1521: su continuidad con 1492

Mario Ruiz Sotelo

FFyL, UNAM

 

No negamos entonces la razón, sino la irracionalidad de la violencia del mito Moderno.

Enrique Dussel

 

Una interpelación de cinco siglos

El quinto centenario del llamado “Descubrimiento de América” propició una reflexión señera en la historia de la filosofía latinoamericana. Significó una interpelación con su par europea, con el pensamiento filosófico hegemónico, tan poco proclive al diálogo, tan acostumbrado a pensarse sin pensar a las otras partes del mundo. En efecto, el diálogo entre la filosofía europea y la latinoamericana ha sido escaso, casi nulo. En una primera aproximación podemos destacar tres momentos de encuentro, no precisamente cordiales. El primero sería la famosa controversia de Valladolid, donde Bartolomé de Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda debatieron en torno a la naturaleza humana y el supuesto derecho de conquista; el segundo podemos identificarlo cuando los ilustrados latinoamericanos, al frente de Francisco Xavier Clavijero, impugnaron a la Ilustración europea por situar a lo indígena y en general, a lo americano, en un plano de inferioridad consustancial e insuperable con respecto al mundo europeo. El tercero sería justo el generado en torno al referido quinto centenario, y que tiene en las conferencias dictadas por Enrique Dussel en Frankfurt en 1992 su momento más significativo, donde la Filosofía de la liberación mostró su madurez y radicalidad crítica que la ha consolidado como una escuela de pensamiento identificable en todo el mundo filosófico. Del mismo modo, debemos señalar que en sus exposiciones Dussel también formuló un diálogo implícito con el pensamiento latinoamericano que entonces elaboraba sus propias interpretaciones en torno a la conmemoración aludida, particularmente en las palabras de los historiadores Edmundo O´Gorman y Miguel León Portilla, además del filósofo Leopoldo Zea. Desde el prólogo, Dussel advierte la clave de su perspectiva: considerar a 1492 como el inicio de la Modernidad, y con ella, el encubrimiento del Otro, la negación que deberá negarse para formular una perspectiva Trans-moderna, es decir, superadora de la lógica de la Modernidad.

Es a partir de esa tradición que pretendemos establecer ahora un marco para la discusión en torno del quinto centenario de la caída de México-Tenochtitlan y su par, Tlatelolco, hecho cuyo interés va más allá de su impacto regional y que es particularmente importante para entender la fundación de la Modernidad misma, la cual, a su vez, no podemos entender sin el llamado “Descubrimiento de América”, que fue su momento fundacional. La continuidad entre 1492 y 1521 debe ser subrayada, como reconoceremos en el presente trabajo.

