Coordenadas históricas de la 4t. Apuntes y precisiones sobre un proceso inédito (primera parte).

Alejandro Rozado

Las grandes transformaciones históricas son fenómenos mayúsculos que se dan de manera necesaria y con cierta independencia de las voluntades individuales que participan en ellas. Cierto: las hacen los hombres; pero no es menos cierto también que se conducen sin complacer del todo a sus protagonistas. De ahí que convenga apreciar fenómenos como el de la llamada Cuarta Transformación Mexicana (4T) con una óptica diferenciada. 

Inmediatismo e historicismo  

Lo primero que amerita constatarse: la 4T es una marejada política y social que sorprende y rebasa a todos por igual. Sus efectos pueden vivirse desde dos planos diferentes: 1) la perspectiva inmediatista, y 2) la perspectiva historicista. La primera alude a un punto de vista “a ras del suelo”, como el de los jugadores de rugby que, aguerridos, se esfuerzan a nivel cancha por la posesión del balón: se empujan y golpean, se dan codazos, se pican los ojos, se agarran del cuello y -si pueden- cometen faltas; es decir, el inmediatismo ante la 4T es una actitud propia de individuos que se conciben aislados enfrentándose políticamente entre sí –sobre todo en las redes sociales-, sumergidos en un caos catastrófico donde, como decía Disraeli, «siempre ocurre lo inesperado». La segunda perspectiva observa este mega fenómeno desde alguna altitud con mayor horizonte, donde es posible atisbar alguna dirección del movimiento por encima del desorden aparente. La inmediatista es, a menudo, una mirada agobiante y colmada de pasiones intensas (desde los excesos de fe ciega en ambos bandos políticos opuestos, hasta las calculadas desilusiones veleidosas de los propensos a desmarcarse rápidamente de sus posiciones iniciales, pasando por los indecibles miedos y fobias de los perdedores); la segunda, en cambio, es una mirada fascinante que alcanza a captar en la 4T el carácter inevitable e irreversible de su poderosa irrupción histórica. Como método, es preferible adoptar la mirada historicista para desenvolvernos mejor en la inmediatista -no al revés. Para ilustrar este método, es pertinente aquí hacer un breve apunte sobre los fariseos de la 4T.

Fariseísmo

Aparte de la derecha neoliberal, en vías de su propia desaparición histórica, hay en México un curioso fenómeno inmediatista llamado fariseísmo. Lo integran un nutrido núcleo de clasemedieros orgullosos de ser siempre fieles a sí mismos -aunque nunca fieles a la historia que viven- y que han adoptado la oportunista postura de respaldar a la 4T, pidiéndole a Dios que AMLO comience a dar traspiés para desmarcarse de inmediato de su compromiso. Padecen el síndrome de Pedro Urzúa –aquel primer secretario de Hacienda de la 4T que renunció en menos de seis meses. A estos pasajeros que compran un viaje redondo pero que se bajan del tren en la primera estación los caracteriza una mañosa desilusión que incuban cautelosamente en sus corazones por un tiempo hasta que, al fin, llega el momento de la catarsis. Comienzan a armarla de tos al menor contratiempo de un proceso político que -lo saben- es sinuoso y accidentado por naturaleza. Pequeños narcisos, creen que el cambio histórico debe ser pulcro, como su puritana epistemología social. A menudo se dicen “decepcionados” y gustan de rasgarse las vestiduras a la menor nota periodística negativa sobre la 4T. Usuarios del viejo y falso método de «apoyar lo positivo y criticar lo negativo», en realidad sólo son partidarios de sí mismos, sin importarles si con ello le dan la espalda a un proceso histórico único, en el cual vamos todos intentando salir del hoyo. Son los quejicas de siempre en todo cambio histórico radical. Ya deberían de cambiar de narrativa –o sea, de su perspectiva inmediatista.

