamos indignados que se confunden con cualquier petición de justicia por el asesinato de cualquier mecapalero borracho de La Merced?

Ninguno. Al parecer cayeron en la trampa: se trataba de un asesinato más, de unos cadáveres a los que el Gobierno («si buena muerte les di…») daría sepultura. Y las voces de izquierda siguieron ocupadas en los grandes temas: de la salida hacia la izquierda que abrió la declaración conjunta López Mateos-Goulart; de las muy positivas (¿quién duda que lo son en el ámbito del sonido verbal?) intervenciones de México en la junta del desarme en Ginebra; del agotamiento presidencial que denuncia la entrega cabal a la tarea de inaugurar obras públicas; y, como no se pueden enumerar más actos positivos, de las cuentas alegres entre los que existen y los negativos, para augurar con su balance las perspectivas del país.

Caen en la trampa, y en su empeño de ver el bosque, magníficos y superiores, no miran los hongos y parásitos que socavan ya los troncos de los árboles. Buscan en las declaraciones, en las frases y promesas morales, religiosas, políticas y sociales los signos de una alianza con «la burguesía liberal (que) teme cien veces más a la independencia del proletariado que a cualquier reacción, sea la que sea» (Lenin).

Los pequeños hechos concretos, por trágicos que sean, nada les dicen. La muerte de un jefe campesino, de voz proletaria rebelde, sólo es motivo de sentimentales llamados a la justicia que está en manos de los verdugos de Jaramillo. Y se clama en vano, como durante más de tres años ha sido clamor en desierto la protesta por la prisión de los dirigentes del movimiento obrero independiente, de los ferrocarrileros, de Siqueiros, de Campa, de Encina, de Vallejo, de Lumbreras y de Mata….

Es hora de que la izquierda baje de las nubes y escuche mejor la elocuencia inefable de los actos concretos que la vocinglería ruidosa de la retórica oficial y de la burguesía liberal. A una algarabía se opone otra. Y se da por supuesto que las voces oficiales de diputados y senadores que en Washington hablan sobre inversiones extranjeras que en México tienen patente de corso nada representan, porque desde arriba, serenamente y con patriotismo, se promueve una política exterior independiente, es decir, se tiene conciencia de la contra dicción mayor de México, el imperialismo, y se lucha contra éste. Si en esta trampa caen voceros de izquierda, ¿cómo no entender la ignominia de un Fidel Velázquez que, sedicente líder de la clase obrera coacciona a ésta para que junto con el Gobierno (cuya excusa de clase es obvia) acuda a dar al presidente de los EU «la mayor y la más grande bienvenida que se haya dado a visitante alguno»? Porque bien está que la burguesía oficial, del brazo en esta ocasión con la proimperialista, cancele su contradicción histórica con el imperialismo yanqui y reciba burocráticamente a su represen tante; pero ¿qué papel sino el triste de comparsas de una farsa adversa a sus intereses va a representar en esa bienvenida los obreros, los trabajadores de cualquier sector?

Ojalá que la campana que dobla a muerte por Jaramillo despierte la conciencia de una izquierda anestesiada con declaraciones y promesas que la colocan a la zaga de la burguesía oficial, «víctima necia del engaño de los demás y del propio». El balance de lo positivo y de lo negativo debe servir para precisar cuáles son los verdaderos intereses de las clases dirigentes, no para prendernos de su faldón –en el que, por otra parte, no se nos desea–. Y el problema de la sucesión presidencial, que ya no está en términos futuristas sino de muy crudo presente, antes que nublarnos los ojos con señuelos de alianzas imposibles debería ser la coyuntura mejor para establecer la unidad de la izquierda, y sobre esta base indispensable, levantar la estrategia y la táctica por seguir ante una burguesía que, en el dilema de aplastar a la reacción regiomontana o silenciar las demandas del pueblo, prefiere, como lo demuestra el asesinato de Jaramillo, inmolar al proletariado.

 

* Política, No. 51, Vol. III, 1 de junio de 1962.