El eurocentrismo: la crítica a la filosofía de la historia de Hegel

Nuestra idea de la historia es un producto de la Ilustración europea. Fue en ella donde se inventaron las etapas con las que solemos ubicarnos en el espacio y en el tiempo. En buena medida, la idea del mundo dominante fue construida desde entonces, por lo que, para cuestionarla, para transformarla, tendremos que criticar varias afirmaciones de dicho movimiento filosófico. La Ilustración europea es cronocéntrica. Esto es, su tiempo fue visto como la época de la luz, y el pasado, lo que llamaron “Edad Media”, como la era de las sombras. Y por supuesto, también es etnocéntrica, pues serían los pueblos capaces de protagonizar ese tiempo los que se situarían en el eje de todo tiempo y todo espacio histórico. En ese sentido, la filosofía de la historia de Hegel es la expresión más acabada de tal posicionamiento, como lo expone Dussel en su primera conferencia. Acaso en el fondo de su preocupación se encuentra la respuesta al señalamiento de Leopoldo Zea, quien desde 1957 había destacado que América Latina estaba “al margen de la historia” (Dussel, 1966),[1]por lo que era preciso profundizar las razones de tan particular omisión, que estaba lejos, por supuesto, de ser un simple “olvido”. Dussel plantea en el fondo de su interpretación el supuesto principio emancipador de la Modernidad, que en realidad encubre un inconfesable “mito” donde esconde sus intenciones colonialistas. Eso puede observarse en varios de los planteamientos de Hegel rescatados en el texto, como el presentado desde el epígrafe: “La historia universal es la disciplina de la indómita voluntad natural dirigida hacia la universalidad y la libertad subjetiva” (Dussel, 1994: 19). Se entiende que esa voluntad indómita es la de una barbarie en posibilidad de desarrollarse y tener como fin la cultura universal, caracterizada justamente por la libertad subjetiva, es decir, la de los sujetos considerados de forma individual, (como poseedores de una de-liberación propia del ego cogito cartesiano). En cuanto a la universalidad, puede entenderse por el planteamiento análogo que afirma: “La historia universal representa (…) el desarrollo de la conciencia que el Espíritu tiene de su libertad y también la evolución de la realización que ésta obtiene por medio de la conciencia. El desarrollo implica una serie de fases, una serie de determinaciones de la libertad (…)” (Dussel 1994: 15). Así pues, la historia debe entenderse como una dialéctica de la libertad, misma que es desarrollada por una serie de etapas bajo el sentido otorgado por el referido Espíritu. Del mismo, Hegel hace un señalamiento que no deja dudas sobre la dirección que sigue el proceso histórico: “La historia universal va de Oriente hacia el Occidente. Europa es absolutamente el fin de la historia universal” (Dussel, 1994: 14). Como apunta Dussel, Hegel parece seguir la noción de madurez esbozada por Kant, la cual se manifestaría en el proceso histórico hacia Europa como modelo de realización histórica plena, como manifestación de la universalidad propiamente dicha. Lo europeo, lo Occidental, es así identificado con lo universal. En consecuencia, desde fuera de Europa, de Occidente, se legitimará un proceso de modernización, de occidentalización, que serán sinónimos de desarrollo, de aspiración a la realización de la idea de la libertad, lo que es identificado como la “falacia desarrollista” por Dussel, misma que signa de manera inequívoca la historia latinoamericana.

En esa lógica, el propio Hegel parece concebir al colonialismo como un momento necesario del proceso histórico. La propia conquista de los pueblos americanos tendría que explicarse como un proceso inevitable debido a la superioridad inequívoca de Occidente: “De América y de su grado de civilización, especialmente de México y Perú, tenemos información de su desarrollo, pero como una cultura enteramente particular, que expira en el momento que el Espíritu se aproxima (…) La inferioridad de estos individuos en todo respecto es enteramente evidente (Dussel, 1994: 22). La conclusión es obvia: las culturas “particulares” son las ajenas al espíritu occidental, a la universalidad, y por lo mismo, están condenadas a desaparecer. En ese proceso, no hay culpas que endilgar ni derrotas que lamentar. Así como el propio Hegel escribió en su carta a Niethammer en 1806 al ver a Napoleón en Jena que había visto al “Espíritu del mundo” desfilando a caballo, se podría decir que Hernán Cortés o Francisco Pizarro eran algo parecido cuando entraron a las ciudades de Mesoamérica o de los Andes. Estaban alentados por el soplo del Espíritu. Estaban condenados a ganar. “Los indígenas, desde el desembarco de los europeos, han ido pereciendo al soplo de la actividad europea” (Hegel, 1994: 171). La muerte de todos ellos habría sido una especie de “muerte natural”, pues es el costo que hace pagar la Razón para implantar en el mundo su idea de libertad.

La creencia en la inferioridad de los pueblos indoamericanos y de los africanos era, por otra parte, una auténtica conclusión de la ciencia ilustrada europea. El derecho de conquista y el colonialismo habían sido instrumentos para la realización de la historia universal. Es así que para Hegel: “Contra el derecho absoluto que [el pueblo dominante] tiene por ser el portador actual del grado de desarrollo del Espíritu mundial, el espíritu de los otros pueblos no tiene derecho alguno” (Dussel, 1994: 20). La occidentalización, la modernización, ha sido, quizá un proceso violento, pero inevitable. Legítimo. Oponerse a ellas es hacerlo en contra del progreso histórico, y contra eso no habría derecho que valga. Los pueblos que resisten así lo hacen ilegítimamente, defendiendo una causa perdida. Juan Ginés de Sepúlveda (1494-1573) lo dijo con claridad: “Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos a aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo” (Sepúlveda, 1996: 133). Así pues, las guerras de “conquista” serían justas porque tendrían por finalidad liberar a los pueblos de la barbarie. (De la barbarie de estar fuera de la cristiandad o, siglos después, de permanecer al margen de la democracia predicada en Occidente. A menos, claro, que nos pongamos en la perspectiva de los pueblos negados, de la alteridad, del Otro. Entonces la pretendida racionalidad moderna se descubrirá como un mito del que es necesario liberarse.