Todo tiene su tiempo

Siguiendo con el método aquí sugerido, no he encontrado mejor criterio historicista para orientarse uno en la vida histórica que el formulado en el Eclesiastés, donde –no sin belleza- se afirma:

Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. / Tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de sembrar y tiempo de cosechar; / tiempo de matar y tiempo de curar; tiempo de destruir y tiempo de edificar; / tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de endechar y tiempo de bailar; / tiempo de esparcir piedras y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar y tiempo de abstenerse de abrazar; / tiempo de buscar y tiempo de perder; tiempo de guardar y tiempo de desechar; / tiempo de romper y tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar; / tiempo de amar y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra y tiempo de paz.

En efecto, no hay nada más relevante que aprender a tomarle a nuestra época el pulso e identificar lo que palpita en ella para, luego, decidir si nos sintonizamos a conciencia con sus designios o no. Quizá éste del Antiguo Testamento sea el mayor –y más poéticamente expuesto- criterio de libertad que podríamos aplicar en nuestra vida peregrina.

Religiones aparte, habría que preguntarnos con el Eclesiastés: ¿de qué es tiempo hoy, en México? No hay que especular mucho, pues sin duda nos toca el tiempo –largamente gestado- de la Cuarta Transformación. Es decir, vivimos la ocasión de transformar radicalmente este país por cuarta ocasión en los últimos 200 años. Así de enorme es la oportunidad que se nos presenta. De la anterior respuesta se deriva, entonces, la siguiente interpelación: ¿Y tú qué vas a hacer con ello? ¿Le entras o no le entras a la 4T? ¿Estarás tú a la altura política de este momento histórico o simplemente le darás la espalda? Cuestión fundamental. Porque transformaciones sociales semejantes son pocas en nuestra mortal existencia; además, nunca avisan cuándo llegan ni cuándo se van. Son, hasta cierto punto, impredecibles; pero cuando irrumpen en la historia, nada ni nadie las detiene. En este sentido, estos cataclismos sociales son como una avalancha de tierra y piedras que cae de una montaña, cuando la estructura que sostiene a aquéllas se debilita por el propio peso gravitatorio y cede dando paso a una tremenda precipitación de materia que arrasa con lo que se encuentre debajo de ella. Como un gran acomodo urgente, necesario e inaplazable de energía potencial para formar un nuevo equilibrio de fuerzas: una nueva estabilidad. Un nuevo orden.

Un camión guajolotero

Y por lo mismo que las revoluciones sociales son impredecibles, también son impuntuales. La puntualidad no es su fuerte. Podríamos decir que la 4T es como un camión guajolotero de pueblo: el día que pasa hay que treparse a él -con todas las incomodidades que ello implique-, porque no se sabe cuándo volverá a pasar otro transporte igual. De modo que, ¿te subes al incómodo transporte guajolotero o prefieres quedarte a esperar indefinidamente? En efecto, todo cambio radical -por más «amable», pacífico y civilizado que sea- siempre será incómodo para todos -no solamente para los hasta entonces privilegiados. La 4T no será de ningún modo tersa. Sin embargo, habría que dimensionar bien qué significa un «cambio radical», hoy.

¿Modernidad o modernización?

Ya lo decía Chaplin con fino sarcasmo: «Una revolución es una de las pequeñas molestias de la vida moderna«. Y subrayo esta última palabra, porque la modernidad es el gran proyecto de la vida occidental en la que todos estamos comprometidos –conscientemente o no. Es algo que a los occidentales ni se nos ocurre cuestionarnos –por obvio. Queremos ser modernos: punto; esa es nuestra premisa indiscutible, nuestra creencia fundacional como civilización. Punto de partida, pero también de llegada. Para los occidentales, la modernidad es un fin que no necesita justificación alguna. Estamos aquí para llegar a ser modernos; es decir, una sociedad abierta al cambio, librepensante, democrática, pluralista, transparente y respetuosa de sus leyes. Y todo ello con el fin de tener bienestar para todos.