Descubrimiento, invención, encubrimiento

La Invención de América, de Edmundo O´Gorman (1906-1995), es sin duda una de las grandes contribuciones latinoamericanas a la interpretación sobre el tradicionalmente llamado “Descubrimiento”. Sobre la base de la filosofía de Heidegger, O´Gorman afirma que América no fue un descubrimiento, como suele creerse, sino una invención europea. En efecto, antes del acontecimiento colombino y todo lo que le sucedió, América no existía como tal, ontológicamente. Existía, sí, una masa cósmica, un ente geográfico con diferentes significados construidos por los pueblos que ahí coexistían, pero ciertamente ninguno daba cuenta exacta de su totalidad, ni mucho menos, de su relación con entidades semejantes. Antes del proceso 1492-1507 no conocieron América ni vivieron en ella. “América” no es un nombre, sino un ser. Ese ser fue proveído por Europa como una posibilidad de renovación de Europa misma. América se convirtió en la posibilidad de refundar Occidente. Es así que, para O´Gorman “América resultó ser, literalmente, un mundo nuevo en el sentido de la ampliación imprevisible de la vieja casa (…) un ente hecho a imagen is semejanza de su inventor [Europa]”. (O´Gorman, 1984: 151-152). Por caminos y razones diferentes, O´Gorman también señala, de forma análoga a Dussel, que el origen de la Modernidad debe ubicarse en 1492. Así puede entenderse cuando señala: “(…) al concebir la existencia de una “cuarta parte” del mundo, fue como el hombre de la Cultura de Occidente desechó las cadenas milenarias que él mismo había forjado. No por casualidad América surgió en el horizonte histórico como el país del porvenir y de la libertad” (O´Gorman, 1984: 141-142). Así pues, O´Gorman parece tomar como referente la filosofía de la historia de Hegel para completar su explicación de la irrupción americana. Según esto, la invención de América provocó la liberación del ser humano que, desde entonces, se concibió capaz de realizar cualquier tipo de conquista al concebir al mundo mismo como un proceso inventivo donde él era el protagonista. Y es justo entonces que la cultura europea consigue comportarse como universal, pues Europa

tiene por principio de individuación la cultura europea, es decir, su cultura propia; pero que con ser suya, y por lo tanto, algo particular, no supone, sin embargo, un ser exclusivo y peculiar de Europa, ya que se concede a sí misma una significación universal (…) en ello es de creerse que radica la primacía histórica de la Cultura Occidental (Dussel, 1994: 40)

América fue entonces la condición de posibilidad para que tal cultura particular se universalizara, importante señalamiento no imaginado por Hegel, pero elaborado con maestría sobre los fundamentos de su filosofía de la historia. Eso se contrapondría al señalamiento de Zea de que América Latina se encontraba al margen de la historia. Por el contrario, se hallaba en ella, sí, como prolongación del ser europeo, pero con todo, tendría un papel protagónico que hasta entonces nadie había podido a ver.

Es así que Dussel crítica la tesis de O´Gorman mediante una amarga pregunta: “¿Cómo es posible que un latinoamericano exprese esto?” acotando que el proceso que para O´Gorman es portentoso en realidad “es el paso de la particularidad a la universalidad sin novedad ni fecundación de alteridad alguna” (Dussel, 1994: 40). Por lo mismo, ciertamente no hubo descubrimiento, pero tampoco invención, sino encubrimiento: “Es el modo como “desapareció” el Otro, el “indio”; no fue descubierto como Otro, sino como “lo Mismo” ya conocido (el asiático) y sólo re-conocido (negado entonces como Otro): “en-cubierto” (Dussel, 1994: 41). Haciendo uso de la filosofía de la alteridad desde Levinas, aparece en la historia de América un ser incógnito, negado, despreciado por la filosofía de la historia hegeliana, que lo consideró condenado de suyo a desaparecer como parte del proceso del supuesto Espíritu liberador que mueve el proceso histórico. América no podría entenderse sino como una negación del Abya Yala, como habría sido llamada por el pueblo guna, de la zona panameña, o Cemanáhuac, por los nahuas, de Mesoamérica. El descubrimiento que habría que ponderar entonces es el de la Cuarta Parte del mundo, coincidencia también parcial de Dussel con O´Gorman, destacada sin embargo por razones muy distintas:

“Al descubrir una “Cuarta Parte” (…) se produce una auto-interpretación diferente de la misma Europa. La Europa provinciana y renacentista, mediterránea, se transforma en la Europa “centro” del mundo: en la Europa “moderna” (…) la Modernidad de Europa constituye a todas las otras culturas como su “Periferia”. Se trata de llegar a una definición “mundial” de la Modernidad (en la que el Otro de Europa será negado y obligado a seguir un proceso de “Modernización” (…) (Dussel, 1994: 41).

El mundo periférico será desde entonces un mundo colonizado a partir de la experiencia americana, y la posibilidad paulatina de convertirse en centro estará dada justamente por la ventaja comparativa de tener a su disposición esa cuarta parte desconocida por ellos hasta 1492, la cual representó una fuente inagotable de mano de obra, tierras, recursos naturales que constituirán un imperio-mundo absolutamente inédito en la historia de la humanidad. La modernización es entonces un proceso de despojo, de violencia contra el Otro, de mundialización construida bajo el mito de la universalidad de Occidente.

 

Las tácticas de guerra de Colón y Cortés

Hernán Cortés (1485-1547) es el representante emblemático de los conquistadores españoles. Más aún, es el arquetipo del conquistador moderno. A partir de 1504 comenzó su experiencia en la isla de Haití, su nombre originario (renombrada colonialmente por Colón como La Española) y Cuba, donde aprendió y puso en práctica las tácticas de guerra, despojo y aniquilamiento de la población nativa iniciada por Cristóbal Colón desde su segundo viaje (1493-1496). Ciertamente, el Almirante concretó su plan invasor y la guerra declarada hacia el pueblo taíno hacia 1494, buscando abiertamente intimidar a la población que antes lo había recibido con cordialidad:

Salió de la Isabela [en Haití] con toda su gente cristiana y con algunos indios del pueblo el 12 de marzo de 1494, y por poner temor en la tierra y mostrar que si algo intentasen eran poderosos para ofenderlos y dañarlos los cristianos, mandó salir la gente en forma de guerra, con las banderas tendidas y con sus trompetas, y quizá disparando espingardas (con las cuales quedarían los indios harto asombrados) y así salía en cada pueblo al entrar y al salir (Las Casas, 1995a: 368).

La idea de aterrorizar a los pueblos se convirtió desde entonces en una táctica indispensable para concretar el despojo y el establecimiento de relaciones coloniales que estaba claramente en la mentalidad de los invasores desde un principio. Hernán Cortés lo aprendería a la perfección y la llevaría a cabo en múltiples ocasiones. Bartolomé de Las Casas (1484-1566), quien fue testigo de la aplicación de dicha práctica, tuvo información de primera mano sobre Colón y conoció personalmente a Cortés, no duda en mencionar el hecho en uno de los capítulos referidos a la Nueva España: “Siempre fue ésta su determinación en todas las tierras que los españoles han entrado, conviene, a saber: hacer una cruel y señalada matanza porque tiemblen dellos aquellas ovejas mansas (Las Casas, 1996: p. 87) observación que hace el fraile para explicar la masacre de Cholula, y que antes Cortés había utilizado en Tlaxcala. En efecto, la famosa alianza con los tlaxcaltecas, antes que entenderla exclusivamente por su enemistad con los mexicas, también debe explicarse por la guerra a la que fueron sometidos por Cortés, con el auxilio de los cempoaltecas. El propio Cortés señala: “Otro día torné a salir por otra parte antes que fuese de día, sin ser sentido por ellos, con los de caballo y cien peones y los indios amigos, y les quemé más de diez pueblos” (Cortés, 2015: 46). Se trataba de un tipo de guerra totalmente desconocido por los pueblos mesoamericanos, con procedimientos que comenzaron a quebrantar el orden político vigente. Más adelante, el mismo Cortés refiere, con orgullo, que sofocó una supuesta conspiración tlaxcalteca ordenada por el Xicoténcatl, el joven, en las que “los mandé tomar a todos los cincuenta y cortarles las manos, y los envié que dijesen a su señor que de noche y de día y cada cuando él viniese, verían quién éramos” (Cortés, 2015: 47). Sin duda, tal escarmiento fue determinante para que los tlaxcaltecas aceptaran la alianza propuesta por Cortés, misma que, en todo caso, no fue construida sobre la base de una racionalidad establecida entre partes iguales, sino a partir de la amenaza de la irracionalidad destacada por la barbarie “civilizatoria” desplegada en el proceso iniciado por Colón. De esta forma, la masacre efectuada por Pedro de Alvarado en el Templo Mayor de Tenochtitlan no puede explicarse por una ocurrencia individual, sino como parte de la lógica bélica desplegada por los invasores desde hacía cerca de tres décadas. Así pues, la explicación de que en el despliegue de los invasores españoles pudo haber influido la creencia de que se trataba de divinidades, debe minimizarse e incluso descartarse.[2] En el Códice Ramírez, por ejemplo, al describir la deliberación de la nobleza de la Triple Alianza sobre si se admitía a los españoles, en ningún momento se habla de la supuesta divinidad de los forasteros (León Portilla, 2016: 77). En ese sentido, es pertinente ponderar el papel protagónico de las tácticas terroristas que mostraron su efectividad desde la experiencia caribeña, herencia, como hemos dicho, del mismo Cristóbal Colón.