La historia de México, desde 1810, es la historia de esta aspiración: hemos corrido hacia el futuro en pos de nuestra ansiada modernidad sin alcanzarla nunca. Octavio Paz lo apuntó –hace 70 años- con profunda lucidez en El laberinto de la soledad: México debe plantarse ante sí mismo y ante el concierto de las demás naciones con voz y agenda propias. Y para ello, es indispensable que el país deje los “traumas” de su infancia histórica y madure. México tiene como destino particular la ineludible tarea de sobreponerse de los golpes del pasado y llegar a la adultez política y cultural: la modernidad. El problema es que la nuestra ha sido una carrera muy accidentada: sin recursos económicos ni espirituales suficientes, con una vecindad geopolítica desfavorable y a través de violentas sacudidas revolucionarias intercaladas con autoritarias revoluciones “pasivas” (a saber: la porfirista, la alemanista y la salinista). Hoy, tras dos siglos, podemos decir que aún no tenemos nuestra anhelada modernidad; en cambio, hemos tenido varias modernizaciones –incluso una pesadillesca posmodernidad. Y ello es así porque no es lo mismo ser modernos que estar modernizados (voz pasiva). La modernidad proviene de abajo (por decirlo así), mientras que la modernización es una gran acción desde arriba. La primera es el resultado de un largo y consistente desarrollo orgánico de una formación social históricamente dada, parecido al sano y paciente cultivo de cualquier árbol frutal; por el contrario, la segunda es el resultado de intervenciones “quirúrgicas” impuestas por la prisa, por la urgencia de que la atrofia social se destrabe y progrese mediante técnicas, palancas, terapias de shock y demás estímulos más o menos artificiales. Las revoluciones pasivas de México han sido, en este sentido, típicas modernizaciones desde el Estado autoritario aplicadas a un país rezagado para la modernidad… 


Pues bien, en este panorama histórico se inscribe la Cuarta Transformación.

¿Será ésta el inicio de una nueva modernización “por arriba”? ¿O acaso será la oportunidad única de acceder, por fin, a la anhelada modernidad mexicana tan reclamada por Octavio Paz? No olvidemos que el ascenso al poder de Andrés Manuel López Obrador provino de un acto de elevadísima conciencia cívica colectiva: 30 millones de votos a favor del cambio. Por primera vez, aquel 1 de julio de 2018, los mexicanos decidieron modificar democráticamente el rumbo del país. Punto a favor de la modernidad por abajo: la absoluta transparencia electoral en el cambio de régimen. Al fin, después de un siglo, se cumple a plenitud el programa de Madero: amplia participación ciudadana mediante el sufragio efectivo. Y este logro, avanzar hacia la modernidad mediante un acto moderno (elecciones limpias), representa una nueva congruencia para el país: una acción trascendental en forma y fondo. Con dicha congruencia, México pareciera echar definitivamente al cesto de su basura la parafernalia del fraude en los comicios y actuar con sensata madurez.

La segunda gran vindicación moderna de la 4T es, desde luego, la lucha a fondo contra la otra parafernalia: la corrupción orgánica de la sociedad en general, pero principalmente adjunta a todo acto administrativo de gobierno y del Estado. Residuo de la cultura y del Estado patrimonialista, la corrupción es radicalmente incompatible con la modernidad, incluido el capitalismo. En estricto sentido, como descubrió Marx, el capital no necesita de la “transa” para explotar el trabajo asalariado, competir en el mercado y realizar su plusvalor. Con el derecho a la propiedad privada de los bienes productivos y comerciales, está garantizada la legalidad de la explotación capitalista. En este sentido, la corrupción, además de ser un lastre innecesario, es señal de baja productividad e ineficiencia en la economía nacional. Las relaciones capitalistas son esencialmente modernas y, si son “sanas”, pueden prescindir de la corrupción para prosperar en sus afanes. Como AMLO cree que la causa última de nuestros males es la corrupción, cuando él habla de un «cambio radical» lo que propone con la 4T es un país capitalista libre de aquélla: una nación donde se juegue limpio por primera vez en su historia. Y el nuevo Estado de la 4T sería, por tanto, un espacio político de relaciones de servicio público general separado nítidamente de los intereses económicos particulares: ahora sí, un verdadero Estado de derecho. ¿Será posible? ¿Una sociedad mexicana de nuevo tipo que destierre las prácticas corruptas de su propio funcionamiento capitalista? Más allá de la ingenuidad de creer en un «capitalismo bueno», de lo que se trataría es de establecer las clásicas reglas de juego capitalista con los mismos jugadores; un Fair Play, con mayor autoridad para el árbitro, sometido a su vez a estricto control reglamentario. Nada, por cierto, que no se hayan propuesto con anterioridad otros países occidentales. Insisto: ¿será posible?  He ahí el segundo gran desafío moderno de la 4T.