Ahora bien, Cortés representa la encarnación del Yo europeo que encontrará en América su voluntad de ser y poder. Como Dussel recuerda, las Reales Cédulas eran firmadas con la leyenda “Yo. El Rey”. Se trataba del:

 “Yo” cuyo “señorío” (el Señor-de-este-Mundo) estaba fundado en Dios. El conquistador participa igualmente de ese “Yo”, pero tenía sobre el rey en España la experiencia existencial de enfrentar su “Yo Señor” al Otro negado en su dignidad: el indio como instrumento, dócil, oprimido. La “conquista” es afirmación práctica del “Yo conquisto” y “negación del Otro” como otro (Dussel, 1994: 60).

 Ese “Yo conquisto” es la expresión sintética del yo despojo, yo poseo, yo domino. De un yo que se constituye ontológicamente a partir de la violencia contra el Otro, del proceso de colonización que articula una nueva institucionalidad, un nuevo mundo de la vida (Lebenswelt). En éste se forjará una praxis dominadora que abarcará la erótica, la pedagógica, la cultura, la política, la economía (Dussel, 1994: 62). Se construye lo que hoy llamamos, siguiendo a Aníbal Quijano, colonialidad del poder, una división racial del trabajo que expresará la necesidad intrínseca del proceso de modernización al que se verá sometido el mundo periférico.

Es así que la filosofía moderna, que regularmente se considera originada por el pensamiento generado por Descartes en el siglo XVII, en realidad tiene su arqueología en el proceso colonizador del siglo anterior. Como afirma Dussel:

El “yo colonizo” al Otro, a la mujer, al varón vencido, en una erótica alienante, en una económica capitalista mercantil, sigue el rumbo del “yo conquisto” hacia el “ego cogito” moderno (…) La expresión de Descartes del ego cogito en el 1636 será el resultado ontológico del proceso que estamos describiendo: el ego origen absoluto de un discurso solipsista (Dussel, 1994. 66).

Por lo dicho, no puede entenderse a Descartes sin Cortes. El sujeto cortesiano es el fundamento del sujeto cartesiano. Para que uno dijera “Yo pienso” el otro tuvo que sacrificar a muchos para que dejaran de hacerlo.

 La “Conquista espiritual”