Andrés Manuel López Obrador y su pueblo han comenzado a enfrentar una de las peores decadencias imaginables en cualquier civilización: un país escandalosamente saqueado, asolado por las más crueles organizaciones criminales, sin crecimiento económico en los últimos treinta años y con una de las más abismales desigualdades del mundo entre ricos y pobres. Y complicado recientemente por una pandemia mundial inesperada que ha azotado casi todas las áreas de la vida nacional. Con todo, la historia nos ha abierto un nuevo portal que conduce a un túnel largo y oscuro por donde será menester transitar a duras y riesgosas penas, con enorme esperanza y altas dosis necesarias de imaginación y pragmatismo. Al otro lado del peligroso túnel está la expectativa de una nueva era mexicana, con parámetros más humanos para alcanzar el bienestar social, ejercer la política y convivir con ética ciudadana. La única forma de realizar esta travesía nacional es mediante el último y fundamental principio de modernidad pendiente: la fraternidad. Principio de convivencia que ninguna revolución en la historia ha cumplido hasta el momento. Ahora corresponde a México lanzarse en pos de ella. Qué oportunidad tan honrosa.

Modernidad a la vista

Estado esperanzador vs Estado oxidado, bloque social democrático y popular vs bloque elitista… Bajo esta pugna histórica, los mexicanos vivimos con intensidad particular el movimiento político identificado como la 4T, el cual va venciendo la resistencia de los restauracionistas y sus corifeos a base de franqueza, firmeza política, intenso activismo presidencial, capacidad de persuasión pública -y una buena dosis de inocencia también.


¿Hacia dónde nos lleva esta pugna histórica? Pregunta apasionante para quienes consideramos vivir tiempos interesantes. Como se sabe, el ascenso al poder de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) y su partido Morena fue consecuencia inevitable del cambio en la correlación de fuerzas políticas ante la descomposición y caída del viejo régimen corrupto, presidencialista y de simulación democrática que promovió, mediante el más voraz capitalismo de cuates –modalidad de huarache del nefasto neoliberalismo económico-, uno de los mayores saqueos de que tenga memoria el país. 

El proyecto del nuevo gobierno emanado de las urnas es, desde luego, el rescate de la nación en ruinas, pero bajo bases dignas: la instauración de un régimen democrático irreversible garantizado por un Estado estoico que impulse el desarrollo económico con justicia social bajo el respeto absoluto a las leyes; renglón central de lo anterior es la lucha contra la corrupción para redistribuir en forma más equitativa, tanto por vías productivas como asistenciales, la riqueza entre los pobres. Ello tiene, además, implicaciones en distintas áreas clave de intervención pública como la educación, la salud, la infraestructura de comunicación y transporte, la recuperación y desarrollo del sector energético y la opción mediata de ampliar para la población las oportunidades económicas y de calidad de vida para combatir las causas últimas de la delincuencia. El amplio respaldo popular a este programa distinto de nación (con más del 50% de los votos emitidos) es suficiente para considerar a la 4T como el inicio de un proceso de cambio profundo que llegará, en principio, hasta donde lo permitan las circunstancias nacionales e internacionales.