La invasión militar y la llamada “conquista espiritual” son dos caras de la misma moneda. Como Dussel lo ha señalado, sobre la base de Kierkegaard (Kierkegaard, 2009), es preciso hacer una diferenciación entre cristianismo y cristiandad. El primero plantea los argumentos religiosos, mientras que el segundo los utiliza con finalidades ideológicas, imperialistas. Es así que, en el mundo de la vida de los invasores españoles, sus prácticas violentas son pretendidamente justificadas sobre la base de la idea de la expansión del cristianismo, convertido así en el eje de una mera ideología de dominación. En la misma participan lo mismo militares que sacerdotes. Acaso el más representativo de los documentos que hablan de la cristiandad en América sea el famoso Requerimiento de 1512, un texto que debían leer los conquistadores a los pueblos antes de ejecutar su invasión. En él se argumentaba que venían en nombre de la Iglesia, del papa, del rey, de Dios, por lo que, de resistirse, con la ayuda de éste “entraremos poderosamente contra vosotros y vos haremos guerra (…) y vos sujetaremos al yugo y obediencia de la Iglesia y de sus Altezas, y tomaremos de vuestras personas y de vuestras mujeres e hijos y los haremos esclavos (…) e vos tomaremos vuestros bienes” (Las Casas, 1995b: 27). Se trata de una especie de acta de nacimiento de la Modernidad que tiene justo en la cristiandad su primordial ideología de justificación bélica, como siglos después lo tendrá en la democracia. No puede obviarse, sin embargo, que el Requerimiento fue una tramposa respuesta a la impugnación que el año anterior había hecho un grupo de dominicos, con Antón de Montesino a la cabeza, donde demandaban que se reconociera a los habitantes de los pueblos como semejantes, es decir, como un Otro. Así pues, la dominación religiosa fue parte privilegiada de la colonización del mundo de la vida. No obstante, eso fue advertido por integrantes de los propios pueblos, quienes realizaron formas de resistencia a la misma que pasaban por el cuestionamiento del nuevo orden o la asimilación del cristianismo de acuerdo a su propia perspectiva, como puede verse en textos como el Popol Vuh o la Nueva coronica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma.

Reflexiones finales

Al cumplirse 500 años de la irrupción de América se desarrolló un sano intento por criticar la vetusta noción colonialista impresa en la expresión “Día de la Raza” acuñada a inicios del siglo XX en la propia España y que en realidad expresaba el orgullo por las conquistas de la hispanidad, como se le llamó después (y se le sigue llamando). Hoy, al cumplirse 500 años de la caída de Tenochtitlan y Tlatelolco debe hacerse un esfuerzo de reflexión análogo en donde se esclarezcan las consecuencias de la interpretación que se tiene del hecho. 1521 es la continuación del proceso iniciado en 1492. El Caribe, como Mesoamérica, fueron víctimas de una guerra contra sus pueblos originarios establecida por el celo “civilizador” propio de lo que llamamos mundo occidental. Son momentos fundacionales de la Modernidad misma, de la conformación de un sistema económico mundial propiamente dicho, del establecimiento de la relación centro-periferia que dio pie al colonialismo en América y forjó el protagonismo del mundo europeo, hasta entonces sometido por los musulmanes y necesitado de las mercancías provenientes de Oriente.

Si concebimos los hechos de 1521 como una “conquista” nos hacemos partícipes de la carga de legitimidad que se encierra en el concepto, propagado por el propio Cortés y sus seguidores. Eso significaría aceptar no sólo el carácter legítimo de dicha guerra, sino del proceso de modernización, colonización, que le sucedió. Si la observamos como una invasión, en cambio, podemos superar esa lógica, lo que permite situarnos en una perspectiva a partir de la alteridad de la cultura, de la historia, de la lógica de los pueblos sometidos, más allá de la mera coyuntura bélica por la que Tenochtitlan y Tlateloco fueron tomadas. Una posición así nos permite descolonizar el pasado y consecuentemente, descolonizar el presente.

 

Bibliografía:

Cortés, Hernán, Cartas de relación, México, Porrúa, 2015.

Dussel, Enrique, 1492: El encubrimiento del Otro, Madrid, Nueva Utopía, 1994.

Dussel, Enrique, Hipótesis para el estudio de Latinoamérica en la Historia Universal, Chaco, Resistencia, 1966.

Hegel, Georg Wilheim, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, Madrid, Altaya, 1994.

Kierkegaard, Soren, Ejercitación del cristianismo, Madrid, Trotta, 2009.

Las Casas, Bartolomé de, Brevísima relación de la destrucción de las Indias, Madrid, Planeta, 1996.

Las Casas, Bartolomé, Historia de las Indias, vol. I, México, FCE, 1995a.

Las Casas, Bartolomé, Historia de las Indias, vol. III, México, FCE, 1995b.

León Portila, Miguel, Visión de los vencidos, México, UNAM, 2016.

O´Gorman, Edmundo, La invención de América, México, FCE, 1984.

Sepúlveda, Juan Ginés de, Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, México, FCE, 1996.

[1] Dussel hace referencia al ensayo de Zea “América en la historia”. El propio Zea haría también una crítica a la filosofía de la historia de Hegel en su Filosofía de la historia americana.

[2] En ese sentido, discrepamos del planteamiento de Dussel al respecto, quien, siguiendo a Torquemada, le otorga importancia especial a la supuesta divinización de Cortés.